Cuando uno conoce a fondo las historias de determinadas personas, especialmente lo que aconteció durante sus infancias, percibe la enorme influencia que ejercen ciertas experiencias en el desarrollo de sus vidas, unas vidas que quedaron marcadas profundamente por hechos indeleblemente fijados en sus memorias.
En cierto modo, es lo que hago ver en aquellos artículos, publicados en la sección Negro sobre blanco, en los que abordo los sentimientos y emociones de niños y adolescentes a través del dibujo: por medio de ellos podemos interpretar las escenas representadas y los elementos que explican la configuración del carácter que se va gestando en los autores de esos dibujos.
En relación con lo anterior, me ha parecido interesante abordar la vida de un gran pintor, Edvard Munch, siguiendo la estela de otros dos grandes artistas, como fueron Van Gogh y Paul Gauguin, sobre los que ya escribí en este diario.
Y merece aproximarse a la historia de este personaje, aunque solo fuera porque Munch es mundialmente famoso por una obra suya, El grito, en la que refleja la angustia existencial del hombre contemporáneo ante el caos y la soledad en la que habita, una vez que se han roto los fuertes lazos que unían a los individuos que vivían en pequeñas comunidades y que, en la actualidad, se encuentran perdidos en sociedades desarrolladas, pero que deja indefensos a los más débiles.
La breve semblanza de este pintor se desarrollará en dos partes, tal como hicimos en los casos anteriores, para que al mismo tiempo que conocemos la trayectoria vital, veamos algunas de sus obras más emblemáticas.
Para comenzar, debemos situarnos pasada la mitad del siglo XIX en un pueblecito de Noruega. Allí vivía el pequeño Edvard. Tenía como padre a Christian Munch, médico del ejército noruego, y como madre a Laura Catherine. Vino al mundo el 12 de diciembre de 1863, tras su hermana Sophie. Después de trasladarse con sus padres a la capital Kristiana, en la actualidad Oslo, vería nacer a sus otros tres hermanos: Andreas, Laura e Inger.
Su infancia estuvo marcada tanto por la rigidez moral de sus padres como por los hechos luctuosos con los que tuvo que convivir. Su madre, a la que siempre conoció enferma, ya padecía de tuberculosis desde antes de casarse, por lo que Munch recordaría con claridad los esputos de tos manchados de sangre en un pañuelo. La vio fallecer cuando solo tenía cinco años, por lo que el sentimiento de pérdida y de orfandad le acompañaría a lo largo de su vida.
Si tenemos en cuenta la rígida moral de los protestantes calvinistas, podemos entender que, con el falleciendo de su mujer, el padre de Edvard reforzara las tendencias fatalistas de tipo religioso que poseía, como son el sentimiento de culpa, la idea del pecado y de la condenación, y que sin ningún tipo de cortapisas inculcó a sus hijos pequeños.
Así, el pequeño Munch estaba tan aterrorizado con la idea de la muerte y la condenación que, terriblemente angustiado, llegaba a despertarse en medio de la noche creyendo que había muerto y, desorientado, se preguntaba: “¿Estoy ya en el infierno?”.
A los terrores infantiles, nacidos de la crueldad y la intolerancia religiosas, se añadía su precaria salud, dando lugar a que cada invierno enfermara con fiebre y bronquitis, por lo que cuando cumplió los trece años empezara a toser sangre. Y, para colmo de desgracia, su hermana Sophie, a la que tanto quería, falleció de tuberculosis al cumplir los quince años.
Una vida tan cargada de desgracias daba lugar a muy pocas salidas al joven Munch de cara hacia el futuro, pues a los fallecimientos familiares se unía la extrema pobreza en la que vivía. Sus escasos momentos de dicha los encontró como vía de escape en los dibujos, que solía hacerlos con trozos de carbón, mientras sentado se distraía realizando trazados delante de la chimenea de la casa.
Años más tarde, la vehemente oposición de su padre a que iniciara su formación artística en la Escuela Real de Dibujo de Oslo, ya que consideraba a los artistas como personajes bohemios, no impidió de Munch se matriculara en ella y que se aliara con los elementos más radicales de entonces, entre ellos un grupo que leía con gran fervor a Nietzsche y que abogaba por el suicidio como salida a los males existenciales.
La niña enferma. En este cuadro, se apuntan los rasgos esenciales que predominarán a lo largodel tiempo en la obra de Munch: tristeza, decepción y angustia.
Su primera gran obra, que titularía como La niña enferma, la realiza en 1885, con 22 años, siendo una representación de su hermana Sophie en su lecho de muerte. El dolor que sentía al recordarla, daba lugar a que mientras pintaba se le saltaran las lágrimas. En un momento del proceso, agarró una botella de disolvente y la roció sobre el lienzo, lo que provocó que la pintura chorreara, como si fueran lágrimas que caen sobre la escena.
Esperaba con este cuadro recibir la aprobación del público, deseando fervientemente que entendiera la carga emotiva con la que lo había realizado. Lo expuso en Oslo un año después de ser pintado. Pero la reacción fue la opuesta: los críticos se burlaron de él de manera despiadada.
