Vivimos en una época en la que parece que todo se tambalea; un tiempo en el que las certezas con las que contábamos acerca de la sociedad y de nosotros mismos se nos vienen abajo como un castillo de naipes. Y no solo es la crisis económica la que se está llevando por delante muchas de las convicciones que teníamos, sino que me atrevería a decir que estamos en una verdadera crisis social y cultural.
Y al decir "cultural", me refiero al conjunto de valores sólidos en los que creíamos, los que dábamos por descontado, ya que eran el resultado de muchos años de historia en los que el ser humano había ido cimentando todo un conjunto de conocimientos y sabiduría que se iban transmitiendo de unas generaciones a otras.
Ahora parece que esos valores empiezan a evaporarse, al ser sustituidos por otros más volátiles que vienen a ocupar el lugar que dejan aquellos a los que nunca deberíamos renunciar, so pena de entrar en un camino de declive moral.
No me cabe la menor duda de que “la verdad”, esa idea que desde los clásicos griegos ha sido el centro del pensamiento, la reflexión y el fundamento del resto de los valores, camina tambaleándose, pues el escepticismo o la indiferencia parece apoderarse de las viejas y las nuevas generaciones, ante el lamentable panorama que contemplan con ojos atónitos.
Es urgente, pues, que volvamos a reafirmarnos en esos valores esenciales. Y nada mejor que reflexionar sobre sus significados, para, de nuevo, reivindicarlos; no solo en el ámbito de la teoría, sino, y lo que es más importante, para llevarlos a la práctica.
Como en otras ocasiones, quisiera comenzar la reflexión del tema que abordamos con un aforismo de Carlos Castilla del Pino que nos puede servir de entrada: “La verdad es un problema ético y epistemológico. El primero concierne a la veracidad y su territorio, la relación interpersonal; el segundo, a nuestra posibilidad de conocimiento del mundo: ¿sabemos o no sabemos lo que el mundo es?; una cuestión de objetividad”.
Creo necesaria esta primera distinción, puesto que en el primer caso se alude a la sinceridad o la buena fe con la que podemos actuar en nuestra vida social, en la que cabe el error, no así la mentira. Así, por ejemplo, una persona puede creer y decir que el río Amazonas desemboca en el Pacífico; ciertamente, es un error, pero su declaración estaba realizada sin intención de engañar a quien le escuchaba.
En el segundo caso, la idea de la verdad se centra en el conocimiento justo de la realidad exterior que nos envuelve y del que somos parte. De este modo, podemos decir que no es una verdad científica o geográfica que el río Amazonas desemboque en el océano descrito, sino en el Atlántico.
El campo científico se centra en el conocimiento de la verdad dentro de este segundo ámbito. Pero no es esta verdad la que está siendo puesta en cuestionamiento, pues, por un lado, la ciencia no puede basarse en la mentira, en conclusiones inciertas o en medias verdades; por otro, el prestigio que tiene la ciencia entre la mayoría de la población, por suerte, está a salvo.
Aquí me refiero a la verdad que rige el comportamiento y las relaciones entre los seres humanos, puesto que es esta la que parece que pierde enteros cada día. Ya casi nadie se fía de nadie, y no digamos de los personajes que ostentan algún cargo público: la desconfianza hacia ellos es tal que cuando hablan siempre sospechamos de que nos están ocultando algo, que juegan con intereses espurios.
Y es que la verdad se aproxima a valores tan difíciles de cumplir de manera constante como la sinceridad, la veracidad, la autenticidad o la buena fe. Valores que, con algunos matices distintos, aluden a la honestidad humana.
Dentro de esos matices, viene bien la declaración del filósofo francés André Comte-Sponville cuando nos dice que “Ser sincero es no mentir al otro; tener buena fe es no mentir al otro ni a uno mismo, ya que la buena fe quiere, tanto entre los hombres como en el interior de cada uno de ellos, el máximo de verdad posible, el máximo de autenticidad posible y el mínimo, por tanto, de trucajes o disimulo”.
