Se cumple un año del Gobierno que consiguió una contundente mayoría absoluta en las últimas elecciones generales. El mismo partido gobernante también conquistó la práctica totalidad de los ejecutivos regionales, tras ganar los comicios celebrados con posterioridad en las comunidades autónomas. De esta manera, el Partido Popular –el gran vencedor-, que aupó a Mariano Rajoy a la Presidencia del Gobierno y pasó a controlar 14 de los 17 ejecutivos autnómicos, adquiriría la mayor cuota de poder jamás alcanzada en democracia por partido alguno.
Conseguiría semejante apoyo popular gracias a la promesa de saber enfrentarse a una crisis financiera y económica que golpeaba –y aun golpea- a media Europa y por afirmar tener las ideas necesarias para salir de la crisis nada más desalojaran a los socialistas del Palacio de la Moncloa.
Los populares aseguraban convencidos que, con ellos en el Gobierno, recuperarían la confianza de unos mercados que castigaban duramente cada día, mediante intereses insoportables, la financiación de la deuda española.
Semejante triunfo se vio facilitado, además de las promesas, por el hundimiento de la credibilidad del presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, que tuvo que alterar radicalmente su política económica para seguir los dictados de la troika capitalista que diagnostica nuestra salud económica (Alemania, Bruselas y Fondo Monetario Internacional) y aplicar, por primera vez en la historia, una rebaja en el sueldo de los funcionarios, la congelación de las pensiones y otras medidas restrictivas del gasto, todo lo cual favoreció el arrollador empuje de los conservadores en España, cumpliéndose así la constante de la derrota de los gobiernos, independientemente su color, que eran sucesivamente barridos a consecuencia de una crisis tan persistente que asfixia todavía a media Europa.
Lo más curioso de este relato es que Mariano Rajoy pudo acceder al Gobierno exponiendo muy poco y ocultando bajo siete candados su programa neoliberal de “reformas estructurales”, limitándose a ofrecer únicamente promesas genéricas y reclamando una confianza ciega en la capacidad innata de la derecha para resolver –¡como Dios manda!- los problemas que aquejaban a los españoles, atrapados de la noche a la mañana entre el estallido de la burbuja inmobiliaria y la parálisis de la actividad de una recesión económica que nadie supo prever a tiempo, ni siquiera esas agencias de calificación que ahora nos analizan con tanto rigor pero que formaron parte, por su complicidad, entre las causas de una crisis que se generó por prácticas abusivas e irregulares, como las que hundieron a Lehman Brothers. Así fue como, sin alternativa posible, los electores le brindaron generosamente al Partido Popular la oportunidad que pedía para sacarnos de la crisis.
De ello hace ya un año y la situación en España no puede calificarse –con datos en la mano- de mejor, sino de peor que nunca. Pronto comenzó el Gobierno a usar de carrerilla, ante una realidad obstinada, lo de la “herencia” recibida de los socialistas para justificar cualquier resistencia que mostraran los problemas para ser resueltos, y menos aun con la celeridad aventurada, aunque ello no impidiera la remoción de leyes, no sólo económicas, para retroceder “legalmente” a épocas ya superadas en cuanto al aborto y otros derechos y libertades sociales.
Los primeros meses de Gobierno conservador podrían tildarse de “freno y marcha atrás” en aquellas políticas progresistas que habían impulsado los socialistas respecto al aborto como derecho de la mujer, la atención a los inmigrantes, la cobertura a los parados, la protección de los trabajadores, la educación laica, las ayudas a la emancipación o el apoyo a los dependientes, entre otras.
Algunas de éstas fueron las principales “reformas” emprendidas por el Partido Popular en un afán no sólo de “ajustar” el déficit económico, sino de cambiar un modelo de convivencia social por motivos ideológicos, en el que no han podido incluir su rechazo al matrimonio homosexual tras la sentencia favorable del Tribunal Constitucional a instancias de una impugnación presentada por ellos mismos.
Sin embargo, el mejor balance de este año de recortes emprendido por Mariano Rajoy lo ofrece, precisamente, la materia que presumían dominar: la economía. Los datos, pese incluso a los incumplimientos de las propias promesas a causa –dicen- de la situación, son elocuentes por decepcionantes y manifiestamente negativos.
