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Retratos familiares

Cuando te separa de tus hermanos más de una década te acostumbras a vivir con la sensación de que todo lo que se tenía que hacer se había hecho ya y, a pesar de que te esfuerzas por innovar y llamar la atención del personal, no te queda más remedio que aceptar tu papel de espectador pasivo ante el devenir de una familia que no contaba entre sus planes con tu tardía llegada.

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Aunque a veces dudo de que esta sea la razón achacable, el caso es que mi infancia transcurrió entre las continuas discusiones que se escenificaban en mi casa con toda la pompa y boato de que eran capaces mis hermanos y padres.

Hay que reconocerles, sin embargo, el afán y dedicación con los que se entregaban a la causa y que venían a completar una más que posible predisposición genética a la riña. Juraría que incluso había veces que los oía ensayar en sus dormitorios, en la ducha e incluso a mi madre mientras hacía la comida en soledad, el próximo exabrupto que saldría por su boca, la entonación precisa con la que desgarrar el nombre del interlocutor o aquel rencor recóndito, que es como doble rencor, reservado humeante para el momento adecuado.

En cuanto tuve la edad y mis ahorros me lo permitieron me fui de casa. Mis hermanos ya lo habían hecho hacía tiempo, pero cada vez que venían de visita se reproducía el eterno ritual de gritos y reproches en medio del que, con la práctica adecuada, aprendí incluso a concentrarme en la lectura de la novela que tuviese entre manos aislando mis oídos como si de antenas sordas se tratase.

Aquejado por cierto grado del síndrome de Estocolmo, no obstante, lo primero que hice al entrar a habitar mi nuevo hogar fue colocar en un lugar preferente del salón toda una colección de fotos familiares que nos retrataban tanto por separado como en confluidas escenas grupales, pero una vez superada la extrañeza inicial a la nueva ubicación, comenzaron de nuevo los altercados.

La foto que más problemas dio al principio fue una en la que salían todos mis hermanos juntos a mis padres debajo de una sombrilla varios años antes de que viniera yo al mundo. Como ninguno de ellos estaba dispuesto a interrumpir su baño para hacerse la foto en cuestión, todos refunfuñaban mientras mi padre pedía a gritos silencio y mi madre porfiaba sobre unos hijos a los que no era capaz de domesticar.

Por si esto fuera poco, como los cinco no cabían debajo de la sombrilla, todos se empujaban para arrebatar un centímetro más de sombra al nuevo condenado a posar al sol, de manera que la foto no paraba quieta en su estante y, más de una vez, estuvo a punto de caer al suelo rompiendo el cristal que la protegía.

Los gritos del vendedor ambulante de patatas y pasteles que me despertaron, en más de una ocasión, de alguna que otra placentera siesta me hicieron tomar la determinación de sustituir aquella problemática instantánea por la que venía ya con el marco; donde una silenciosa madre y su hija posaban alegres con un parque de fondo en el que sólo se escuchaban, los días soleados, el suave y distante cantar de algunos pájaros.

Pero este no fue el único reordenamiento fotográfico que me vi obligado a realizar. Con el paso de las semanas descubrí verdaderamente el odio visceral que se profesaban mi hermano mayor y el mediano.

Uno, vestido de militar el día de su jura de bandera y otro, ataviado con chaqueta de ingeniero el día de su graduación se echaban en cara la poca cultura del primero y la falta de huevos del segundo, que fue retrasando su entrada en el servicio militar hasta que la ley cambió y lo libró del tedioso trámite. Lo peor es que les daba igual la hora y no era raro que, en medio de la noche, aprovechase la visita al baño para poner paz entre los dos retratos.

La cosa, sin embargo, fue a más y se trató como punto tercero en el orden del día de la reunión de la comunidad de vecinos, así que no tuve más remedio que dejar al ingeniero en el salón y trasladar al militar a mi despacho.

Pero fueran tantas las protestas del trasladado y tan molestas las risas de desprecio del licenciado universitario que, con mucho gusto, cambié sus retratos por una imagen de un fondo marino con conchas y caracolas que me relajaba en las tardes de verano y por otra de un perro al que conseguí enseñar a que me trajera la correspondencia cada dos días a cambio de situar su marco junto a la cocina.

Con el tiempo terminé sustituyendo todas las instantáneas familiares por imágenes que me bajaba de internet, por cuadros de arena que le compraba a un negro que tenía bien calculada la hora a la que iba algunos sábados a tomarme una cerveza en el bar de debajo de mi casa y por alguna que otra lámina de Ikea en oferta de la temporada pasada.

Las visitas con las que tengo más confianza me preguntan el motivo de la ausencia de retratos familiares en el hogar de un tipo tan bonachón como yo. Entonces los llevo al despacho, les saco el álbum familiar, y los dejo a solas durante quince minutos. No falla.

PABLO POÓ
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