Pudiera parecer que, a pesar de que uno no se manifieste con toda claridad, íntimamente lo tiene claro y sabe la verdad que no dice; cosa que no siempre sucede. Volviendo a Castilla del Pino, vemos que se interroga sobre ello y nos apunta una respuesta:
“¿Es la vida íntima la vida en la que somos veraces? Eso se cree, pero se está en el error. Si en la vida pública existe el ‘engaño’, concertado, de la convención, en la íntima está el engaño libremente elegido, y, por tanto, de difícil remedio”.
Según lo expuesto, hay gente que acaba “creyéndose sus propias mentiras”. Y esto no es tan infrecuente, pues tenemos que reconocer que decir la verdad, el ser sincero, en más de una ocasión presenta verdaderos inconvenientes prácticos, aunque a la larga sea un verdadero motivo de satisfacción.
A pesar de este desconcierto en el que vivimos, existen personas que realmente han hecho de la sinceridad una forma de vida. Tomo del filósofo francés del siglo XVII, François de la Rochefoucauld, y de su obra Máximas y reflexiones, un párrafo que explica bien lo indicado:
“La sinceridad es una apertura del corazón que nos hace mostrarnos tal y como somos; es un amor a la verdad, una repugnancia hacia el disfraz, un deseo de resarcirnos de nuestros defectos y de disminuirlos incluso por el mérito de confesarlos”.
¿Y cuánta gente está hoy dispuesta a reconocer sus errores y admitir sus equivocaciones? Mucho me temo que no son muchos, porque vivimos instalados en las verdades a medias, en el disimulo, en la cultura de la apariencia y de la comodidad.
Son las razones por las que los escritores suizos Louis Dumur y Henri Frédéric Amiel, de manera pesimista, llegaran a decir, el primero, que “Los hombres no quieren la verdad, no quieren sino que se les disfrace la mentira” o, el segundo, que “Lo que gobierna a los hombres es el miedo a la verdad”.
Y es que a ocultar la verdad se aprende muy pronto. Ya desde pequeño, el niño entiende que decir la verdad le puede crear problemas, por lo que pronto sabe qué es lo que debe decir y aquello que conviene callar, especialmente cuando se trata de manifestar los propios sentimientos con respecto a los demás.
Por otro lado, no es que necesariamente haya siempre que decir la verdad, en cualquier circunstancia o situación, ya que, tal como decía Jaime Balmes, “la franqueza tiene sus límites, allende los cuales pasa a ser necedad”, o el psicólogo y psiquiatra austriaco Alfred Adler cuando nos advertía que “la verdad es a menudo un arma de agresión. Es posible morir e, incluso, asesinar con la verdad”.
De ahí que, volviendo atrás, la expresión de “la buena fe” sea la mejor forma de manifestar la verdad, puesto que con ella no se pretende dañar o se evite, de un modo u otro, difamar a la persona de la cual se está hablando.
Con todo, y a pesar de todos los matices que podríamos aportar, la verdad, la sinceridad y la buena fe son totalmente necesarias en un mundo que camina hacia la apariencia y el simulacro como forma de comportamiento que se generaliza, y que, como máscara que oculta una realidad difícil de conocer, acaba creando un ambiente tóxico que nos alcanza a todos.
Para cerrar, quisiera traer unas palabras del filósofo Aurelio Arteta que aparecen en su último libro Tantos tontos tópicos, ya que nos acerca a otra idea importante: el miedo a la verdad. Dice así:
“El miedo al poder del autócrata se acompaña del miedo al poder ejercido por la sociedad misma. Lo que sabemos con certeza es que el resultado habitual de quien abandona del círculo de los que sólo miran y se enfrenta a la injusticia y a sus responsables… es la soledad”.
