Los cimientos sobre los que se asienta la sociedad contemporánea son puramente economicistas. La economía, antiguo instrumento al servicio de la sociedad, se ha convertido en la infraestructura que determina y define la superestructura social, modos de vida en común que dependen de los intereses de los grupos de poder dominantes que controlan los procesos de producción y tecnológicos.
La sociedad, el sistema social que se forma a través de tradiciones, creencias, leyes, ideas y actitudes que comparten sus integrantes, está condicionada a preservar y garantizar los intereses del Capital. Lo estamos comprobando con dolorosa claridad gracias a las decisiones que, presuntamente implementadas para combatir una crisis surgida hace cinco años en el sistema financiero, nos imponen lo que se ha venido en llamar “mercados”: entes sin rostro y sin alma que anteponen el beneficio y la rentabilidad mercantil a las personas.
Por interés económico, nos obligan a renunciar de nuestros sistemas de protección social para conseguir rebajar la “deuda” de los Estados que ellos estiman inasumible y contraproducente para el “negocio”. Su poder es tan absoluto que hasta nos contagian su jerga. Nuestro lenguaje se ha contaminado de términos contables con los que describimos esa realidad de pobreza a la que nos empujan los todopoderosos mercados.
De hecho, ya no medimos la utilidad de un servicio público en función de las necesidades que satisface, sino por si es “sostenible” o no. La sanidad, la educación o las pensiones están en cuestión por cálculos mercantiles, a pesar de que su financiación provenga de los impuestos que pagan los ciudadanos.
Sin embargo, tal “inversión” de los Presupuestos del Estado en servicios públicos es considerada un “gasto” por una infraestructura económica que nos obliga a sustituirla por la ofertada por la iniciativa privada, lo que interesa prioritariamente al “mercado”.
Es decir, nuestro estilo de vida sustentado en un Estado del Bienestar está siendo concienzudamente destruido para levantar sobre sus restos una sociedad regida por el neoliberalismo económico, capitalista sin caretas, que interesa a los detentadores de los modos de producción. Todo ello sin votarlos y sin tener en cuenta la opinión de los ciudadanos al respecto. Dada esta dependencia, los Estados han dejado de ser democráticos, por cuanto nadie elige a los dictan las normas.
Sin embargo, esta deriva neoliberal de los Estados era algo inevitable en tanto en cuanto nuestro bienestar se basa en la explotación de los recursos –naturales o técnicos- y la estratificación de la sociedad en élites que detentan el poder y unas masas que producen y consumen tales recursos, generando el negocio y la productividad de las inversiones.
La globalización ha acelerado el proceso y una oportuna crisis lo ha precipitado. Existe toda una abierta ofensiva de los pudientes para no contribuir de ninguna manera en el sostenimiento de un modelo de sociedad que consideran lesivo a sus intereses y a su concepción de las relaciones de fuerza.
La élite económico-política-social ha decidido cambiar los “viejos” Estados “protectores”, surgidos tras II Guerra Mundial, por Estados liberales que permitan actuar al mercado sin interferencias ni regulaciones, salvo si no es para garantizar la obtención de sus beneficios.
De esta manera, se añade a las Constituciones la debida referencia a la supremacía del deber de saldar la deuda antes que cualquier otro derecho ciudadano. Y se desmantela pieza a pieza todo el sistema de auxilio social que se había consolidado durante generaciones, no por Humanidad sino como premisa básica para dotar a las masas de cierta estabilidad a la hora de producir y consumir en un incipiente mercado interno, para dejar en su lugar la libertad de oferta y demanda, sin intervencionismo estatal, movido por el lucro como único objetivo.
El Estado, que dada su dependencia no es democrático, deja de ser social para ser mercantil. No antepone los intereses sociales, sino que protege la rentabilidad de los mercados, a los que supedita toda su actuación mediadora y reguladora. Deja que el mercado imponga sus condiciones y no defiende los derechos de las personas que conforman el núcleo esencial de su existencia como organización de la colectividad.
Corrige estatutos de los trabajadores, reforma leyes y modifica normas y servicios para adecuarlos a las exigencias del mercado o, lo que es lo mismo, del Capital y de los intereses de la élite dominante, propietarios y detentadores de aquel.
Da la espalda a las necesidades ciudadanas para atender los reclamos mercantiles de la economía, único motor de la vida en sociedad y única y última justificación de toda iniciativa legal, cultural, social y moral.
Como revelaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt, ampliando el pensamiento del materialismo histórico, toda la superestructura social y sus formas de manifestarse depende de la infraestructura que forman los modos de producción y la economía de las clases dominantes.
Lo peor de todo ello no es el empobrecimiento al que conducen a las masas y la desaparición de las clases medias por la avaricia de una élite, sino que, según algunos estudios recientes, todo este sistema social está condenado al colapso por el agotamiento de los recursos y las tensiones de la estratificación económica que generan desigualdades sociales.
Así lo advierten los científicos que han investigado las dinámicas humanas y naturales para pronosticar el colapso de la civilización industrial, en un estudio financiado por la NASA. Allí afirman que, igual que cayeron los imperios egipcios, romanos, maya, español, etc., también se derrumbará la civilización industrial occidental Y no dentro de mil años, sino en unas décadas.
El pronóstico se basa en un hecho que causa vergüenza reconocer: el colapso sobrevendrá porque es improbable que las élites permitan que se ponga remedio a esta tendencia que conduce al agotamiento de los recursos naturales y a una distribución de la riqueza de manera equitativa y razonable que evite las insoportables desigualdades sociales entre ricos y pobres. Es decir, los mismos cimientos que soportan nuestra sociedad nos destruirán: esa economía ciega de la cúspide dominante. No es ideología, es simple constatación de hechos sociales.
