No deja de resultar llamativo que, en medio de todo tipo de noticias, reportajes y explicaciones técnicas proferidas en los medios de comunicación por los expertos respecto de la crisis económica, dos asuntos de casi exclusivo valor simbólico hayan atraído por algún tiempo los focos y las portadas de aquellos, y, por ende, de gran parte de la opinión pública que todavía confía en que le estructuren la realidad.
Estos dos asuntos, como ya habrán imaginado, son el contencioso de Gibraltar, tomando como excusa un asunto de menor enjundia, de tipo local, y lo que en mi ardor de columnista he denominado la guerra de las banderas.
Mi intención no es en absoluto, en el primer caso, pretender mostrarme como lo que no soy, otro experto en asuntos internacionales o de pesca de bajura ni, en el segundo, hacer una defensa de símbolos patrios.
Me explico: en realidad, lo que me interesa es poner de relieve el poder de arrastre de asuntos que, a pesar de vulnerar presuntamente costumbres o derechos de unos ciudadanos, no poseen una dimensión tan extraordinaria como la que pretenden hacernos creer el Gobierno y los medios de comunicación.
Sin embargo, es cierto que muchas personas sí sentirán una carga emocional considerable: en ambos casos, aquellas que posean como características constitutivas de su identidad el sentimiento nacionalista, una presunta ideología política o una determinada visión del mundo, percibirán aquellos incidentes casi como un ataque personal.
En el caso de Gibraltar, lo que era un problema menor a escala nacional (aunque comprendo que para los afectados el asunto es serio) respecto de un caladero, ha sido presentado, de nuevo, como un ultraje a la patria, un agravio a los españoles y una nueva muestra de arrogancia de la pérfida Albión.
En el segundo caso, unos jóvenes aspirantes a políticos se han fotografiado con la bandera franquista. El asunto no tendría mayor enjundia que el mostrar cómo ciertos afiliados a ese partido consideran a éste (sin duda, de manera errónea) heredero natural de los valores de aquel régimen.
En efecto, algunos ciudadanos de tendencia conservadora de este país creen que no es incompatible proclamarse demócrata y, al mismo, tiempo valorar de forma positiva la dictadura de Franco. A estas alturas, nos hemos acostumbrado a no considerar esto un escándalo cognitivo.
Al fin y al cabo, democracia significa respetar visiones tradicionalistas, conservadoras e incluso pre-ilustradas, siempre que no conlleven un ataque efectivo (y no meramente una pose nostálgica) contra nuestro Estado constitucional. No obstante, hay que señalar que la exhibición de símbolos que se consideran atentatorios contra los principios constitucionales, como la bandera franquista, está prohibida.
Es posible que, a fin de cuidar las formas, una rápida expulsión de los fotografiados habría servido para apaciguar la supuesta conmoción social, magnificada, no obstante, por algunos medios de comunicación. Sin embargo, un portavoz de ese partido, imagino que con un discurso estudiado, contrapuso la bandera franquista –un símbolo- a la bandera republicana –otro símbolo- y arremetiendo contra la II República.
Aparte del uso de falacias argumentativas varias y de una visión histórica sesgada en ambos casos, el Ejecutivo ha logrado que, al menos durante unos días, tanto la crisis de su partido como la económica (con la connivencia de unos medios de comunicación que se han prestado gustosos al espectáculo) pasaran a un segundo plano.
No por ello quiero decir que ambos asuntos no constituyan expresión de problemas reales, pero sí que podrían haber sido despachadas en la esfera diplomática, por un lado, y en la disciplinaria del partido, por otro, sin tantas alharacas ni aspavientos.
Pero más allá del simbolismo, siempre importante, me gustaría, siguiendo a Habermas, señalar que, si bien el nacionalismo ejerció en su momento histórico un importante papel cohesionador (en que unas comunidades y unos países se contraponían a otros con el buscado efecto homogeneizador de lenguas y costumbres), a estas alturas de interconexión mundial con la globalización económica, y la imparable permeabilización de nuestras sociedades, plurales en valores, creencias, lenguas y etnias, debería surgir en su lugar otro basado más bien en el orgullo de contar con un sistema de derechos y libertades que permite, al menos en teoría, que cada uno de nosotros lleve a cabo el plan de vida que considere mejor para sí mismo, que cada uno siga la idea del bien que por tradición o elección prefiera.