Esa es en última instancia el riesgo de todo aquel que no solo mira, sino que se compromete honestamente, dice la verdad y se expresa sin miedo: el aislamiento y el ver que aquellos en los que confiaba le dan la espalda.
Y al decir "cultural", me refiero al conjunto de valores sólidos en los que creíamos, los que dábamos por descontado, ya que eran el resultado de muchos años de historia en los que el ser humano había ido cimentando todo un conjunto de conocimientos y sabiduría que se iban transmitiendo de unas generaciones a otras.
Ahora parece que esos valores empiezan a evaporarse, al ser sustituidos por otros más volátiles que vienen a ocupar el lugar que dejan aquellos a los que nunca deberíamos renunciar, so pena de entrar en un camino de declive moral.
No me cabe la menor duda de que “la verdad”, esa idea que desde los clásicos griegos ha sido el centro del pensamiento, la reflexión y el fundamento del resto de los valores, camina tambaleándose, pues el escepticismo o la indiferencia parece apoderarse de las viejas y las nuevas generaciones, ante el lamentable panorama que contemplan con ojos atónitos.
Es urgente, pues, que volvamos a reafirmarnos en esos valores esenciales. Y nada mejor que reflexionar sobre sus significados, para, de nuevo, reivindicarlos; no solo en el ámbito de la teoría, sino, y lo que es más importante, para llevarlos a la práctica.
Como en otras ocasiones, quisiera comenzar la reflexión del tema que abordamos con un aforismo de Carlos Castilla del Pino que nos puede servir de entrada: “La verdad es un problema ético y epistemológico. El primero concierne a la veracidad y su territorio, la relación interpersonal; el segundo, a nuestra posibilidad de conocimiento del mundo: ¿sabemos o no sabemos lo que el mundo es?; una cuestión de objetividad”.
Creo necesaria esta primera distinción, puesto que en el primer caso se alude a la sinceridad o la buena fe con la que podemos actuar en nuestra vida social, en la que cabe el error, no así la mentira. Así, por ejemplo, una persona puede creer y decir que el río Amazonas desemboca en el Pacífico; ciertamente, es un error, pero su declaración estaba realizada sin intención de engañar a quien le escuchaba.
En el segundo caso, la idea de la verdad se centra en el conocimiento justo de la realidad exterior que nos envuelve y del que somos parte. De este modo, podemos decir que no es una verdad científica o geográfica que el río Amazonas desemboque en el océano descrito, sino en el Atlántico.
El campo científico se centra en el conocimiento de la verdad dentro de este segundo ámbito. Pero no es esta verdad la que está siendo puesta en cuestionamiento, pues, por un lado, la ciencia no puede basarse en la mentira, en conclusiones inciertas o en medias verdades; por otro, el prestigio que tiene la ciencia entre la mayoría de la población, por suerte, está a salvo.
Aquí me refiero a la verdad que rige el comportamiento y las relaciones entre los seres humanos, puesto que es esta la que parece que pierde enteros cada día. Ya casi nadie se fía de nadie, y no digamos de los personajes que ostentan algún cargo público: la desconfianza hacia ellos es tal que cuando hablan siempre sospechamos de que nos están ocultando algo, que juegan con intereses espurios.
Y es que la verdad se aproxima a valores tan difíciles de cumplir de manera constante como la sinceridad, la veracidad, la autenticidad o la buena fe. Valores que, con algunos matices distintos, aluden a la honestidad humana.
Dentro de esos matices, viene bien la declaración del filósofo francés André Comte-Sponville cuando nos dice que “Ser sincero es no mentir al otro; tener buena fe es no mentir al otro ni a uno mismo, ya que la buena fe quiere, tanto entre los hombres como en el interior de cada uno de ellos, el máximo de verdad posible, el máximo de autenticidad posible y el mínimo, por tanto, de trucajes o disimulo”.
