La pasada gala de los Oscars transcurrió con normalidad. O más bien debería decir con el sopor propio de un evento prefabricado y previsible hasta en los premios otorgados. Al fin y al cabo, el interés radica en el espectáculo previo, en ese paseo de sonrisas forzadas, poses coquetas y declaraciones insustanciales por la icónica alfombra roja que conduce hacia el interior del Teatro Dolby de Los Ángeles.
Todo un escaparate del glamour que da lustre a una industria cinematográfica que precisa de las revistas sensacionalistas, los programas de variedades o el runrún de las redes sociales para mantener la atención de un mundo entretenido por encima de sus posibilidades.
No obstante, este año parecía que alguien se había infiltrado en el desfile. Un joven negro, de porte desgarbado, mandíbula prominente, y nombre árabe. No hacía falta tener ojo clínico para darse cuenta que Barkhad Abdi no estaba acostumbrado a las cámaras. De hecho, la primera vez que se puso frente a una fue compartiendo escena con Tom Hanks en Capitan Phillips, la película de Paul Greengrass que le ha valido una nominación al Oscar al mejor actor de reparto (por cierto, Hanks ni siquiera estuvo entre los candidatos).
Y es que Abdi es un somalí de 28 años que trabaja en Minneapolis como conductor de limusinas (quizás debería aplicar el tiempo pasado). No es ninguna estrella mediática, ni lo parece, sin embargo representa la realización de ese sueño tan americano por el que todos podemos alcanzar nuestras metas si así lo deseamos y luchamos por ello.
Desconozco si el sueño de Abdi era convertirse en actor de cine, la cuestión es que fue seleccionado en un casting realizado en su ciudad entre la comunidad de somalíes residentes para interpretar a Abduwali Abdukhadir Muse, otro somalí de 17 años que cumple una condena de 37 años en Estados Unidos por secuestrar un barco mercante en aguas internacionales cercanas al Cuerno de África.
Los productores de la película tenían un perfil claro: querían a un hombre de mediana edad con aspecto de indigente y un punto de locura en su mirada para aterrorizar al bueno del capitán Phillips, héroe americano por necesidad en la difícil coyuntura del asalto al Maersk Alabama.
Según narra la película, el capitán se entregó a los captores armados liderados por Muse para salvar al resto de la tripulación ante la falta de medios de autodefensa, que es la denuncia que permanece latente a lo largo de toda la trama.
Paradójicamente, la tripulación real del barco se ha opuesto radicalmente a la versión ofrecida por la película, negando la presentación heróica de su capitán e, incluso, culpabilizándolo del abordaje y posterior secuestro.
Evidentemente, sin héroe no hubiese habido película, por lo que se entiende (en clave comercial y propagandística) la licencia de Greengrass a la hora de modificar sustancialmente una historia que pretende basarse en hechos reales.
El objetivo, más allá de la veracidad, es otro. Se trata de presentar inequívocamente dos bandos; por un lado, unos trabajadores honrados que son expuestos al terror de forma gratuita; y por otro, un grupo de somalíes sanguinarios encabezados por un tipo realmente despreciable.
Y lo cierto es que Abdi realiza una interpretación soberbia, aunque ni él mismo conozca las circunstancias que enmarcan los actos de su alter ego. Abdi se trasladó a EEUU cuando tenía 14 años y, como él mismo reconoce, no está al tanto de lo que ocurre en su país de origen, ni falta le hacía para aparecer en la película. Porque el contexto no importa.
Es indiferente que Somalia sea desde hace décadas un estado fallido construido a retazos por la ambición colonialista europea; que EEUU esté armando a señores de la guerra que siembran el terror en sus territorios autogestionados; que cada año mueran cientos de miles de niños por desnutrición; que la falta de oportunidades haya estimulado actividades ilegales como el secuestro de barcos o cooperantes para obtener dinero fácil.
