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Mi regalo por su Primera Comunión

Es un soleado domingo de mayo, los niños ataviados con sus clásicos trajes de marineros en sus diversos rangos, las niñas con los suyos blancos, bordados, con aros para darle volumen, copia del que pocos años más tarde tal vez decidan ellas mismas ponerse, para cumplir con otro de los sacramentos que nuestra religión cristiana católica nos va ofreciendo a medida que vamos creciendo.

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La ceremonia ha sido muy emotiva, los niños y niñas han desfilado ante sus familias, han encendido sus velitas y han recitado algunos pasajes del evangelio ante la mirada atenta y orgullosa de sus padres, abuelos y demás familiares, prometiendo llevar una vida acorde con las enseñanzas de Jesús de Nazaret y de la Santa Madre Iglesia.

Terminada la ceremonia, todos salen jubilosos de la iglesia hermosamente engalanada de flores para la ocasión. Poco a poco se van dispersando para asistir al "banquete" posterior: unos lo harán en los salones de bodas; otros, en el chalet propio o de algún familiar; y el resto, tal vez por aquello de la crisis, se reunirán en una cochera, patio o sótano habilitado para la ocasión. Todos están contentos y relajados, comen, beben, ríen, se preguntan cómo les van las cosas y, casi sin excepción, se lamentan sobre la situación política y económica.

Han pasado casi tres horas de comida y convivencia y entonces llega el momento culminante de tan esperado día: la entrega de regalos. Los familiares aprovechan para estirar las piernas y se dirigen a los coches a recoger los obsequios para el niño o la niña.

Con gran expectación de los presentes y emoción de los agasajados, éstos van desenvolviendo uno a uno los regalos, los sobres con dinero los va guardando discretamente –la madre en el bolso o el padre en el bolsillo de la americana-. Los abuelos les han regalado el clásico libro de primera comunión, los relojes, la esclava de oro, o la medallita del mismo metal. Los tíos y amigos de los padres del niño, según el "compromiso", les van obsequiando con los más modernos juguetes electrónicos: equipos de música, Play Station, iPhones, tablets… y algunos de los clásicos, como balones de fútbol, de baloncesto, muñecas, alguna prenda de ropa, una bicicleta…

El receptor o receptora de tantos presentes tiene la percepción de que es merecedor de todo esto por ser el rey o reina de este día. Todo ocurre con normalidad, como estaba previsto, hasta que llega mi turno. Me he reservado para el final, presintiendo lo que iba a ocurrir. Le entrego una pequeña caja alargada envuelta en un papel de celofán azul intenso.

Nervioso por lo extraño del paquete, el niño arranca el papel con decisión y con gran asombro de éste y de los presentes, descubre que se trata de un cuchillo jamonero con una empuñadura de nácar donde lleva grabadas las iniciales de su nombre y la fecha de su primera comunión. Al instante, se produce un gran murmullo a nuestro alrededor. Los invitados, curiosos, observan con incredulidad la escena.

El padre, alentado por los comentarios que escucha a su alrededor, se atreve a romper con la inhibición que requieren las normas de cortesía y con los ojos enrojecidos de cólera me increpa diciendo: "¿Pero es que te has vuelto loco? ¡Regalarle esto a mi hijo! ¿No has pensado que puede hacerse una herida profunda o hacérsela a otro con el finísimo filo que tiene?".

"No tengas miedo. ¿No has visto las finas lonchas de jamón de bodega, cortadas con uno similar, que nos han deleitado el paladar? Es una herramienta muy útil", le respondo con calma.

"Eso nada tiene que ver", interviene la madre. "Ya tendrá tiempo de mayor, cuando llegue su momento; su padre le enseñará a usarlo sin que tenga peligro de dañarse con él". Sonrío levemente mientras dirijo la mirada al feliz niño que, ajeno a la discusión, se afana moviendo nerviosamente ambos pulgares, en enviarle un mensaje a través de "guasap" a su primo situado a escasos metros de él.

El resto de sus amiguitos hacen lo propio con sus cabecitas hundidas en las pantallas de sus maquinitas. El jardín de la casa de campo está esplendido, la primavera ha aflorado con todo su color y su aroma. Los columpios instalados junto al césped no se han movido en toda la tarde; las bicicletas, amarradas con sus cadenas, tienen las ruedas flojas de no usarse; los balones descansan en un rincón y los cubos sobre la arena cerca de la piscina suspiran aliviados al haber obtenido la atención de los más pequeños.

Siento que mi presencia es algo molesta y los murmullos sobre mi regalo no cesan a mi alrededor. Sus miradas se me clavan como una aguja y decido marcharme. Con cortesía, pero con una indisimulada frialdad, se despiden de mí tanto mis amigos anfitriones como el resto de invitados. Mi pareja no deja de reprocharme, de regreso a casa, lo inoportuno de mi regalo sin conseguir un ápice de arrepentimiento por mi parte.

Han pasado tres semanas desde aquel día cuando recibo una carta en mi buzón de correos remitida por Antonio y Paqui donde se me dice: "Queremos pedirte disculpas por la frialdad con que te despedimos aquel día. Hemos guardado bajo llave tu regalo junto con el iPhone 5; todavía no sabemos lo que hacer con la Play Station 3 y la Tablet, pero hemos inflado las bicicletas y ya nos conocen bien en la Vía Verde. Gracias por todo".

PEDRO A. GARCÍA
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