A pesar de una reforma laboral (que facilita y abarata el despido), varias financieras (rescates y ayudas a la banca), educativa (indescriptible), judicial (que rechazan todos los afectados, jueces y usuarios) y de la administración pública (en la que parece que los funcionarios están de más), el resultado es francamente calamitoso.
No sólo se recortan “gastos” allí donde más sensibles y necesarios son (sanidad y educación), sino que además se suben impuestos que se había jurado no tocar, como el IRPF, el IBI y el IVA. Se reducen las prestaciones por desempleo, se deja sin tarjeta sanitaria a los inmigrantes, se eliminan fármacos de la financiación pública, se suprime la desgravación por la compra de vivienda, se implanta el copago en la sanidad y, por primera vez en la historia, se hace pagar a los pensionistas una parte de los medicamentos. Además, a los que habían agotado todas las prestaciones por desempleo, se les retira la ayuda de 430 euros durante seis meses para necesidades básicas.
Si todo lo anterior hubiera surtido algún efecto en la creación de empleo y crecimiento económico, podríamos pensar que el enorme sacrificio que se ha impuesto justamente a los más perjudicados por la crisis era necesario. Pero después de un año de promesas rotas y recortes draconianos, lo logrado ha sido el aumento del paro (del 21 al 25 por ciento, camino de los seis millones de desempleados), un “crecimiento” económico en negativo (-1,7 %), la Bolsa en caída libre (7.763 puntos y pérdidas en el selectivo IBEX), el incremento de la deuda sobre el PIB (del 60 al 76,8 por ciento), la famosa prima de riesgo sin controlar (de 441 a 454, con un récord de 630 puntos en julio pasado) y un empeoramiento del indicador de confianza (del 70 al 40 por ciento).
Expertos y profanos, sin antifaz ideológico, pronosticaban la inoperatividad de unos ajustes basados sólo en la austeridad y el control del déficit de manera exclusiva. Así lo refleja el informe del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales presentado en su 48ª sesión de mayo pasado: “La implementación de medidas de austeridad no han logrado estimular la economía ni amortiguar las consecuencias negativas de la crisis sobre los derechos económicos, sociales y culturales de la sociedad española”.
Es posible que la resolución de la crisis precise de más tiempo, pero también de otras medidas que no supongan sólo recortes y “ajustes” en los gastos, puesto que sin políticas que impulsen el crecimiento no se reactivará la actividad económica. Eso es algo que conocen bien en Latinoamérica, zona que sufrió en los años ochenta del siglo pasado décadas de estancamiento y crisis que fueron afrontadas con las duras recetas de austeridad impuestas por el FMI.
Dada la similitud de esa experiencia, la presidenta de Brasil, Dilma Rouseff, de visita en España para participar en la Cumbre Iberoamericana de Cádiz, se permitió aconsejar que “la austeridad exagerada se derrota a sí misma”. Incluso el propio Fondo Monetario Internacional previene, ahora, de lo contraproducente que son las políticas de austeridad a raja tabla si no están acompañadas de medidas de crecimiento.
Sin embargo, el Gobierno de España sigue empeñado en derrotar la crisis únicamente mediante políticas de austeridad que reduzcan el déficit, aunque ello conlleve profundizar la recesión económica, condene a la pobreza a amplias capas de la población y expulse a más trabajadores al paro.
No es de extrañar, por tanto, que este Gobierno sea el único en democracia que haya sufrido dos huelgas generales en su primer año de mandato. Hay intenciones que siguen ocultas que explican la tozudez en mantener esas políticas de desguace del Estado de bienestar, cuyo objetivo no es sólo responder a la crisis económica, sino implantar un modelo determinado de sociedad, profundamente retrógado en lo moral, conservador en lo social y liberal en lo económico, al que aspiran las élites que conforman las clases dominantes.
Sólo así se entiende que, a pesar de los datos que brinda la economía, las únicas ayudas libradas por Mariano Rajoy sean para un rescate de la Banca, la amnistía a los defraudadores de Hacienda y no incluir a la Iglesia a la hora de hacer recortes, además de culpabilizar de la situación a todos los ciudadanos por vivir por encima de sus posibilidades. Y encima se permite defenderse preguntando: “¿Qué pasaría si no hubiéramos hecho esto?”. Yo le respondería con otra pregunta: ¿cree usted que estaríamos peor?
