En relación con los recientes acontecimientos que pugnan por atraer nuestra atención ciudadana, ya sea la fallida tentativa de varias instituciones públicas por conseguir que Madrid fuera sede de los Juegos Olímpicos, ya la supuesta erosión de la confianza en el Gobierno del país y del partido que lo sustenta o, incluso, el caso Bárcenas, un elemento omnipresente en la noticia es la presencia de la encuesta o sondeo de opinión.
Empezando desde la más rudimentaria, en el sentido de una menor rigurosidad, casi cada periódico (al menos en su versión digital) pregunta diariamente a sus lectores sobre algún asunto de actualidad. No es infrecuente que nos encontremos con la pregunta: "¿Está Vd. a favor de ..? Sí/No". Incluso de asuntos que por su complejidad es difícil que pudieran tener una respuesta sensata de una persona no experta.
O, en el caso de las televisiones, esos programas cuyos reporteros salen a la calle, abordan a cualquier viandante y le preguntan cuál es su opinión sobre la noticia de turno en ese momento. Luego, se presentan esas opiniones como "la voz de la calle". La cadena "le toma el pulso" a la actualidad, etc., etc. Gracias al medio de comunicación, conocemos entonces, la "verdadera opinión" de la ciudadanía.
En ambos casos, tanto la pregunta del diario digital como la grabación en la calle no está sujeta a ningún tipo de control mínimo con el que se pueda certificar la validez de la encuesta o, al menos, las condiciones en que se han planteado las preguntas. No se debería hacer pasar por la opinión de la ciudadanía lo que no son sino respuestas seleccionadas a preguntas a bocajarro.
En segundo lugar, respecto de los sondeos serios, es decir, de los realizados por agencias especializadas, siempre nos queda la duda, en la mayoría de los casos, de conocer los datos relevantes en cuanto a su elaboración: quién la ha encargado, cuál es la metodología, qué características tienen los encuestados, qué se pretende con ella en realidad.
Por ejemplo, la alcaldesa de Madrid en los días previos a la elección de la sede olímpica, manifestó que el 91 por ciento de los españoles estaban a favor de que Madrid se postulara. La mayoría de los medios repitieron sus palabras, y sólo en uno pude encontrar la empresa encargada de hacer el sondeo.
Todo hay que decirlo, esa encuesta estaba encargada por la entidad que gestionaba la candidatura madrileña, por lo cual no es difícil suponer que su intención era reforzar la impresión de unanimidad que, a marchas forzadas y a última hora, debía suscitar en España dicha aspiración olímpica. Encuesta que, además, se sumaba al bombardeo de elogios en la televisión pública y en algunos periódicos de tirada nacional.
No deja de ser significativa la nula cobertura de las opiniones en contra. De alguna manera, el ciudadano volvía a ser rehén de las consignas emanadas desde las instituciones y se limitaba, una vez más, a ser agente pasivo y mudo sorbedor de información sesgada, como es corriente.
Por otro lado, entre filósofos, sociólogos y politólogos, los sondeos tienen una importancia relativa. Me explico: tienen un valor constatativo de opinión, a lo sumo; pero carecen de peso argumentativo. Con ello, quiero decir que al sondeado no se le confronta con sus propias opiniones, no se le exige argumentarlas, proceso mediante el cual podría verse impulsado a cambiarlas o a matizarlas.
No obstante, los medios de comunicación y los políticos favorecidos en su caso por ellos tienden a considerarlas en calidad de juicios absolutos, como representativas. Así, en muchos casos se piden incluso dimisiones políticas, como si los procedimientos democráticos al uso, por insuficientes que podamos pensar que sean, debieran ceder paso a las encuestas hechas en tal o cual coyuntura.
De nuevo, la esfera pública es invadida por gabinetes de comunicación y especialistas en marketing que, en alianza con algunos medios informativos, pretenden constituir una opinión pública ad hoc que, en realidad, no representa a nadie, salvo a ellos mismos. Entonces, ¿qué peso debería tener todo este abigarrado conjunto de datos, barras, columnas y gráficos de colores varios en la esfera pública?
