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La mayoría silenciosa

Si bien es cierto que mi columna no pretende seguir la actualidad de manera estricta, también lo es que ésta resulta una fuente continua de estímulos para la reflexión. Por ejemplo, numerosas han sido las noticias, declaraciones y opiniones de todo tipo que durante los últimos días han copado el tiempo y el espacio de la mayoría de los medios de lo comunicación como consecuencia de la Diada y de la cadena humana independentista, que, al parecer, gozó de considerable apoyo popular.

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Sin embargo, de lo que a continuación hablaré no es del independentismo catalán en sí, asunto que da para mucho más que mil palabras. Hablaré, en cambio, de un término que surge de manera intermitente desde las instancias gubernamentales respecto de este y otros asuntos: la mayoría silenciosa.

A este respecto, una portavoz del Gobierno español, interpelada por su opinión sobre dicha cadena humana y demás manifestaciones independentistas, declaró: "Escuchamos a todos, también a la mayoría silenciosa", con el evidente sentido de que el Gobierno atendía y velaba por los derechos de los que se quedaron en casa ese día en Cataluña y que, interpretaba, no eran proclives a la causa independentista.

Anteriormente, en septiembre del año pasado, tras las movilizaciones y manifestaciones contra los recortes presupuestarios, el presidente del Gobierno prestó, de palabra, un homenaje "a la inmensa mayoría de los españoles que no se manifiesta". Aún hace más tiempo, un presidente de una comunidad autonómica indicaba, a raíz de una presentación por colectivos ecologistas de 30.000 firmas para paralizar un proyecto urbanístico, que eran muchos más los que no habían firmado.

En todos estos casos, los representantes del poder político y administrativo han intentado contrarrestar el éxito de movilización y de publicidad en la esfera pública de grupos que consideran hostiles o, al menos, contrarios a sus políticas, ya sean rivales ideológicos, partidistas o provenientes de la sociedad civil.

Precisamente, los ciudadanos y colectivos que intervienen en la esfera pública pretenden influir en el Legislativo y en el Ejecutivo, pues la participación en democracia no se limita a ejercer el voto en las fechas señaladas.

El esfuerzo de los portavoces de los partidos o del Ejecutivo por deslegitimar la intervención en la esfera pública de aquella parte de la ciudadanía que va en su contra se manifiesta, entre otras maneras, por atribuirse en exclusiva la acción política al haber resultado elegidos en unas elecciones o, en el caso que nos ocupa, por erigirse en portavoces exclusivos de la otra parte de la ciudadanía que no participa ni se manifiesta en el espacio público.

Sin embargo, la falacia salta a la vista cuando no puede asegurarse de manera absoluta que la opinión o las simpatías de los que no participan son idénticas a la del poder político contra el que se ha alzado la voz en la calle. Resulta algo más que descabellado pensar que los que por diversas razones se reservan su opinión o no muestran su apoyo o rechazo de manera explícita conforman un bloque homogéneo, una especie de macrosujeto, al que se le pueda, entonces, atribuir una posición en un sentido u otro.

Además, resulta cuando menos fascinante hacerse cargo de la posibilidad de que, de repente, el Gobierno (estatal o de una Comunidad) se haya convertido en el portavoz de los que hasta entonces no eran visibles ni audibles. Claro está que el matiz con el que se prende zanjar el debate es el de la superioridad de la "mayoría" contra la minoría problematizadora, reformadora o rebelde.

La paradoja consiste en que se pretende silenciar a los ciudadanos que ejercen su derecho a manifestarse y expresarse apelando a su supuesta condición de minoría, como si eso fuera un argumento en sí mismo. Es singular, a este propósito, que la fuerza y la insistencia con la que los políticos nos animan a votar a las elecciones es inversamente proporcional a su interés por que nos manifestemos y expresemos nuestras opiniones críticas en la esfera pública en el interregno entre aquellas, salvo que sea mediante el inofensivo procedimiento de las encuestas.

Por otro lado, la lucha en la arena política se libra en demasiadas ocasiones con una estrechez de miras y de conceptos que perjudica a la misma democracia. No resulta difícil imaginar que pueden blandirse buenos argumentos a favor y en contra de la independencia de Cataluña, tanto conceptuales a priori como evaluadores de las consecuencias políticas, económicas y sociales a posteriori. Igual que respecto de las medidas económicas con las que se pretende sortear la crisis, o con las decisiones más concretas como las de instalar un complejo gigante de casinos en la capital del Estado, o la de cambiar un terreno rústico a urbanizable.

No obstante, la presencia de esos buenos argumentos suele ser escasa, y, al menos en los medios de comunicación y en las tribunas políticas, ceden terreno con facilidad al palabrerío, a la soflama, a la consigna y la retórica mal entendida, ejercida ésta como instrumento manipulador de mentes y voluntades.

En este sentido, todos los actores que de manera estratégica juegan sus bazas en la esfera pública y aspiran a ser conformadores de opinión deberían encontrarse con una ciudadanía que hubiera interiorizado de manera fuerte no sólo los derechos de los modernos sino también de los antiguos, con los que no sólo aspiremos a que el Estado no se inmiscuya en nuestros asuntos privados sino a participar en los asuntos políticos de modo activo, en la promoción de los valores democráticos y en el ejercicio de la crítica.

Pues es esa crítica como característica primordial en la acción de los ciudadanos, que no son sólo los receptores de las Leyes, sino el origen de su legitimidad, la que enriquece a la democracia y a la sociedad en su conjunto: gracias a ella, en particular, cuestionamos tradiciones que han dejado de sernos útiles o que ahora consideramos discriminatorias e injustas; visibilizamos grupos marginados y ayudamos a potenciar su dignidad y autonomía, mejoramos los procedimientos de toma de decisiones, luchamos por una mayor representatividad política, abogamos por la redistribución de la riqueza y evitamos polaridades sociales injustas, etc.

Porque una sociedad democrática, como recuerda el filósofo John Dryzek, es en muchos aspectos importantes aquella que se esfuerza continuamente por mejorar la democracia misma, más que considerar esta un orden de cosas fijado de manera definitiva.

Concluyo señalando que si se cercena la posibilidad de que la ciudadanía exprese sus críticas, dejando la esfera pública como coto de los lobbies económicos y del poder político, si, además, no se posibilita una mínima transparencia de la administración pública y de partidos y sindicatos, y, finalmente, si no se ejerce un control de riesgos de la actividad de entidades financieras, bancos, grandes empresas y corporaciones transnacionales, podrán algunos voceros alardear todo lo que quieran de nuestro sistema político e, incluso, enumerar una larga lista de sus bondades, pero lo que de verdad no será nunca es una democracia.

UBALDO SUÁREZ
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