Triste y desesperado, Munch no sabía a quien acudir para recibir consuelo, ya que tenía muy pocas compañías en las que refugiarse: en su casa, su padre no hacía más que rezar por la salvación de su alma, ya que consideraba que iba camino de la condenación eterna; su hermana Laura, mientras tanto, se hundía en fantasías y alucinaciones, que eran los síntomas de su temprana esquizofrenia.
Para colmo de males, en noviembre de 1889, cuando contaba con veinticinco años, fallece su padre. Y a pesar de las grandes dificultades que nacían de una relación tensa y problemática entre ambos, este hecho dio lugar a que se hundiera en la desesperación. En su diario dejó escrito: “Vivo con la muerte”, antes de plantearse el suicidio, idea que no le abandonaría a lo largo de su vida.
La muerte en la habitación. Obra pintada en 1895, en la que, de nuevo, aparecela muertecomo elemento constante en la obra del pintor noruego
Los contratiempos, no obstante, no le alejaron de los pinceles que eran su tabla de salvación en medio de un mar de turbulencias en el que se encontraba su estado anímico. Munch continuó plasmando el sufrimiento en sus pinturas. En 1893, contando ya treinta años, comienza una obra, El grito, que con el paso del tiempo sería uno de los lienzos más conocidos internacionalmente, al tiempo que se convertiría en uno de los símbolos culturales de Noruega, su país de origen.
El grito. Obra clave de Edvard Munch. De ella realizaría cuatro versiones:dos se hallan en el Museo Munch de Oslo; otra en la Galería Nacional y la cuarta en manos privadas
En el diario que siempre le acompañaba escribió acerca del nacimiento de esta obra: “Iba caminando con dos amigos. El atardecer. De repente el cielo se tiñó de rojo, y sentí el aliento de la tristeza. Me detuve. Me apoyé contra la valla. Mortalmente cansado. Las nubes por encima del fiordo chorreaban un rojo humeante. Mis amigos siguieron avanzando, pero yo quedé allí de pie, con una herida abierta en el pecho. Oí un fuerte y extraordinario grito atravesando la naturaleza”.
El escenario de esta experiencia era Ekeberg, un barrio al norte de Oslo en el que estaban situados tanto el matadero como el manicomio en el que habían ingresado a su hermana Laura. Los gritos a los que aludía Munch en su diario provenían de los alaridos de los animales moribundos que hacían eco con los gritos que emitían los enfermos mentales allí recluidos.
Sobre este desolador panorama se desarrolla la vida y la obra de uno de los grandes pintores del denominado expresionismo, una de las corrientes artísticas más significativas del siglo veinte, y que completaremos con una segunda entrega.
En cierto modo, es lo que hago ver en aquellos artículos, publicados en la sección Negro sobre blanco, en los que abordo los sentimientos y emociones de niños y adolescentes a través del dibujo: por medio de ellos podemos interpretar las escenas representadas y los elementos que explican la configuración del carácter que se va gestando en los autores de esos dibujos.
En relación con lo anterior, me ha parecido interesante abordar la vida de un gran pintor, Edvard Munch, siguiendo la estela de otros dos grandes artistas, como fueron Van Gogh y Paul Gauguin, sobre los que ya escribí en este diario.
Y merece aproximarse a la historia de este personaje, aunque solo fuera porque Munch es mundialmente famoso por una obra suya, El grito, en la que refleja la angustia existencial del hombre contemporáneo ante el caos y la soledad en la que habita, una vez que se han roto los fuertes lazos que unían a los individuos que vivían en pequeñas comunidades y que, en la actualidad, se encuentran perdidos en sociedades desarrolladas, pero que deja indefensos a los más débiles.
La breve semblanza de este pintor se desarrollará en dos partes, tal como hicimos en los casos anteriores, para que al mismo tiempo que conocemos la trayectoria vital, veamos algunas de sus obras más emblemáticas.
Para comenzar, debemos situarnos pasada la mitad del siglo XIX en un pueblecito de Noruega. Allí vivía el pequeño Edvard. Tenía como padre a Christian Munch, médico del ejército noruego, y como madre a Laura Catherine. Vino al mundo el 12 de diciembre de 1863, tras su hermana Sophie. Después de trasladarse con sus padres a la capital Kristiana, en la actualidad Oslo, vería nacer a sus otros tres hermanos: Andreas, Laura e Inger.
Su infancia estuvo marcada tanto por la rigidez moral de sus padres como por los hechos luctuosos con los que tuvo que convivir. Su madre, a la que siempre conoció enferma, ya padecía de tuberculosis desde antes de casarse, por lo que Munch recordaría con claridad los esputos de tos manchados de sangre en un pañuelo. La vio fallecer cuando solo tenía cinco años, por lo que el sentimiento de pérdida y de orfandad le acompañaría a lo largo de su vida.
