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Democracia cooptada

Cuando hay tantas cosas que leer, poco estímulo queda para escribir. En mi caso, los libros se acumulan en la mesa y en las estanterías. Aun empeñado en su lectura, cierta parte de mi atención se la lleva la actual tormenta partidista que, a cuenta de casos de corrupción varios y financiaciones ilegales poligenéticas, viene monopolizando el espacio de los medios de comunicación y de las redes sociales. Es difícil, por tanto, refugiarse en una cáscara de nuez, porque las pesadillas las produce uno en su propia mente y las malas noticias penetran cualquier obstáculo que uno quiera interponerles.

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No llegamos a cuarenta años de democracia constitucional en nuestro país, pero en ese espacio, corto en términos históricos, un par de generaciones de españoles han madurado lo bastante para reconocer en la trayectoria de los partidos políticos un movimiento moralmente descendente.

En aras de un pragmatismo institucional, o en términos de Weber, de una "ética de la responsabilidad", los partidos (grandes y pequeños, nacionales o circunscritos a una sola localidad) han devenido en estructuras cuyas características primeras recogidas por la Constitución resultan hoy impugnables, pues ante el estado actual de cosas, seríamos más que reticentes a aceptar que aquellos "concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política".

En gran medida, los partidos se han alienado de la confianza de la mayoría de la población. No es sólo que la apropiación de la actividad política ha sido aplastante hace pocos años, y que su mismo funcionamiento interno ha disuadido a muchos ciudadanos válidos y con inquietudes de acercarse a ellos, sino que ya se ha convertido en algo más que dudosa la posibilidad de que los partidos sean capaces de recoger la pluralidad y ser el famoso cauce de expresión política. Más bien tiene este artículo de la Constitución todas las trazas de ser un mito fundacional en el que hemos creído a pesar de la sucesión de escándalos durante todos estos años.

Quizá la desmedida importancia institucional de los partidos políticos nos ha conducido al estado actual de anomia política. El dominio absoluto de estos en la repartición del poder administrativo los ha convertido en enormes estructuras destinadas casi principalmente al acaparamiento de áreas de poder previo examen en las elecciones de diverso ámbito que se realizan en nuestro país cada dos años, aproximadamente.

Es muy probable que el problema sea sistémico, y al respecto se ha escrito mucha literatura filosófica y sociológica. Los partidos cazavotos, los partidos de masas, etc. Existen sobre la Democracia concepciones elitistas y meramente procedimentales, y otras más radicales. En cualquier caso, los ciudadanos, o, al menos, aquellos que no resuelven sus preocupaciones políticas con el voto, nunca deberían haber concedido tanto a aquellos que dan tan poco.

No nos engañemos, tanto a un lado como al otro del espectro político, sobre todo aquellos de mayor peso electoral (hasta ahora), los partidos se han arrogado en exclusiva el derecho no sólo de representación, sino también de expresión política. Ante una esfera pública controlada y adormecida por el interregno dictatorial, partidos y medios de comunicación, en feliz maridaje, han copado los tiempos y los temas de los asuntos que debían debatirse públicamente. Por no hablar de los asuntos que se han hurtado al escrutinio ciudadano.

Movimientos como el 15-M o Democracia Real Ya, a pesar del éxito relativo de sus objetivos (o su fracaso), demuestran que estos tiempos son diferentes a los anteriores. Podríamos ver el lado positivo de la crisis de legitimidad de los partidos políticos, y de las instituciones cooptadas por ellos, en que ha galvanizado ese prurito político ciudadano que en otros tiempos de alegría consumista y conformismo social sólo anidaba en individuos o grupos aislados, sin voluntad consciente de conformar demandas de gran alcance.

Además de oenegés caritativas o asistenciales, o fundaciones y think tanks sesgados ideológicamente, ahora han surgido movimientos y asociaciones con objetivos políticos, sociales y culturales que desbordan el espectro de votantes al que se dirigía la mayoría de los partidos.

Parece que en un número significativo, existen los ciudadanos cuyo sueño ya no es el de las vacaciones al extranjero y el consumo de bienes y servicios como razón de ser en el mundo, mientras cede sus expectativas políticas al partido cuyo líder sea más carismático.

Son mujeres y hombres que aspiran a hacer oír su voz, que protestan tanto en la calle como en las redes sociales, una vez que el altavoz o el espacio de los medios de comunicación sólo se concede a los que por su posición institucional o empresarial ya disponen de ellos.

Hay un término con el que se designa a todos estos grupos y asociaciones con afanes democratizadores que no pertenecen a la política institucionalizada ni al sector económico: "sociedad civil". Hay que lamentar, no obstante, que bajo ese concepto se han ocultado tanto en nuestra Comunidad como en el resto de España, diversos grupos de presión empresariales o satélites de los partidos cuyo objetivo es adquirir una pátina de legitimidad en sus demandas particulares o trasvasar al partido de turno la confianza de sus simpatizantes.

Una sociedad civil fuerte en nuestro tiempo debería implicar una afirmación de los derechos liberales clásicos, como son los derechos fundamentales recogidos en la Constitución, y una buena dosis de republicanismo, que conlleva una implicación decidida de la ciudadanía en la política y una esfera pública realmente abierta en la que los medios públicos constituyan una tribuna para los que no tienen otra y que han sido históricamente marginados.

No significa lo anterior que la sociedad civil deba invadir todo el espacio de lo político ni que se convierta en un órgano legislativo de facto. No obstante, no esperemos que los mismos partidos que han ocupado el poder en los ámbitos estatal y autonómico desde hace décadas se reformen desde dentro.

La inutilidad de sus esfuerzos (y seguramente su incapacidad) parece demostrada. Más bien, la alternativa reformista debe provenir desde esa sociedad civil que, con su impulso democratizador, obligue a los partidos y al Estado a profundizar en los principios constitucionales, muchos de los cuales en la actualidad invitan, lo más, a una sonrisa irónica.

UBALDO SUÁREZ
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