La segunda huelga general, en menos de un año, que se convoca contra el Gobierno conservador de Mariano Rajoy y sus políticas de recortes y “ajustes” económicos, se ha saldado con manifestaciones masivas y paro mayoritario en decenas de ciudades de España. Y como era de esperar, los datos sobre su seguimiento difieren en función de la fuente que los cuantifica.
Para la patronal, apenas un 10 por ciento secundó la huelga, el Ministerio del Interior eleva este seguimiento al 30 por ciento y, según los sindicatos convocantes, la respuesta representó al 80 por ciento de los asalariados, afectando de forma total a la industria y a la recogida de basuras, una amplia adhesión en el transporte, administración, agricultura, etc., y de forma moderada en los demás sectores. Es decir, fue masiva pero no la más numerosa de las realizadas en los últimos tiempos.
También, a pesar del comportamiento pacífico y cívico de la mayoría de los manifestantes, se produjeron al final de la jornada destacados incidentes en Madrid y Barcelona, principalmente, por cuenta de grupos aislados que se enfrentaban a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Carreras, lanzamientos de objetos, barricadas, contenedores en llamas, rotura de cristales, destrozo de mobiliario urbano y cargas de la Policía enturbiaron la expresión colectiva del derecho a disentir que se materializa en forma de huelga.
La plaza de Neptuno de Madrid volvió a registrar disturbios entre los que pretendían rodear el cercano Congreso de los Diputados y las Fuerzas de Seguridad que lo impedían. Y en Barcelona, las furgonetas de la Policía hacían ulular sus sirenas por todo el centro de la ciudad persiguiendo a los que se concentraban haciendo caso omiso de las órdenes de desalojo.
En definitiva, una huelga que no escamoteó las particularidades que se derivan de su desarrollo (pacífico para la mayoría de participantes), guerra de cifras (a la hora de valorar su seguimiento) e incidentes (esporádicos por parte de provocadores minoritarios).
Cabe en cualquier caso destacar, aparte del éxito o fracaso que se le atribuya, el hecho de la profunda disconformidad que muestra por segunda vez la población española acerca de la acción de gobierno y de las iniciativas que está implementando, de recortes y ajustes, para hacer frente a la crisis económica.
Pero más allá del relato de un paro de realización y consecuencias previsibles, hay aspectos de la huelga que merece la pena subrayar porque denotan una peligrosa tendencia hacia la violencia innecesaria y desproporcionada en el uso de la fuerza por parte de los agentes de autoridad.
Ignoro si esta actuación extralimitada de policías y antidisturbios obedece a órdenes emanadas de quien las dirige o es fruto del “calor” de unos enfrentamientos que son tensos y cargados de agresividad contenida. Sin embargo, los profesionales que integran estas unidades policiales han de estar “vacunados” contra la reacción y el rechazo con que es recibida su labor de ejercer el monopolio de la violencia, que la ley les confía, con consideración, moderación y de forma proporcionada.
Porque causa vergüenza e indignación contemplar imágenes de cargas policiales contra ciudadanos indefensos que son brutalmente golpeados y arrastrados sin contemplaciones, no sólo en manifestaciones como las de la pasada huelga general, sino incluso cuando han de desalojar a los propietarios de una vivienda embargada por un banco. Una santa ira se apodera de cualquiera que sea testigo del trato vejatorio e intimidatorio de una policía dominada por el exceso de celo.
Se supone que los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado son profesionales entrenados, con los nervios templados, para hacer frente a las aglomeraciones y las revueltas, en las que, es verdad, no se puede establecer un “diálogo de salón” para que los manifestantes desistan de su actitud, pero tampoco arrasar a golpes contra toda persona que encuentran a su paso, como de hecho acaeció en Tarragona, durante la huelga general, cuando los Mossos d´Esquadra hirieron a un menor con las porras, empujaron a sus padres cuando gritaban reclamando una ambulancia y la emprendieron a golpes y empujones contra una chica que les recriminaba su violenta represión.
