El rey de España, Felipe VI, estrenaba esta Nochebuena su primer mensaje grabado a la Nación. Sigue así una costumbre –esperemos que la única– de su padre, el rey Juan Carlos I, que abdicó a causa de los escándalos y los tropezones que había acumulado en su vida.
Existía cierta expectación por conocer el contenido de este primer mensaje navideño del Jefe del Estado, y también morbo: había morbo por ver cómo trataba el rey el asunto de la imputación por corrupción de su hermana, la infanta Cristina de Borbón. Pocos se perdieron, pues, el citado mensaje.
Cambiando el despacho por el rinconcito de algún salón de Palacio –algo más diáfano, moderno, pero con las insustituibles fotos familiares–, Felipe VI pronunció puntual y bien leído su primer discurso navideño a los españoles a través de las cámaras de televisión.
Y resolvió la faena como cabía esperar: aburrido, con grandes deseos de todo tipo e insustancial para quien esperara más compromiso del primer servidor público frente a los problemas y las circunstancias que ahora preocupan a los ciudadanos en España.
Es verdad que abordó el problema de la corrupción cuando dijo que había que cortarla de raíz y sin contemplaciones. Pero le faltó añadir que, en un Estado de Derecho, nadie está por encima de la ley y, frente a ella, todos los ciudadanos son iguales.
Esa mínima referencia hubiera bastado para mostrar nítidamente su posición respecto a los problemas de corrupción que asolan incluso a su propia familia, en la persona de su hermana, la infanta Cristina.
También se refirió al paro como la primera prioridad a la que deberían enfrentarse nuestros gobernantes, pero confió su resolución a una economía que debía estar al servicio de las personas, cuando en este país la deuda figura como un deber prioritario en la Constitución frente a los derechos y servicios públicos reconocidos a los ciudadanos.
Citó el Estado de Bienestar como garantía de la atención a los más desfavorecidos y vulnerables, cuando desde el Gobierno se reducen prestaciones, se limitan derechos y se dejan sin partidas presupuestarias políticas tan necesarias como las ayudas a la Dependencia, entre otras.
Mostrar confianza en lo que se está desmontando y aniquilando para que el sector privado sea el que satisfaga las necesidades de la población no deja de ser un insulto a los vulnerables y a la inteligencia de todos.
El grave problema territorial que plantea Cataluña, con su ambición independentista, fue resuelto con apelaciones a los sentimientos y emociones que, a juicio del rey, nos unen formando un tronco común.
Reconoció en la Constitución de 1978 el instrumento más eficaz para aglutinar en la unidad del país las distintas identidades y sensibilidades de los pueblos de España, donde nadie es adversario de nadie.
Requirió esfuerzos para reencontrar los afectos y reclamó respeto a la Constitución, pero evitó pronunciarse sobre reformas de la Constitución, la configuración territorial del Estado y la necesidad de arbitrar políticamente respuestas a un enfrentamiento que vayan más allá de la mera exigencia de responsabilidades penales a los dirigentes catalanes.
Adobó todo su discurso con alusiones a la solidez de nuestra democracia, en la que hay que corregir fallos y acrecentar sus activos, con el objetivo de recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
Hizo un llamamiento a la regeneración política y a preservar la unidad de España desde la pluralidad, pero sin dedicar ni una palabra a las nuevas iniciativas ciudadanas que responden a estos planteamientos, buscan superar los límites actuales y desean airear la política del aire contaminado en que está inmersa.
En definitiva, el nuevo menaje del rey sonaba a viejo, a repetido y anquilosado discurso de una institución y su representante, el rey, que no se adecua a los tiempos que vivimos, no profundiza en sus problemas y no conecta con las demandas y aspiraciones de la sociedad española del siglo veintiuno. Tras tanta expectación, sólo hemos escuchado el primer mensaje insustancial del rey Felipe VI.
Existía cierta expectación por conocer el contenido de este primer mensaje navideño del Jefe del Estado, y también morbo: había morbo por ver cómo trataba el rey el asunto de la imputación por corrupción de su hermana, la infanta Cristina de Borbón. Pocos se perdieron, pues, el citado mensaje.
Cambiando el despacho por el rinconcito de algún salón de Palacio –algo más diáfano, moderno, pero con las insustituibles fotos familiares–, Felipe VI pronunció puntual y bien leído su primer discurso navideño a los españoles a través de las cámaras de televisión.
Y resolvió la faena como cabía esperar: aburrido, con grandes deseos de todo tipo e insustancial para quien esperara más compromiso del primer servidor público frente a los problemas y las circunstancias que ahora preocupan a los ciudadanos en España.
Es verdad que abordó el problema de la corrupción cuando dijo que había que cortarla de raíz y sin contemplaciones. Pero le faltó añadir que, en un Estado de Derecho, nadie está por encima de la ley y, frente a ella, todos los ciudadanos son iguales.
Esa mínima referencia hubiera bastado para mostrar nítidamente su posición respecto a los problemas de corrupción que asolan incluso a su propia familia, en la persona de su hermana, la infanta Cristina.
También se refirió al paro como la primera prioridad a la que deberían enfrentarse nuestros gobernantes, pero confió su resolución a una economía que debía estar al servicio de las personas, cuando en este país la deuda figura como un deber prioritario en la Constitución frente a los derechos y servicios públicos reconocidos a los ciudadanos.
Citó el Estado de Bienestar como garantía de la atención a los más desfavorecidos y vulnerables, cuando desde el Gobierno se reducen prestaciones, se limitan derechos y se dejan sin partidas presupuestarias políticas tan necesarias como las ayudas a la Dependencia, entre otras.
Mostrar confianza en lo que se está desmontando y aniquilando para que el sector privado sea el que satisfaga las necesidades de la población no deja de ser un insulto a los vulnerables y a la inteligencia de todos.
El grave problema territorial que plantea Cataluña, con su ambición independentista, fue resuelto con apelaciones a los sentimientos y emociones que, a juicio del rey, nos unen formando un tronco común.
Reconoció en la Constitución de 1978 el instrumento más eficaz para aglutinar en la unidad del país las distintas identidades y sensibilidades de los pueblos de España, donde nadie es adversario de nadie.
Requirió esfuerzos para reencontrar los afectos y reclamó respeto a la Constitución, pero evitó pronunciarse sobre reformas de la Constitución, la configuración territorial del Estado y la necesidad de arbitrar políticamente respuestas a un enfrentamiento que vayan más allá de la mera exigencia de responsabilidades penales a los dirigentes catalanes.
Adobó todo su discurso con alusiones a la solidez de nuestra democracia, en la que hay que corregir fallos y acrecentar sus activos, con el objetivo de recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
Hizo un llamamiento a la regeneración política y a preservar la unidad de España desde la pluralidad, pero sin dedicar ni una palabra a las nuevas iniciativas ciudadanas que responden a estos planteamientos, buscan superar los límites actuales y desean airear la política del aire contaminado en que está inmersa.
En definitiva, el nuevo menaje del rey sonaba a viejo, a repetido y anquilosado discurso de una institución y su representante, el rey, que no se adecua a los tiempos que vivimos, no profundiza en sus problemas y no conecta con las demandas y aspiraciones de la sociedad española del siglo veintiuno. Tras tanta expectación, sólo hemos escuchado el primer mensaje insustancial del rey Felipe VI.
DANIEL GUERRERO