Conseguiría semejante apoyo popular gracias a la promesa de saber enfrentarse a una crisis financiera y económica que golpeaba –y aun golpea- a media Europa y por afirmar tener las ideas necesarias para salir de la crisis nada más desalojaran a los socialistas del Palacio de la Moncloa.
Los populares aseguraban convencidos que, con ellos en el Gobierno, recuperarían la confianza de unos mercados que castigaban duramente cada día, mediante intereses insoportables, la financiación de la deuda española.
Semejante triunfo se vio facilitado, además de las promesas, por el hundimiento de la credibilidad del presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, que tuvo que alterar radicalmente su política económica para seguir los dictados de la troika capitalista que diagnostica nuestra salud económica (Alemania, Bruselas y Fondo Monetario Internacional) y aplicar, por primera vez en la historia, una rebaja en el sueldo de los funcionarios, la congelación de las pensiones y otras medidas restrictivas del gasto, todo lo cual favoreció el arrollador empuje de los conservadores en España, cumpliéndose así la constante de la derrota de los gobiernos, independientemente su color, que eran sucesivamente barridos a consecuencia de una crisis tan persistente que asfixia todavía a media Europa.
Lo más curioso de este relato es que Mariano Rajoy pudo acceder al Gobierno exponiendo muy poco y ocultando bajo siete candados su programa neoliberal de “reformas estructurales”, limitándose a ofrecer únicamente promesas genéricas y reclamando una confianza ciega en la capacidad innata de la derecha para resolver –¡como Dios manda!- los problemas que aquejaban a los españoles, atrapados de la noche a la mañana entre el estallido de la burbuja inmobiliaria y la parálisis de la actividad de una recesión económica que nadie supo prever a tiempo, ni siquiera esas agencias de calificación que ahora nos analizan con tanto rigor pero que formaron parte, por su complicidad, entre las causas de una crisis que se generó por prácticas abusivas e irregulares, como las que hundieron a Lehman Brothers. Así fue como, sin alternativa posible, los electores le brindaron generosamente al Partido Popular la oportunidad que pedía para sacarnos de la crisis.
De ello hace ya un año y la situación en España no puede calificarse –con datos en la mano- de mejor, sino de peor que nunca. Pronto comenzó el Gobierno a usar de carrerilla, ante una realidad obstinada, lo de la “herencia” recibida de los socialistas para justificar cualquier resistencia que mostraran los problemas para ser resueltos, y menos aun con la celeridad aventurada, aunque ello no impidiera la remoción de leyes, no sólo económicas, para retroceder “legalmente” a épocas ya superadas en cuanto al aborto y otros derechos y libertades sociales.
Los primeros meses de Gobierno conservador podrían tildarse de “freno y marcha atrás” en aquellas políticas progresistas que habían impulsado los socialistas respecto al aborto como derecho de la mujer, la atención a los inmigrantes, la cobertura a los parados, la protección de los trabajadores, la educación laica, las ayudas a la emancipación o el apoyo a los dependientes, entre otras.
Algunas de éstas fueron las principales “reformas” emprendidas por el Partido Popular en un afán no sólo de “ajustar” el déficit económico, sino de cambiar un modelo de convivencia social por motivos ideológicos, en el que no han podido incluir su rechazo al matrimonio homosexual tras la sentencia favorable del Tribunal Constitucional a instancias de una impugnación presentada por ellos mismos.
Sin embargo, el mejor balance de este año de recortes emprendido por Mariano Rajoy lo ofrece, precisamente, la materia que presumían dominar: la economía. Los datos, pese incluso a los incumplimientos de las propias promesas a causa –dicen- de la situación, son elocuentes por decepcionantes y manifiestamente negativos.
A pesar de una reforma laboral (que facilita y abarata el despido), varias financieras (rescates y ayudas a la banca), educativa (indescriptible), judicial (que rechazan todos los afectados, jueces y usuarios) y de la administración pública (en la que parece que los funcionarios están de más), el resultado es francamente calamitoso.