La sociedad, el sistema social que se forma a través de tradiciones, creencias, leyes, ideas y actitudes que comparten sus integrantes, está condicionada a preservar y garantizar los intereses del Capital. Lo estamos comprobando con dolorosa claridad gracias a las decisiones que, presuntamente implementadas para combatir una crisis surgida hace cinco años en el sistema financiero, nos imponen lo que se ha venido en llamar “mercados”: entes sin rostro y sin alma que anteponen el beneficio y la rentabilidad mercantil a las personas.
Por interés económico, nos obligan a renunciar de nuestros sistemas de protección social para conseguir rebajar la “deuda” de los Estados que ellos estiman inasumible y contraproducente para el “negocio”. Su poder es tan absoluto que hasta nos contagian su jerga. Nuestro lenguaje se ha contaminado de términos contables con los que describimos esa realidad de pobreza a la que nos empujan los todopoderosos mercados.
De hecho, ya no medimos la utilidad de un servicio público en función de las necesidades que satisface, sino por si es “sostenible” o no. La sanidad, la educación o las pensiones están en cuestión por cálculos mercantiles, a pesar de que su financiación provenga de los impuestos que pagan los ciudadanos.
Sin embargo, tal “inversión” de los Presupuestos del Estado en servicios públicos es considerada un “gasto” por una infraestructura económica que nos obliga a sustituirla por la ofertada por la iniciativa privada, lo que interesa prioritariamente al “mercado”.
Es decir, nuestro estilo de vida sustentado en un Estado del Bienestar está siendo concienzudamente destruido para levantar sobre sus restos una sociedad regida por el neoliberalismo económico, capitalista sin caretas, que interesa a los detentadores de los modos de producción. Todo ello sin votarlos y sin tener en cuenta la opinión de los ciudadanos al respecto. Dada esta dependencia, los Estados han dejado de ser democráticos, por cuanto nadie elige a los dictan las normas.
Sin embargo, esta deriva neoliberal de los Estados era algo inevitable en tanto en cuanto nuestro bienestar se basa en la explotación de los recursos –naturales o técnicos- y la estratificación de la sociedad en élites que detentan el poder y unas masas que producen y consumen tales recursos, generando el negocio y la productividad de las inversiones.
La globalización ha acelerado el proceso y una oportuna crisis lo ha precipitado. Existe toda una abierta ofensiva de los pudientes para no contribuir de ninguna manera en el sostenimiento de un modelo de sociedad que consideran lesivo a sus intereses y a su concepción de las relaciones de fuerza.
La élite económico-política-social ha decidido cambiar los “viejos” Estados “protectores”, surgidos tras II Guerra Mundial, por Estados liberales que permitan actuar al mercado sin interferencias ni regulaciones, salvo si no es para garantizar la obtención de sus beneficios.
De esta manera, se añade a las Constituciones la debida referencia a la supremacía del deber de saldar la deuda antes que cualquier otro derecho ciudadano. Y se desmantela pieza a pieza todo el sistema de auxilio social que se había consolidado durante generaciones, no por Humanidad sino como premisa básica para dotar a las masas de cierta estabilidad a la hora de producir y consumir en un incipiente mercado interno, para dejar en su lugar la libertad de oferta y demanda, sin intervencionismo estatal, movido por el lucro como único objetivo.
El Estado, que dada su dependencia no es democrático, deja de ser social para ser mercantil. No antepone los intereses sociales, sino que protege la rentabilidad de los mercados, a los que supedita toda su actuación mediadora y reguladora. Deja que el mercado imponga sus condiciones y no defiende los derechos de las personas que conforman el núcleo esencial de su existencia como organización de la colectividad.
Corrige estatutos de los trabajadores, reforma leyes y modifica normas y servicios para adecuarlos a las exigencias del mercado o, lo que es lo mismo, del Capital y de los intereses de la élite dominante, propietarios y detentadores de aquel.
Da la espalda a las necesidades ciudadanas para atender los reclamos mercantiles de la economía, único motor de la vida en sociedad y única y última justificación de toda iniciativa legal, cultural, social y moral.
Como revelaron los filósofos de la Escuela de Frankfurt, ampliando el pensamiento del materialismo histórico, toda la superestructura social y sus formas de manifestarse depende de la infraestructura que forman los modos de producción y la economía de las clases dominantes.
Lo peor de todo ello no es el empobrecimiento al que conducen a las masas y la desaparición de las clases medias por la avaricia de una élite, sino que, según algunos estudios recientes, todo este sistema social está condenado al colapso por el agotamiento de los recursos y las tensiones de la estratificación económica que generan desigualdades sociales.
Así lo advierten los científicos que han investigado las dinámicas humanas y naturales para pronosticar el colapso de la civilización industrial, en un estudio financiado por la NASA. Allí afirman que, igual que cayeron los imperios egipcios, romanos, maya, español, etc., también se derrumbará la civilización industrial occidental Y no dentro de mil años, sino en unas décadas.
El pronóstico se basa en un hecho que causa vergüenza reconocer: el colapso sobrevendrá porque es improbable que las élites permitan que se ponga remedio a esta tendencia que conduce al agotamiento de los recursos naturales y a una distribución de la riqueza de manera equitativa y razonable que evite las insoportables desigualdades sociales entre ricos y pobres. Es decir, los mismos cimientos que soportan nuestra sociedad nos destruirán: esa economía ciega de la cúspide dominante. No es ideología, es simple constatación de hechos sociales.
DANIEL GUERRERO