Pudiera parecer que, a pesar de que uno no se manifieste con toda claridad, íntimamente lo tiene claro y sabe la verdad que no dice; cosa que no siempre sucede. Volviendo a Castilla del Pino, vemos que se interroga sobre ello y nos apunta una respuesta:
“¿Es la vida íntima la vida en la que somos veraces? Eso se cree, pero se está en el error. Si en la vida pública existe el ‘engaño’, concertado, de la convención, en la íntima está el engaño libremente elegido, y, por tanto, de difícil remedio”.
Según lo expuesto, hay gente que acaba “creyéndose sus propias mentiras”. Y esto no es tan infrecuente, pues tenemos que reconocer que decir la verdad, el ser sincero, en más de una ocasión presenta verdaderos inconvenientes prácticos, aunque a la larga sea un verdadero motivo de satisfacción.
A pesar de este desconcierto en el que vivimos, existen personas que realmente han hecho de la sinceridad una forma de vida. Tomo del filósofo francés del siglo XVII, François de la Rochefoucauld, y de su obra Máximas y reflexiones, un párrafo que explica bien lo indicado:
“La sinceridad es una apertura del corazón que nos hace mostrarnos tal y como somos; es un amor a la verdad, una repugnancia hacia el disfraz, un deseo de resarcirnos de nuestros defectos y de disminuirlos incluso por el mérito de confesarlos”.
¿Y cuánta gente está hoy dispuesta a reconocer sus errores y admitir sus equivocaciones? Mucho me temo que no son muchos, porque vivimos instalados en las verdades a medias, en el disimulo, en la cultura de la apariencia y de la comodidad.
Son las razones por las que los escritores suizos Louis Dumur y Henri Frédéric Amiel, de manera pesimista, llegaran a decir, el primero, que “Los hombres no quieren la verdad, no quieren sino que se les disfrace la mentira” o, el segundo, que “Lo que gobierna a los hombres es el miedo a la verdad”.
Y es que a ocultar la verdad se aprende muy pronto. Ya desde pequeño, el niño entiende que decir la verdad le puede crear problemas, por lo que pronto sabe qué es lo que debe decir y aquello que conviene callar, especialmente cuando se trata de manifestar los propios sentimientos con respecto a los demás.
Por otro lado, no es que necesariamente haya siempre que decir la verdad, en cualquier circunstancia o situación, ya que, tal como decía Jaime Balmes, “la franqueza tiene sus límites, allende los cuales pasa a ser necedad”, o el psicólogo y psiquiatra austriaco Alfred Adler cuando nos advertía que “la verdad es a menudo un arma de agresión. Es posible morir e, incluso, asesinar con la verdad”.
De ahí que, volviendo atrás, la expresión de “la buena fe” sea la mejor forma de manifestar la verdad, puesto que con ella no se pretende dañar o se evite, de un modo u otro, difamar a la persona de la cual se está hablando.
Con todo, y a pesar de todos los matices que podríamos aportar, la verdad, la sinceridad y la buena fe son totalmente necesarias en un mundo que camina hacia la apariencia y el simulacro como forma de comportamiento que se generaliza, y que, como máscara que oculta una realidad difícil de conocer, acaba creando un ambiente tóxico que nos alcanza a todos.
Para cerrar, quisiera traer unas palabras del filósofo Aurelio Arteta que aparecen en su último libro Tantos tontos tópicos, ya que nos acerca a otra idea importante: el miedo a la verdad. Dice así:
“El miedo al poder del autócrata se acompaña del miedo al poder ejercido por la sociedad misma. Lo que sabemos con certeza es que el resultado habitual de quien abandona del círculo de los que sólo miran y se enfrenta a la injusticia y a sus responsables… es la soledad”.
Esa es en última instancia el riesgo de todo aquel que no solo mira, sino que se compromete honestamente, dice la verdad y se expresa sin miedo: el aislamiento y el ver que aquellos en los que confiaba le dan la espalda.
AURELIANO SÁINZ