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Aforismos y pensamientos: la fidelidad

Una de las grandes virtudes del ser humano es la fidelidad, un valor que suele ponerse a prueba a lo largo de la vida, pues una cuestión es creer en los grandes principios de los que siempre hablamos y otra es ser capaz de llevarlos a la práctica en los momentos difíciles que suelen aparecer con el transcurso del tiempo.

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Esto podemos comprobarlo en muchas personas, ya que cuando se es joven se defiende con tesón y ahínco aquello en lo que uno cree, pero, con el paso de los años, una gran parte los va abandonando, por lo que difícilmente se pueden reconocer en los sueños e ideales que defendían en la juventud, en caso de que esto se hiciera, ya que hay gente que parece ser que nunca hubiera tenido principios firmes.

Pero antes de abordar el significado y las variantes que tiene la palabra "fidelidad", conviene ir a sus raíces etimológicas. Su origen lo encontramos en la voz latina fides (fe), que a su vez está emparentada con fidere (fiar), de donde se derivan “confiar”, “confidente” o “confidencia”, por lo que inicialmente puede entenderse que este valor se aplica a quien es fiel a alguien al que ha prometido algo en virtud de la confianza que tiene en él por ser una persona fiable.

Los ámbitos en los que la fidelidad puede actuar son muchos, tantos como los que están relacionados con el propio ser humano: se puede ser fiel a la pareja, al amigo, a la familia, en el trabajo, a las creencias, a uno mismo… incluso a quien no se conoce y que por alguna circunstancia se ha producido alguna relación que exige compromiso en la palabra dada.

Conviene, pues, que veamos algunas de las cualidades que conlleva la fidelidad para que podamos comprenderla mejor. Dos características fundamentales de la fidelidad son la constancia y la libertad. En el primer caso, viene referida a que la lealtad con la otra persona hay que mantenerla con el paso del tiempo, incluso aquellos aspectos de confidencialidad deben mantenerse, aunque, por la circunstancia que fuera, esa relación dejó de existir.

Esto hoy parece difícil de mantener, ya que, en la actual sociedad de los medios de comunicación, una vez rota la relación, una parte significativa de la gente está dispuesta a hacer público lo que sabía de la otra. Y es que la sombra del rencor es muy complicado esquivarla.

Aunque puede parecer una paradoja, la lealtad mantenida a la palabra dada, incluso en las situaciones adversas, supone un afianzamiento de la fidelidad a uno mismo, puesto que se consolida como un valor propio.

Sobre esto, Montaigne decía que “el fundamento de mi ser y de mi identidad es puramente moral: se encuentra en la lealtad que me he jurado a mí mismo. Realmente soy otro distinto de ayer; aunque sigo siendo el mismo porque me reconozco como yo mismo, porque asumo como propio el pasado y porque en el futuro espero seguir mi compromiso presente”.

El párrafo anterior es importante en el sentido de que la idea de fidelidad se fundamenta no en relación hacia otra persona, grupo, partido o institución, sino como base de lealtad con uno mismo, es decir, con lo que uno cree, con sus propios ideales. Esta fidelidad a sí mismo nace a partir de un principio de libertad: de ningún modo puede surgir este valor por coacción, por miedo, por sumisión o por intereses poco confesables.

Esta es una visión diferente de aquellos que mantienen fidelidad a las tradiciones, a las costumbres, a las creencias recibidas o heredadas de su familia, de su pueblo o país. En este caso, se es fiel hacia ideas que no han nacido de uno mismo o no se viven con convicción. La razón se encuentra en que en muchos casos se quiere permanecer en la seguridad que da aquello que se ha recibido, sin cuestionarlo, sin reflexionar si esa herencia hay que mantenerla tal cual.

Lamentablemente, en ocasiones, este tipo de fidelidad conduce a la intolerancia, la intransigencia o el fanatismo. Recordemos que la palabra “infiel”, tan extendida en los ámbitos de las distintas religiones, se aplica a aquel que no pertenece al grupo o que lo ha dejado por discrepancias.

Y es que ser fiel a las propias convicciones es bastante difícil. Ya lo decía ese gran pensador alemán que hizo de su vida un cuestionamiento constante de la moral y los valores establecidos. Me refiero a Friedrich Nietzsche, que, en su obra La voluntad de poder, nos indicaba: “Queremos ser los herederos de toda la moral anterior, y no entendemos el comenzar desde cero. Toda nuestra acción solo es moralidad cuando se rebela contra su forma anterior”.

Con ello, el filósofo alemán abogaba por la fidelidad a uno mismo antes que serlo al conjunto de creencias, costumbres y valores recibidos de las generaciones precedentes, especialmente, cuanto se habían heredado sin posibilidad de ser debatidos e, incluso, cuestionados, porque como nos dice Castilla del Pino: “Muchas veces se aduce fidelidad a uno mismo para perpetuar la terquedad en el error conveniente”. Es decir, bajo ideas que a uno le conviene porque le beneficia.

Desde el punto de vista social, ¿no encontramos, por ejemplo, mucha gente que, desde el punto de vista político, respalda a un partido a pesar de las grandes tropelías que cometen algunos de sus dirigentes o miembros? ¿No resulta, como apunta Castilla del Pino, que es mantenerse en “el mismo error” para defender los propios intereses ideológicos? ¿Y no será que también hay casos en los que se justifican porque uno ha realizado alguna de esas tropelías, aunque sea a menor escala?

A partir de las interrogantes expuestas, conviene plantearse: ¿Es siempre la fidelidad una virtud independientemente de sus contenidos? Sobre esta cuestión me gustaría traer a colación lo que dicen dos filósofos franceses contemporáneos.

El primero de ellos, de origen ruso y poco conocido en nuestro país, es Vladimir Jankélévitch, que en su obra Traité des vertus también se interroga y responde: “¿La fidelidad es o no loable? ‘Según’, o dicho de otra manera: depende de los valores a los que uno sea fiel. Nadie puede decir, por ejemplo, que el resentimiento sea una virtud, aunque se mantenga fiel a su odio y a sus cóleras. Tener una buena memoria en lo que respecta a una afrenta es una fidelidad negativa”.

El segundo de ellos, André Comte-Sponville, al que he citado en más de una ocasión nos indica que “la fidelidad no lo disculpa todo: ser fiel a lo peor es peor que renegar a ello. Las SS juraban fidelidad a Hitler, y esta fidelidad el crimen era criminal”.

Así pues, la fidelidad o la lealtad es una virtud humana cuando se es fiel a principios o valores reconocidos socialmente, aunque no necesariamente lo tengan que ser por todo el conjunto de la sociedad. Y es que, volviendo de nuevo a Carlos Castilla del Pino, viene bien un breve aforismo suyo que me parece apunta en buen sentido: “La piedad es un estorbo para el ambicioso. Y no solo la piedad, también la lealtad”.

Ciertamente: en la sociedad en la que vivimos en la que tanto se nos habla de competir y de competitividad, los valores de la compasión, de la piedad, de la solidaridad, de la igualdad y de la justicia distributiva están en franca retirada por todos aquellos que han tomado las riendas.

Y es que el individuo ambicioso, carente de escrúpulos, tan promocionado últimamente y muy preocupado por su fachada, no tiene leales amigos; posee socios, cómplices o “amiguitos del alma”, pero que en la ocasión en la que el barco empieza verdaderamente a zarandear es el primero en lanzarse al salvavidas, abandonado a la tripulación a su suerte.

AURELIANO SÁINZ
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