Poco, aparte de aportar cifras cuyas interpretaciones suelen ser muy variopintas (y pintorescas), y más si se entiende aquella esfera como el lugar donde debería producirse el entrecruzamiento y la competencia de argumentos. Y es que la encuesta refleja, en la gran mayoría de los casos, el momento prerreflexivo, a veces irracional, en el que predomina la intuición, la sensación o el simple capricho antes que la ponderación de argumentos y de buenas razones.
Además, no nos cansaremos de repetir que la esfera pública de un país con un régimen político democrático no debe ser cooptada por los partidos políticos ni abandonada al interés empresarial de los medios de comunicación o de otros conglomerados económicos, salvo que queramos arriesgarnos a que el impulso crítico y reformador que proviene de la problematización de los asuntos de diversa índole por parte de los ciudadanos quede ahogado y que, como consecuencia, la misma sociedad languidezca.
Por otro lado, es posible que lo que se reprime en su espacio natural –la libre e igualitaria expresión de opiniones en la esfera pública-, bulla y rebose en otros ámbitos menos apropiados para ello. El peligro de querer controlar el espacio público puede tener así el paradójico efecto de golpear la estabilidad del sistema.
La famosa estabilidad de la que tanto hablan los políticos, y en cuya defensa suelen enarbolarse las banderas de la unanimidad plebiscitaria y de la conformidad inducida, pone en peligro la esencia misma de la democracia, entendida esta como un régimen en el que los ciudadanos son libres e iguales.
Planteémonos, si no, la pregunta de cómo podríamos defender los derechos protegidos en la Constitución y en las leyes si tuviéramos vedado el acceso a un espacio público donde reivindicarlos o denunciar su vulneración. Es fácil prever que los derechos quedarían reducidos a una nominalidad inane, pues en la práctica se los podría atropellar con impunidad.
Para terminar: sin un espacio donde plantear demandas e inquietudes, sin un foro público donde el ciudadano pueda exponer sus razones en pie de igualdad con las grandes corporaciones, partidos políticos y demás lobbies, la democracia pierde su razón de ser.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Empezando desde la más rudimentaria, en el sentido de una menor rigurosidad, casi cada periódico (al menos en su versión digital) pregunta diariamente a sus lectores sobre algún asunto de actualidad. No es infrecuente que nos encontremos con la pregunta: "¿Está Vd. a favor de ..? Sí/No". Incluso de asuntos que por su complejidad es difícil que pudieran tener una respuesta sensata de una persona no experta.
O, en el caso de las televisiones, esos programas cuyos reporteros salen a la calle, abordan a cualquier viandante y le preguntan cuál es su opinión sobre la noticia de turno en ese momento. Luego, se presentan esas opiniones como "la voz de la calle". La cadena "le toma el pulso" a la actualidad, etc., etc. Gracias al medio de comunicación, conocemos entonces, la "verdadera opinión" de la ciudadanía.
En ambos casos, tanto la pregunta del diario digital como la grabación en la calle no está sujeta a ningún tipo de control mínimo con el que se pueda certificar la validez de la encuesta o, al menos, las condiciones en que se han planteado las preguntas. No se debería hacer pasar por la opinión de la ciudadanía lo que no son sino respuestas seleccionadas a preguntas a bocajarro.
En segundo lugar, respecto de los sondeos serios, es decir, de los realizados por agencias especializadas, siempre nos queda la duda, en la mayoría de los casos, de conocer los datos relevantes en cuanto a su elaboración: quién la ha encargado, cuál es la metodología, qué características tienen los encuestados, qué se pretende con ella en realidad.
Por ejemplo, la alcaldesa de Madrid en los días previos a la elección de la sede olímpica, manifestó que el 91 por ciento de los españoles estaban a favor de que Madrid se postulara. La mayoría de los medios repitieron sus palabras, y sólo en uno pude encontrar la empresa encargada de hacer el sondeo.
