Durante mi infancia fueron frecuentes las charlas que con cualquier escusa mantenía con mi abuelo. Había vivido mucho (murió un mes de octubre con ciento siete años) y siempre me sorprendía su absoluta y distante visión global de todos los asuntos de actualidad: no se sorprendía por nada porque afirmaba que todo lo había vivido ya anteriormente.
Cuando era joven –me dijo una vez en cierta ocasión-, cualquier sospecha de corrupción o actuación ilícita era suficiente para que un cargo público se apartase de sus funciones hasta que el asunto quedase completamente esclarecido. Por aquella época se hizo muy famoso un tal Molina, que se encargó de extender la idea de que este método podía ser utilizado por cualquier rufián para arrojar sospechas infundadas sobre este o aquel político que fuese conveniente quitar de en medio, así que el listón, sin más remedio, hubo de subirse un peldaño.
Después se decidió que cualquier cargo público elegido democráticamente de manera directa o no, debía abandonar su puesto en el momento en que pesase sobre él alguna imputación, acordando que este hecho suponía una carga mayor que la mera sospecha basada en conjeturas particulares pues contaba con una investigación policial previa respaldada por la figura del juez; pero pronto salieron a la palestra aquellos malabaristas del birloque enarbolando la bandera de la presunción de inocencia.
Muchos mítines y algunos debates después, se llegó a la conclusión de que una imputación no bastaba para exigir la dimisión de ningún cargo público, ya que ésta se podía resolver de manera favorable para el imputado una vez demostrada su inocencia y, entonces, a ver quién devolvía la honra perdida a quien fue obligado a dimitir de su puesto.
Con un absoluto consenso parlamentario conseguido en un tiempo no menos sorprendente, se decidió, un tiempo más tarde, que únicamente una condena en firme podía suponer la dimisión de un cargo público; claro, que no contaron con que la condena que se imponía en los tribunales suponía la particular expiación del delito cometido, con lo que el reo volvía a reinsertarse en la sociedad como ciudadano libre de pleno derecho con su correspondiente posibilidad de ocupar cargo público si así lo decidían las urnas.
Unos años más tarde se celebró en el Parlamento una sesión extraordinaria en la que sus señorías debían decidir sobre la legalización de la marihuana, la prostitución y la corrupción. Pese al rechazo generalizado a las dos primeras propuestas, la última fue aprobada por una amplia mayoría absoluta.
Si lo desea, puede compartir este contenido:
Cuando era joven –me dijo una vez en cierta ocasión-, cualquier sospecha de corrupción o actuación ilícita era suficiente para que un cargo público se apartase de sus funciones hasta que el asunto quedase completamente esclarecido. Por aquella época se hizo muy famoso un tal Molina, que se encargó de extender la idea de que este método podía ser utilizado por cualquier rufián para arrojar sospechas infundadas sobre este o aquel político que fuese conveniente quitar de en medio, así que el listón, sin más remedio, hubo de subirse un peldaño.
Después se decidió que cualquier cargo público elegido democráticamente de manera directa o no, debía abandonar su puesto en el momento en que pesase sobre él alguna imputación, acordando que este hecho suponía una carga mayor que la mera sospecha basada en conjeturas particulares pues contaba con una investigación policial previa respaldada por la figura del juez; pero pronto salieron a la palestra aquellos malabaristas del birloque enarbolando la bandera de la presunción de inocencia.
Muchos mítines y algunos debates después, se llegó a la conclusión de que una imputación no bastaba para exigir la dimisión de ningún cargo público, ya que ésta se podía resolver de manera favorable para el imputado una vez demostrada su inocencia y, entonces, a ver quién devolvía la honra perdida a quien fue obligado a dimitir de su puesto.
Con un absoluto consenso parlamentario conseguido en un tiempo no menos sorprendente, se decidió, un tiempo más tarde, que únicamente una condena en firme podía suponer la dimisión de un cargo público; claro, que no contaron con que la condena que se imponía en los tribunales suponía la particular expiación del delito cometido, con lo que el reo volvía a reinsertarse en la sociedad como ciudadano libre de pleno derecho con su correspondiente posibilidad de ocupar cargo público si así lo decidían las urnas.
Unos años más tarde se celebró en el Parlamento una sesión extraordinaria en la que sus señorías debían decidir sobre la legalización de la marihuana, la prostitución y la corrupción. Pese al rechazo generalizado a las dos primeras propuestas, la última fue aprobada por una amplia mayoría absoluta.
PABLO POÓ