Si tenemos en cuenta la rígida moral de los protestantes calvinistas, podemos entender que, con el falleciendo de su mujer, el padre de Edvard reforzara las tendencias fatalistas de tipo religioso que poseía, como son el sentimiento de culpa, la idea del pecado y de la condenación, y que sin ningún tipo de cortapisas inculcó a sus hijos pequeños.
Así, el pequeño Munch estaba tan aterrorizado con la idea de la muerte y la condenación que, terriblemente angustiado, llegaba a despertarse en medio de la noche creyendo que había muerto y, desorientado, se preguntaba: “¿Estoy ya en el infierno?”.
A los terrores infantiles, nacidos de la crueldad y la intolerancia religiosas, se añadía su precaria salud, dando lugar a que cada invierno enfermara con fiebre y bronquitis, por lo que cuando cumplió los trece años empezara a toser sangre. Y, para colmo de desgracia, su hermana Sophie, a la que tanto quería, falleció de tuberculosis al cumplir los quince años.
Una vida tan cargada de desgracias daba lugar a muy pocas salidas al joven Munch de cara hacia el futuro, pues a los fallecimientos familiares se unía la extrema pobreza en la que vivía. Sus escasos momentos de dicha los encontró como vía de escape en los dibujos, que solía hacerlos con trozos de carbón, mientras sentado se distraía realizando trazados delante de la chimenea de la casa.
Años más tarde, la vehemente oposición de su padre a que iniciara su formación artística en la Escuela Real de Dibujo de Oslo, ya que consideraba a los artistas como personajes bohemios, no impidió de Munch se matriculara en ella y que se aliara con los elementos más radicales de entonces, entre ellos un grupo que leía con gran fervor a Nietzsche y que abogaba por el suicidio como salida a los males existenciales.
La niña enferma. En este cuadro, se apuntan los rasgos esenciales que predominarán a lo largo
Su primera gran obra, que titularía como La niña enferma, la realiza en 1885, con 22 años, siendo una representación de su hermana Sophie en su lecho de muerte. El dolor que sentía al recordarla, daba lugar a que mientras pintaba se le saltaran las lágrimas. En un momento del proceso, agarró una botella de disolvente y la roció sobre el lienzo, lo que provocó que la pintura chorreara, como si fueran lágrimas que caen sobre la escena.
Esperaba con este cuadro recibir la aprobación del público, deseando fervientemente que entendiera la carga emotiva con la que lo había realizado. Lo expuso en Oslo un año después de ser pintado. Pero la reacción fue la opuesta: los críticos se burlaron de él de manera despiadada.
Triste y desesperado, Munch no sabía a quien acudir para recibir consuelo, ya que tenía muy pocas compañías en las que refugiarse: en su casa, su padre no hacía más que rezar por la salvación de su alma, ya que consideraba que iba camino de la condenación eterna; su hermana Laura, mientras tanto, se hundía en fantasías y alucinaciones, que eran los síntomas de su temprana esquizofrenia.
Para colmo de males, en noviembre de 1889, cuando contaba con veinticinco años, fallece su padre. Y a pesar de las grandes dificultades que nacían de una relación tensa y problemática entre ambos, este hecho dio lugar a que se hundiera en la desesperación. En su diario dejó escrito: “Vivo con la muerte”, antes de plantearse el suicidio, idea que no le abandonaría a lo largo de su vida.
La muerte en la habitación. Obra pintada en 1895, en la que, de nuevo, aparece
Los contratiempos, no obstante, no le alejaron de los pinceles que eran su tabla de salvación en medio de un mar de turbulencias en el que se encontraba su estado anímico. Munch continuó plasmando el sufrimiento en sus pinturas. En 1893, contando ya treinta años, comienza una obra, El grito, que con el paso del tiempo sería uno de los lienzos más conocidos internacionalmente, al tiempo que se convertiría en uno de los símbolos culturales de Noruega, su país de origen.
El grito. Obra clave de Edvard Munch. De ella realizaría cuatro versiones:
En el diario que siempre le acompañaba escribió acerca del nacimiento de esta obra: “Iba caminando con dos amigos. El atardecer. De repente el cielo se tiñó de rojo, y sentí el aliento de la tristeza. Me detuve. Me apoyé contra la valla. Mortalmente cansado. Las nubes por encima del fiordo chorreaban un rojo humeante. Mis amigos siguieron avanzando, pero yo quedé allí de pie, con una herida abierta en el pecho. Oí un fuerte y extraordinario grito atravesando la naturaleza”.
El escenario de esta experiencia era Ekeberg, un barrio al norte de Oslo en el que estaban situados tanto el matadero como el manicomio en el que habían ingresado a su hermana Laura. Los gritos a los que aludía Munch en su diario provenían de los alaridos de los animales moribundos que hacían eco con los gritos que emitían los enfermos mentales allí recluidos.
Sobre este desolador panorama se desarrolla la vida y la obra de uno de los grandes pintores del denominado expresionismo, una de las corrientes artísticas más significativas del siglo veinte, y que completaremos con una segunda entrega.
AURELIANO SÁINZ