Aprecio al teniente general Luis Alejandre, que fue jefe del Estado Mayor del Ejército. Leo con atención sus artículos en el diario La Razón, de los que siempre aprendo algo. En el publicado el pasado 24 de marzo, creo que no ha quedado reflejada con claridad la realidad militar en relación a los años de presidencia del fallecido Adolfo Suárez.
Titula La misión más difícil y en la entradilla se explica: "La llegada de Adolfo Suárez fue recibida con frialdad en las Fuerzas Armadas, pero las jóvenes promociones fueron leales a lo que significaba aquel nuevo futuro".
A su interesante opinión sobre lo que él vivió habría que sumar lo que se encontró Suárez en los cuarteles. Poco importaba en la Transición lo que pensaban los jóvenes militares –con todo mi respeto a ellos-, porque los que cortaban el bacalao eran los generales y, en su inmensa mayoría, no le acogieron bien y se le enfrentaron abiertamente cuando el Sábado Santo de 1977 decidió legalizar el Partido Comunista de Santiago Carrillo.
Inmediatamente dimitió el ministro de Marina, el almirante Gabriel Pita da Veiga, y se acuñó el acertado término de "ruido de sables". Después vinieron las amenazas procedentes de los tenientes generales.
La primera fue en noviembre de 1980, en la que siete de ellos elevaron un escrito en el que le llamaban la atención por el deterioro de la situación política y social del país y le "sugirieron" que tomara medidas, por muy duras que fueran. Los firmantes negaron el documento, claro está, en lo que suponía una advertencia del poder militar.
Un par de meses después, Suárez hizo un viaje a Canarias, en el que el capitán general González del Yerro le advirtió de que si los políticos no arreglaban la situación, el Ejército tendría que intervenir. Finalmente, por citar sólo tres casos, a mediados de enero de 1981, tuvo lugar una reunión conspiratoria de dieciocho generales y almirantes, en la que se le trató de todo menos de bonito.
Fue ante esa situación militar que amenazaba con poner fin a la democracia por la que Suárez, en su discurso de despedida el 29 de enero de ese año, dijo: "Yo no quiero que el sistema democrático sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España".
Los militares jóvenes podían respetar a Suárez más o menos, pero sus altos mandos fueron los que le obligaron a dimitir. No lo olvidemos nunca y menos ahora. Ya no existe el poder militar y uniformados han rendido los honores tras su muerte. Pero la historia hay que escribirla tal y como fue.
Titula La misión más difícil y en la entradilla se explica: "La llegada de Adolfo Suárez fue recibida con frialdad en las Fuerzas Armadas, pero las jóvenes promociones fueron leales a lo que significaba aquel nuevo futuro".
A su interesante opinión sobre lo que él vivió habría que sumar lo que se encontró Suárez en los cuarteles. Poco importaba en la Transición lo que pensaban los jóvenes militares –con todo mi respeto a ellos-, porque los que cortaban el bacalao eran los generales y, en su inmensa mayoría, no le acogieron bien y se le enfrentaron abiertamente cuando el Sábado Santo de 1977 decidió legalizar el Partido Comunista de Santiago Carrillo.
Inmediatamente dimitió el ministro de Marina, el almirante Gabriel Pita da Veiga, y se acuñó el acertado término de "ruido de sables". Después vinieron las amenazas procedentes de los tenientes generales.
La primera fue en noviembre de 1980, en la que siete de ellos elevaron un escrito en el que le llamaban la atención por el deterioro de la situación política y social del país y le "sugirieron" que tomara medidas, por muy duras que fueran. Los firmantes negaron el documento, claro está, en lo que suponía una advertencia del poder militar.
Un par de meses después, Suárez hizo un viaje a Canarias, en el que el capitán general González del Yerro le advirtió de que si los políticos no arreglaban la situación, el Ejército tendría que intervenir. Finalmente, por citar sólo tres casos, a mediados de enero de 1981, tuvo lugar una reunión conspiratoria de dieciocho generales y almirantes, en la que se le trató de todo menos de bonito.
Fue ante esa situación militar que amenazaba con poner fin a la democracia por la que Suárez, en su discurso de despedida el 29 de enero de ese año, dijo: "Yo no quiero que el sistema democrático sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España".
Los militares jóvenes podían respetar a Suárez más o menos, pero sus altos mandos fueron los que le obligaron a dimitir. No lo olvidemos nunca y menos ahora. Ya no existe el poder militar y uniformados han rendido los honores tras su muerte. Pero la historia hay que escribirla tal y como fue.
FERNANDO RUEDA