Hay que señalar, no obstante, que ese patriotismo constitucional debería estar basado en premisas que no se dan, al menos de modo óptimo, en ningún país. Es más bien un ideal regulatorio: el liberalismo de corte más progresista denunció hace tiempo la imposibilidad de cumplir con un plan de vida mínimamente satisfactorio si no se daban las circunstancias económicas y sociales adecuadas que nivelaran e integraran a sectores de la población depauperados o marginados. De ahí, nació, entre otras cosas, el Estado Social después de la II Guerra Mundial.
Así que no es de extrañar que, tras el continuo desmantelamiento del Estado del Bienestar y, en todo este tiempo, el fracaso de los distintos gobiernos nacionales y locales en disminuir la polaridad social, eliminar la pobreza, amén del incumplimiento en la promoción activa de la visibilidad y la voz de colectivos marginados, se recurra una y otra vez a ese nacionalismo basado en la comunidad, en la lengua y, a veces, en la genética para desviar la atención de la ciudadanía, que podría centrarse en su incompetencia e impostura.
Porque tras el ejercicio de impotencia política tanto del anterior Gobierno como del actual en materia económica y política, por no hablar del fracaso en la profundización de las libertades y de la promoción de valores democráticos y su aparente claudicación ante el poder financiero, uno tiende a pensar que vivimos (en palabras de Fernando Vallespín) pendientes de pequeñas mentiras, pero sin darnos cuenta del Gran Embuste.
Un Gran Embuste cuyo velo no podremos descorrer si no es mediante la democratización de la sociedad, del sistema político e, incluso, de muchos niveles de la economía (dando un paso atrás, por ejemplo, a la tendencia a eliminar a los sindicatos como actores en el diálogo social o de reducir al mínimo su papel).
Es decir, deberíamos considerar que la Constitución no es el final, sino el principio de un largo proceso de continua reforma y crítica que haga de España un país del que sentirnos, entonces sí, en verdad orgullosos.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Estos dos asuntos, como ya habrán imaginado, son el contencioso de Gibraltar, tomando como excusa un asunto de menor enjundia, de tipo local, y lo que en mi ardor de columnista he denominado la guerra de las banderas.
Mi intención no es en absoluto, en el primer caso, pretender mostrarme como lo que no soy, otro experto en asuntos internacionales o de pesca de bajura ni, en el segundo, hacer una defensa de símbolos patrios.
Me explico: en realidad, lo que me interesa es poner de relieve el poder de arrastre de asuntos que, a pesar de vulnerar presuntamente costumbres o derechos de unos ciudadanos, no poseen una dimensión tan extraordinaria como la que pretenden hacernos creer el Gobierno y los medios de comunicación.
Sin embargo, es cierto que muchas personas sí sentirán una carga emocional considerable: en ambos casos, aquellas que posean como características constitutivas de su identidad el sentimiento nacionalista, una presunta ideología política o una determinada visión del mundo, percibirán aquellos incidentes casi como un ataque personal.
En el caso de Gibraltar, lo que era un problema menor a escala nacional (aunque comprendo que para los afectados el asunto es serio) respecto de un caladero, ha sido presentado, de nuevo, como un ultraje a la patria, un agravio a los españoles y una nueva muestra de arrogancia de la pérfida Albión.
En el segundo caso, unos jóvenes aspirantes a políticos se han fotografiado con la bandera franquista. El asunto no tendría mayor enjundia que el mostrar cómo ciertos afiliados a ese partido consideran a éste (sin duda, de manera errónea) heredero natural de los valores de aquel régimen.
En efecto, algunos ciudadanos de tendencia conservadora de este país creen que no es incompatible proclamarse demócrata y, al mismo, tiempo valorar de forma positiva la dictadura de Franco. A estas alturas, nos hemos acostumbrado a no considerar esto un escándalo cognitivo.