Más tristeza produce aún la forma innecesaria y gratuita con la que hacen retroceder a inofensivos aunque angustiados ciudadanos que se niegan a abandonar una vivienda de la que son desahuciados. Un comportamiento desaprensivo e inadmisible que lleva a la reflexión sobre el lado en que se sitúan las Fuerzas de Orden Público en este país, a quién prestan seguridad y qué es lo que defienden.
Porque cuando la mayoría de los trabajadores decide mostrar su desacuerdo mediante una huelga legítima frente a medidas económicas que les perjudica, pero que benefician a la patronal y a los acaudalados, la Policía se presta a defender las empresas y a proteger el acceso de los grandes comercios, que no pueden permitirse cerrar sus puertas en solidaridad con sus empleados, aunque sí en caso de la festividad de un santo.
Y si un prestatario no puede hacer frente a una deuda hipotecaria, en muchas ocasiones bajo cláusulas usureras, la comitiva policial se posiciona a cumplir la orden de expulsión con una disposición que a veces se echa en falta cuando se trata de perseguir delitos de mayor gravedad que afectan a la seguridad del conjunto de los ciudadanos, y no a los intereses lucrativos de unas entidades financieras.
Esa imagen negativa que desprende la actuación policial es, a mi juicio, lo más preocupante de la Huelga General del pasado miércoles. Ya que, si la soberanía, de la que emanan todos los poderes públicos, reside en el pueblo, las Fuerzas del Orden no parecen responder a sus decisiones masivamente respaldadas, sino a los intereses de los grandes patronos y las élites del capital.
Cuando se golpea a una humilde familia en nombre de un banco o ataca a un menor en una huelga, la Policía no está cumpliendo la ley, está abusando de su fuerza para defender a minorías poderosas, pero ajenas al sentir del pueblo. Y ello es algo muy grave y peligroso que este Gobierno deberá aclarar antes de que esta espiral de acción-reacción-acción conduzca a esos callejones históricos de los que se sale sólo mediante la fuerza… de la violencia generalizada.
Para la patronal, apenas un 10 por ciento secundó la huelga, el Ministerio del Interior eleva este seguimiento al 30 por ciento y, según los sindicatos convocantes, la respuesta representó al 80 por ciento de los asalariados, afectando de forma total a la industria y a la recogida de basuras, una amplia adhesión en el transporte, administración, agricultura, etc., y de forma moderada en los demás sectores. Es decir, fue masiva pero no la más numerosa de las realizadas en los últimos tiempos.
También, a pesar del comportamiento pacífico y cívico de la mayoría de los manifestantes, se produjeron al final de la jornada destacados incidentes en Madrid y Barcelona, principalmente, por cuenta de grupos aislados que se enfrentaban a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Carreras, lanzamientos de objetos, barricadas, contenedores en llamas, rotura de cristales, destrozo de mobiliario urbano y cargas de la Policía enturbiaron la expresión colectiva del derecho a disentir que se materializa en forma de huelga.
La plaza de Neptuno de Madrid volvió a registrar disturbios entre los que pretendían rodear el cercano Congreso de los Diputados y las Fuerzas de Seguridad que lo impedían. Y en Barcelona, las furgonetas de la Policía hacían ulular sus sirenas por todo el centro de la ciudad persiguiendo a los que se concentraban haciendo caso omiso de las órdenes de desalojo.
En definitiva, una huelga que no escamoteó las particularidades que se derivan de su desarrollo (pacífico para la mayoría de participantes), guerra de cifras (a la hora de valorar su seguimiento) e incidentes (esporádicos por parte de provocadores minoritarios).
Cabe en cualquier caso destacar, aparte del éxito o fracaso que se le atribuya, el hecho de la profunda disconformidad que muestra por segunda vez la población española acerca de la acción de gobierno y de las iniciativas que está implementando, de recortes y ajustes, para hacer frente a la crisis económica.
