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Contra la violencia de género

Siempre que llega el final de noviembre, los medios de comunicación insisten en recordarnos la cifra de mujeres muertas a lo largo del año, reducidas prácticamente a un número mientras que su nombre avanza camino del olvido. Trato pues de recordar cómo se llamaron: Antonia, Carmen, Estrella, Pilar, Rosario, Isabel, Almudena, Marisol… y así hasta más de 40.

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Mi recuerdo es también para aquellas de las que ni siquiera sabemos sus nombres, para las invisibles, para las que siguen sufriendo en silencio, para las que cerca o lejos tienen marcadas, aunque en ocasiones ni se atrevan a reconocerlo, las fauces del patriarca. Para las que, como la madre de Ruth y José, reciben los golpes a través de los hijos golpeados.

Recuerdo también a mis abuelas que nunca tuvieron una habitación propia en un mundo en el que mis abuelos tenían la voz y la palabra. Recuerdo a mi abuela Carmen que siempre firmaba con un dedo y a mi abuela Rita a la que no dejaban subirse a los árboles y que siempre andaba anotando versos en un cuaderno que no sabían leer los hombres. “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces: parirás con dolor a los hijos, buscarás con ardor a tu marido que te dominará”.

Recuerdo a los jerarcas y a los que siempre tuvieron voz en los púlpitos. La voz del confesor y la del sabio. La del que nunca se equivocaba. La voz de San Pablo que las condenaba al silencio: “Las mujeres deben estar calladas, pues no les corresponde hablar, sino vivir sometidas, como dice la ley”. O la de San Agustín, que justificaba cómo debían estar “sometidas al hombre porque en él predominan el discernimiento y la razón”. El discernimiento que llevó a tantos hombres iluminados a decir, como Rousseau, que la mujer debía aguantar las sinrazones del marido sin quejarse.

Por todos ellos, y por tantos otros que forman la línea vergonzante que durante siglos ha sustentado el patriarcado, me es imposible no dar la razón a Miguel Lorente cuando dice que “los hombres que hemos tenido la voz a lo largo de la historia ahora no podemos permanecer callados cuando se habla de igualdad. Tenemos mucho que decir sobre lo que hemos callado y mucho que callar sobre lo que hemos vociferado”.

Porque cuando hablamos de violencia masculina –y digo bien, "masculina", porque son los hombres los que la ejercen contra las mujeres-, en definitiva lo estamos haciendo de igualdad. La violencia masculina, al fin, ha dejado de ser un asunto estrictamente privado y hemos empezado a entenderla como el producto más cruel de un orden político, cultural y simbólico que nos diferencia jerárquicamente en función del sexo.

Sólo cuando seamos capaces de darle la vuelta a esas estructuras culturales y de poder, erradicaremos la desigualdad y, con ella, la violencia. Es necesario, pues, que los poderes públicos sigan apostando por el mandato constitucional que les obliga a remover los obstáculos que impiden que la igualdad de mujeres y hombres sea real y efectiva.

Es hoy más necesario que nunca, cuando la crisis económica agudiza la feminización de la pobreza y alimenta la vulnerabilidad de los más débiles, no bajar la guardia y seguir apostando por políticas que asuman que la igualdad formal sin la material no es más que un disfraz que a duras penas esconde la vigencia de la ley de la selva.

No cometamos el error, pues, de desandar lo andado, de retornar a la “mujer mujer”, a la reproductora que no era dueña de su destino y que estaba más cerca de la Naturaleza que de la Cultura. A la que sólo podía definirse por su dedicación a los demás y no por la determinación consciente y responsable de su propia vida. A la que estaba condenada a ser o puta o santa. A la madre, siempre la madre, y nada más que la madre.

Es urgente además que todos, mujeres y hombres, y especialmente todas las instancias socializadoras de nuestras democracias, contribuyamos a desarmar ese orden patriarcal. De manera singular, la institución a la que pertenezco, la Universidad de Córdoba, debe implicarse todavía más y mejor en una causa que tiene que ver, nada más y nada menos, con la mitad de la ciudadanía.

Porque la rentabilidad de las Universidades públicas debe medirse en términos sociales y no de cotización en bolsa. Y, por lo tanto, también en términos de implicación en todos aquellos asuntos que tienen que ver con la convivencia, con la justicia social, con la consecución de unas mayores dosis de bienestar y felicidad. Lo contrario supone convertirlas en aparatos domesticados y serviles. Y también, la Universidad debe asumir que la igualdad de género no es una cuestión de ideología sino una exigencia democrática.

Junto a todo ello, debería ser una tarea primordial que nosotros, los hombres, nos miremos en el espejo y descubramos que también tenemos género. Es decir, que nos hacemos hombres tratando de responder a unas expectativas que nos exigen ser reyes, guerreros, magos o amantes.

Que la virilidad acaba siendo un imperativo categórico que nos exige demostrarnos a nosotros mismos y a los demás que somos hombres de verdad. Es decir, individuos competitivos, valientes, aguerridos, infatigables y, si hace falta, violentos. Con los puños o con las palabras.

En la intimidad de nuestras habitaciones y desde los púlpitos en los que consagramos la conexión patriarcal entre masculinidad, poder y violencia. Los sujetos que no dudamos en cosificar a las mujeres y en convertirlas en botín de guerra o en víctimas cuando nos resistimos a reconocer su autonomía.

Es urgente que revisemos la división patriarcal entre lo público y lo privado, que asumamos social y políticamente los valores y capacidades que tradicionalmente hemos rechazado por considerarlos femeninos. Es necesario reivindicar la ética del cuidado y, como decía Petra Kelly, la ternura como herramienta política.

Sólo así podremos ir transformando un contrato social que, precedido del sexual que continúa esclavizando a muchas mujeres, da forma a unas sociedades que continúan estando lejos de la decencia. Porque, como bien sostiene el filósofo hebreo Avishai Margalit, una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros.

Cada final de noviembre es también el cumpleaños de mi hijo. Por eso cuando llega el 25-N también lo miro a él y, además de tratar de encontrar la herencia de sus bisabuelas, me siento responsable de que habite un mundo distinto al presente, una sociedad al fin decente en la que nadie por razón de su sexo sea humillado o tenga más dificultades para ejercer sus derechos. En la que ninguna mujer carezca de nombre y en la que a ni una sola se le niegue la libre disposición sobre su cuerpo, su sexualidad, su presente y su futuro.

Un horizonte que sólo podremos alcanzar si asumimos de una vez por todas que una democracia sin mujeres no es democracia y que una sociedad con hombres violentos es el mayor fracaso de todos lo que un día confiamos en las luces emancipadoras de la razón. Esas que, controladas por el patriarca, hace un siglo le impidieron a mi abuela Carmen aprender a escribir y a mi abuela Rita subirse a los árboles. Las que confío en que iluminen a mi hijo para que en el futuro, que será su presente, noviembre ya sólo sea el mes en que celebrar que la vida sigue multiplicándose.

OCTAVIO SALAZAR
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