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La muerte de Iván Ilich

Sigo en la senda de novelas cortas, ya que el tiempo no me da para las largas. Ahí sigue esperándome, callada y lánguida, El doctor Zhivago. Cada vez que paso a su lado levanta su triste mirada, que vuelve a bajar tan pronto como comprueba que yo paso de largo… El verano será el tiempo de los libros de seiscientas páginas. Y en este camino he encontrado La muerte de Iván Ilich, una novela de León Tolstói que trata sobre un hombre burgués al que la muerte le sorprende. Porque la muerte era para otros, no para él.



El protagonista de la misma es Iván, un juez que ha seguido las normas sociales a rajatabla y ha conseguido una posición, una familia, unos amigos con los que jugar a las cartas y una casa primorosamente decorada por él. Es la imagen del triunfador, si lo observamos desde fuera.

Pero el narrador nos mete en su cabeza, nos sumerge en sus reflexiones de moribundo terminal para hacernos ver que toda su existencia ha sido una construcción de cartón piedra, en la que él no ha hecho más que seguir un camino dibujado por las convenciones impuestas por su clase social.

Se ha conformado con un hedonismo vacío que solo le ha aportado momentos de placer, pero de un placer efímero. Ante su inminente muerte, Iván descubre que, salvo su infancia, lo demás ha sido una farsa. Su miedo ante una realidad inexorable se debe fundamentalmente a su certeza de que ha malgastado su vida.

La lectura de este libro me ha hecho revivir la enfermedad y la muerte de mi padre. Iván se pregunta: “¿Y ahora qué?”. Cuando murió mi padre, aparte del desgaste emocional que sufrí por su enfermedad y por tener que ver día a día su lucha contra la misma, sus subidas y sus bajadas, lo que me dejó fue un interrogante perpetuo.

No he parado de preguntarme a dónde habrán ido su inteligencia innata, su capacidad para arreglar cosas, sus ganas de vivir, su gusto por las películas con final feliz… En definitiva, su esencia. Lo ves apagarse, ves en sus escasos momentos de lucidez que él sabe que va a morir, y tú no puedes hacer nada. Sólo podemos aceptar esa otra cara de la moneda.

No hay vida sin muerte. Pero esta lectura o el recuerdo de mi padre no me hacen sucumbir en la tristeza, en la desesperación o en la apatía. Al contrario, creo que de vez en cuando hay que mirar de cara a la parca y decirle: "Tú me llevarás, pero hasta ese día yo voy a intentar vivir, voy a sentir y voy a ver este día como una gran oportunidad". Y sobre todo, hay que tener sueños y luchar por ellos. Ahí estoy yo: soñando y luchando.

Y como los momentos buenos escasean, me he regalado uno de ellos, que pienso disfrutar en el concierto de James Taylor, al que asistiré el mes que viene, si los astros no lo impiden. Deseándoos un buen día y una buena semana, os regalo una canción de este cantante de voz aguda, música americana y sensibilidad infinita. Habla de la amistad, ese gran regalo de esta vida.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ / REDACCIÓN
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