A Hollywood lo que le interesa es contarnos otra historia de héroes y villanos y, de paso, alertarnos sobre la inseguridad internacional y la necesidad de estar preparados para combartirla. Y si es con armas de fabricación propia, mucho mejor.
Todo un escaparate del glamour que da lustre a una industria cinematográfica que precisa de las revistas sensacionalistas, los programas de variedades o el runrún de las redes sociales para mantener la atención de un mundo entretenido por encima de sus posibilidades.
No obstante, este año parecía que alguien se había infiltrado en el desfile. Un joven negro, de porte desgarbado, mandíbula prominente, y nombre árabe. No hacía falta tener ojo clínico para darse cuenta que Barkhad Abdi no estaba acostumbrado a las cámaras. De hecho, la primera vez que se puso frente a una fue compartiendo escena con Tom Hanks en Capitan Phillips, la película de Paul Greengrass que le ha valido una nominación al Oscar al mejor actor de reparto (por cierto, Hanks ni siquiera estuvo entre los candidatos).
Y es que Abdi es un somalí de 28 años que trabaja en Minneapolis como conductor de limusinas (quizás debería aplicar el tiempo pasado). No es ninguna estrella mediática, ni lo parece, sin embargo representa la realización de ese sueño tan americano por el que todos podemos alcanzar nuestras metas si así lo deseamos y luchamos por ello.
Desconozco si el sueño de Abdi era convertirse en actor de cine, la cuestión es que fue seleccionado en un casting realizado en su ciudad entre la comunidad de somalíes residentes para interpretar a Abduwali Abdukhadir Muse, otro somalí de 17 años que cumple una condena de 37 años en Estados Unidos por secuestrar un barco mercante en aguas internacionales cercanas al Cuerno de África.
Los productores de la película tenían un perfil claro: querían a un hombre de mediana edad con aspecto de indigente y un punto de locura en su mirada para aterrorizar al bueno del capitán Phillips, héroe americano por necesidad en la difícil coyuntura del asalto al Maersk Alabama.
Según narra la película, el capitán se entregó a los captores armados liderados por Muse para salvar al resto de la tripulación ante la falta de medios de autodefensa, que es la denuncia que permanece latente a lo largo de toda la trama.
Paradójicamente, la tripulación real del barco se ha opuesto radicalmente a la versión ofrecida por la película, negando la presentación heróica de su capitán e, incluso, culpabilizándolo del abordaje y posterior secuestro.
Evidentemente, sin héroe no hubiese habido película, por lo que se entiende (en clave comercial y propagandística) la licencia de Greengrass a la hora de modificar sustancialmente una historia que pretende basarse en hechos reales.
El objetivo, más allá de la veracidad, es otro. Se trata de presentar inequívocamente dos bandos; por un lado, unos trabajadores honrados que son expuestos al terror de forma gratuita; y por otro, un grupo de somalíes sanguinarios encabezados por un tipo realmente despreciable.
Y lo cierto es que Abdi realiza una interpretación soberbia, aunque ni él mismo conozca las circunstancias que enmarcan los actos de su alter ego. Abdi se trasladó a EEUU cuando tenía 14 años y, como él mismo reconoce, no está al tanto de lo que ocurre en su país de origen, ni falta le hacía para aparecer en la película. Porque el contexto no importa.
Es indiferente que Somalia sea desde hace décadas un estado fallido construido a retazos por la ambición colonialista europea; que EEUU esté armando a señores de la guerra que siembran el terror en sus territorios autogestionados; que cada año mueran cientos de miles de niños por desnutrición; que la falta de oportunidades haya estimulado actividades ilegales como el secuestro de barcos o cooperantes para obtener dinero fácil.
A Hollywood lo que le interesa es contarnos otra historia de héroes y villanos y, de paso, alertarnos sobre la inseguridad internacional y la necesidad de estar preparados para combartirla. Y si es con armas de fabricación propia, mucho mejor.
JESÚS C. ÁLVAREZ