No sólo se recortan “gastos” allí donde más sensibles y necesarios son (sanidad y educación), sino que además se suben impuestos que se había jurado no tocar, como el IRPF, el IBI y el IVA. Se reducen las prestaciones por desempleo, se deja sin tarjeta sanitaria a los inmigrantes, se eliminan fármacos de la financiación pública, se suprime la desgravación por la compra de vivienda, se implanta el copago en la sanidad y, por primera vez en la historia, se hace pagar a los pensionistas una parte de los medicamentos. Además, a los que habían agotado todas las prestaciones por desempleo, se les retira la ayuda de 430 euros durante seis meses para necesidades básicas.
Si todo lo anterior hubiera surtido algún efecto en la creación de empleo y crecimiento económico, podríamos pensar que el enorme sacrificio que se ha impuesto justamente a los más perjudicados por la crisis era necesario. Pero después de un año de promesas rotas y recortes draconianos, lo logrado ha sido el aumento del paro (del 21 al 25 por ciento, camino de los seis millones de desempleados), un “crecimiento” económico en negativo (-1,7 %), la Bolsa en caída libre (7.763 puntos y pérdidas en el selectivo IBEX), el incremento de la deuda sobre el PIB (del 60 al 76,8 por ciento), la famosa prima de riesgo sin controlar (de 441 a 454, con un récord de 630 puntos en julio pasado) y un empeoramiento del indicador de confianza (del 70 al 40 por ciento).
Expertos y profanos, sin antifaz ideológico, pronosticaban la inoperatividad de unos ajustes basados sólo en la austeridad y el control del déficit de manera exclusiva. Así lo refleja el informe del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales presentado en su 48ª sesión de mayo pasado: “La implementación de medidas de austeridad no han logrado estimular la economía ni amortiguar las consecuencias negativas de la crisis sobre los derechos económicos, sociales y culturales de la sociedad española”.
Es posible que la resolución de la crisis precise de más tiempo, pero también de otras medidas que no supongan sólo recortes y “ajustes” en los gastos, puesto que sin políticas que impulsen el crecimiento no se reactivará la actividad económica. Eso es algo que conocen bien en Latinoamérica, zona que sufrió en los años ochenta del siglo pasado décadas de estancamiento y crisis que fueron afrontadas con las duras recetas de austeridad impuestas por el FMI.
Dada la similitud de esa experiencia, la presidenta de Brasil, Dilma Rouseff, de visita en España para participar en la Cumbre Iberoamericana de Cádiz, se permitió aconsejar que “la austeridad exagerada se derrota a sí misma”. Incluso el propio Fondo Monetario Internacional previene, ahora, de lo contraproducente que son las políticas de austeridad a raja tabla si no están acompañadas de medidas de crecimiento.
Sin embargo, el Gobierno de España sigue empeñado en derrotar la crisis únicamente mediante políticas de austeridad que reduzcan el déficit, aunque ello conlleve profundizar la recesión económica, condene a la pobreza a amplias capas de la población y expulse a más trabajadores al paro.
No es de extrañar, por tanto, que este Gobierno sea el único en democracia que haya sufrido dos huelgas generales en su primer año de mandato. Hay intenciones que siguen ocultas que explican la tozudez en mantener esas políticas de desguace del Estado de bienestar, cuyo objetivo no es sólo responder a la crisis económica, sino implantar un modelo determinado de sociedad, profundamente retrógado en lo moral, conservador en lo social y liberal en lo económico, al que aspiran las élites que conforman las clases dominantes.
Sólo así se entiende que, a pesar de los datos que brinda la economía, las únicas ayudas libradas por Mariano Rajoy sean para un rescate de la Banca, la amnistía a los defraudadores de Hacienda y no incluir a la Iglesia a la hora de hacer recortes, además de culpabilizar de la situación a todos los ciudadanos por vivir por encima de sus posibilidades. Y encima se permite defenderse preguntando: “¿Qué pasaría si no hubiéramos hecho esto?”. Yo le respondería con otra pregunta: ¿cree usted que estaríamos peor?
DANIEL GUERRERO