Todo hay que decirlo, esa encuesta estaba encargada por la entidad que gestionaba la candidatura madrileña, por lo cual no es difícil suponer que su intención era reforzar la impresión de unanimidad que, a marchas forzadas y a última hora, debía suscitar en España dicha aspiración olímpica. Encuesta que, además, se sumaba al bombardeo de elogios en la televisión pública y en algunos periódicos de tirada nacional.
No deja de ser significativa la nula cobertura de las opiniones en contra. De alguna manera, el ciudadano volvía a ser rehén de las consignas emanadas desde las instituciones y se limitaba, una vez más, a ser agente pasivo y mudo sorbedor de información sesgada, como es corriente.
Por otro lado, entre filósofos, sociólogos y politólogos, los sondeos tienen una importancia relativa. Me explico: tienen un valor constatativo de opinión, a lo sumo; pero carecen de peso argumentativo. Con ello, quiero decir que al sondeado no se le confronta con sus propias opiniones, no se le exige argumentarlas, proceso mediante el cual podría verse impulsado a cambiarlas o a matizarlas.
No obstante, los medios de comunicación y los políticos favorecidos en su caso por ellos tienden a considerarlas en calidad de juicios absolutos, como representativas. Así, en muchos casos se piden incluso dimisiones políticas, como si los procedimientos democráticos al uso, por insuficientes que podamos pensar que sean, debieran ceder paso a las encuestas hechas en tal o cual coyuntura.
De nuevo, la esfera pública es invadida por gabinetes de comunicación y especialistas en marketing que, en alianza con algunos medios informativos, pretenden constituir una opinión pública ad hoc que, en realidad, no representa a nadie, salvo a ellos mismos. Entonces, ¿qué peso debería tener todo este abigarrado conjunto de datos, barras, columnas y gráficos de colores varios en la esfera pública?
Poco, aparte de aportar cifras cuyas interpretaciones suelen ser muy variopintas (y pintorescas), y más si se entiende aquella esfera como el lugar donde debería producirse el entrecruzamiento y la competencia de argumentos. Y es que la encuesta refleja, en la gran mayoría de los casos, el momento prerreflexivo, a veces irracional, en el que predomina la intuición, la sensación o el simple capricho antes que la ponderación de argumentos y de buenas razones.
Además, no nos cansaremos de repetir que la esfera pública de un país con un régimen político democrático no debe ser cooptada por los partidos políticos ni abandonada al interés empresarial de los medios de comunicación o de otros conglomerados económicos, salvo que queramos arriesgarnos a que el impulso crítico y reformador que proviene de la problematización de los asuntos de diversa índole por parte de los ciudadanos quede ahogado y que, como consecuencia, la misma sociedad languidezca.
Por otro lado, es posible que lo que se reprime en su espacio natural –la libre e igualitaria expresión de opiniones en la esfera pública-, bulla y rebose en otros ámbitos menos apropiados para ello. El peligro de querer controlar el espacio público puede tener así el paradójico efecto de golpear la estabilidad del sistema.
La famosa estabilidad de la que tanto hablan los políticos, y en cuya defensa suelen enarbolarse las banderas de la unanimidad plebiscitaria y de la conformidad inducida, pone en peligro la esencia misma de la democracia, entendida esta como un régimen en el que los ciudadanos son libres e iguales.
Planteémonos, si no, la pregunta de cómo podríamos defender los derechos protegidos en la Constitución y en las leyes si tuviéramos vedado el acceso a un espacio público donde reivindicarlos o denunciar su vulneración. Es fácil prever que los derechos quedarían reducidos a una nominalidad inane, pues en la práctica se los podría atropellar con impunidad.
Para terminar: sin un espacio donde plantear demandas e inquietudes, sin un foro público donde el ciudadano pueda exponer sus razones en pie de igualdad con las grandes corporaciones, partidos políticos y demás lobbies, la democracia pierde su razón de ser.
UBALDO SUÁREZ