Al fin y al cabo, democracia significa respetar visiones tradicionalistas, conservadoras e incluso pre-ilustradas, siempre que no conlleven un ataque efectivo (y no meramente una pose nostálgica) contra nuestro Estado constitucional. No obstante, hay que señalar que la exhibición de símbolos que se consideran atentatorios contra los principios constitucionales, como la bandera franquista, está prohibida.
Es posible que, a fin de cuidar las formas, una rápida expulsión de los fotografiados habría servido para apaciguar la supuesta conmoción social, magnificada, no obstante, por algunos medios de comunicación. Sin embargo, un portavoz de ese partido, imagino que con un discurso estudiado, contrapuso la bandera franquista –un símbolo- a la bandera republicana –otro símbolo- y arremetiendo contra la II República.
Aparte del uso de falacias argumentativas varias y de una visión histórica sesgada en ambos casos, el Ejecutivo ha logrado que, al menos durante unos días, tanto la crisis de su partido como la económica (con la connivencia de unos medios de comunicación que se han prestado gustosos al espectáculo) pasaran a un segundo plano.
No por ello quiero decir que ambos asuntos no constituyan expresión de problemas reales, pero sí que podrían haber sido despachadas en la esfera diplomática, por un lado, y en la disciplinaria del partido, por otro, sin tantas alharacas ni aspavientos.
Pero más allá del simbolismo, siempre importante, me gustaría, siguiendo a Habermas, señalar que, si bien el nacionalismo ejerció en su momento histórico un importante papel cohesionador (en que unas comunidades y unos países se contraponían a otros con el buscado efecto homogeneizador de lenguas y costumbres), a estas alturas de interconexión mundial con la globalización económica, y la imparable permeabilización de nuestras sociedades, plurales en valores, creencias, lenguas y etnias, debería surgir en su lugar otro basado más bien en el orgullo de contar con un sistema de derechos y libertades que permite, al menos en teoría, que cada uno de nosotros lleve a cabo el plan de vida que considere mejor para sí mismo, que cada uno siga la idea del bien que por tradición o elección prefiera.
Hay que señalar, no obstante, que ese patriotismo constitucional debería estar basado en premisas que no se dan, al menos de modo óptimo, en ningún país. Es más bien un ideal regulatorio: el liberalismo de corte más progresista denunció hace tiempo la imposibilidad de cumplir con un plan de vida mínimamente satisfactorio si no se daban las circunstancias económicas y sociales adecuadas que nivelaran e integraran a sectores de la población depauperados o marginados. De ahí, nació, entre otras cosas, el Estado Social después de la II Guerra Mundial.
Así que no es de extrañar que, tras el continuo desmantelamiento del Estado del Bienestar y, en todo este tiempo, el fracaso de los distintos gobiernos nacionales y locales en disminuir la polaridad social, eliminar la pobreza, amén del incumplimiento en la promoción activa de la visibilidad y la voz de colectivos marginados, se recurra una y otra vez a ese nacionalismo basado en la comunidad, en la lengua y, a veces, en la genética para desviar la atención de la ciudadanía, que podría centrarse en su incompetencia e impostura.
Porque tras el ejercicio de impotencia política tanto del anterior Gobierno como del actual en materia económica y política, por no hablar del fracaso en la profundización de las libertades y de la promoción de valores democráticos y su aparente claudicación ante el poder financiero, uno tiende a pensar que vivimos (en palabras de Fernando Vallespín) pendientes de pequeñas mentiras, pero sin darnos cuenta del Gran Embuste.
Un Gran Embuste cuyo velo no podremos descorrer si no es mediante la democratización de la sociedad, del sistema político e, incluso, de muchos niveles de la economía (dando un paso atrás, por ejemplo, a la tendencia a eliminar a los sindicatos como actores en el diálogo social o de reducir al mínimo su papel).
Es decir, deberíamos considerar que la Constitución no es el final, sino el principio de un largo proceso de continua reforma y crítica que haga de España un país del que sentirnos, entonces sí, en verdad orgullosos.
UBALDO SUÁREZ