Pero más allá del relato de un paro de realización y consecuencias previsibles, hay aspectos de la huelga que merece la pena subrayar porque denotan una peligrosa tendencia hacia la violencia innecesaria y desproporcionada en el uso de la fuerza por parte de los agentes de autoridad.
Ignoro si esta actuación extralimitada de policías y antidisturbios obedece a órdenes emanadas de quien las dirige o es fruto del “calor” de unos enfrentamientos que son tensos y cargados de agresividad contenida. Sin embargo, los profesionales que integran estas unidades policiales han de estar “vacunados” contra la reacción y el rechazo con que es recibida su labor de ejercer el monopolio de la violencia, que la ley les confía, con consideración, moderación y de forma proporcionada.
Porque causa vergüenza e indignación contemplar imágenes de cargas policiales contra ciudadanos indefensos que son brutalmente golpeados y arrastrados sin contemplaciones, no sólo en manifestaciones como las de la pasada huelga general, sino incluso cuando han de desalojar a los propietarios de una vivienda embargada por un banco. Una santa ira se apodera de cualquiera que sea testigo del trato vejatorio e intimidatorio de una policía dominada por el exceso de celo.
Se supone que los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado son profesionales entrenados, con los nervios templados, para hacer frente a las aglomeraciones y las revueltas, en las que, es verdad, no se puede establecer un “diálogo de salón” para que los manifestantes desistan de su actitud, pero tampoco arrasar a golpes contra toda persona que encuentran a su paso, como de hecho acaeció en Tarragona, durante la huelga general, cuando los Mossos d´Esquadra hirieron a un menor con las porras, empujaron a sus padres cuando gritaban reclamando una ambulancia y la emprendieron a golpes y empujones contra una chica que les recriminaba su violenta represión.
Más tristeza produce aún la forma innecesaria y gratuita con la que hacen retroceder a inofensivos aunque angustiados ciudadanos que se niegan a abandonar una vivienda de la que son desahuciados. Un comportamiento desaprensivo e inadmisible que lleva a la reflexión sobre el lado en que se sitúan las Fuerzas de Orden Público en este país, a quién prestan seguridad y qué es lo que defienden.
Porque cuando la mayoría de los trabajadores decide mostrar su desacuerdo mediante una huelga legítima frente a medidas económicas que les perjudica, pero que benefician a la patronal y a los acaudalados, la Policía se presta a defender las empresas y a proteger el acceso de los grandes comercios, que no pueden permitirse cerrar sus puertas en solidaridad con sus empleados, aunque sí en caso de la festividad de un santo.
Y si un prestatario no puede hacer frente a una deuda hipotecaria, en muchas ocasiones bajo cláusulas usureras, la comitiva policial se posiciona a cumplir la orden de expulsión con una disposición que a veces se echa en falta cuando se trata de perseguir delitos de mayor gravedad que afectan a la seguridad del conjunto de los ciudadanos, y no a los intereses lucrativos de unas entidades financieras.
Esa imagen negativa que desprende la actuación policial es, a mi juicio, lo más preocupante de la Huelga General del pasado miércoles. Ya que, si la soberanía, de la que emanan todos los poderes públicos, reside en el pueblo, las Fuerzas del Orden no parecen responder a sus decisiones masivamente respaldadas, sino a los intereses de los grandes patronos y las élites del capital.
Cuando se golpea a una humilde familia en nombre de un banco o ataca a un menor en una huelga, la Policía no está cumpliendo la ley, está abusando de su fuerza para defender a minorías poderosas, pero ajenas al sentir del pueblo. Y ello es algo muy grave y peligroso que este Gobierno deberá aclarar antes de que esta espiral de acción-reacción-acción conduzca a esos callejones históricos de los que se sale sólo mediante la fuerza… de la violencia generalizada.
DANIEL GUERRERO