Tu cuerpo es la mariposa que revolotea mi vida incesantemente, es el agua que bebo con sed y sin sed, es el agua que me baña para calmarme la fatiga y la angustia. Tu cuerpo es el vino que necesito para sobrellevar la vida, el antídoto contra los horarios impuestos y las esperanzas truncadas. Tu cuerpo es el único paisaje que me pierde y me reconforta, que me ahoga y vivifica mi piel. Es sal y azúcar, abismo y vértigo, luz y sombra, fruta mordida. Por eso mis dientes buscan su olor a melocotón y a manzana, a agua de mar, poderosa y revuelta, y a agua de lago, tranquila y transparente.
Tu cuerpo es la casa que habito incluso cuando no estás. Cuando sueñas vigilo tus ojos cerrados que esconden un mundo inexplorado, conservo tus manos incrustadas en las mías como piezas creadas para encontrarse y adherirse las unas en las otras en su justa medida.
No puedo navegar por tus sueños cuando duermes a mi lado, porque despierto y observo tu cuerpo perfecto y ondulado, amoldado a mi cuerpo cansado de caminar sin rumbo, pero aquí recostado no necesito más calma que tu boca, ni más vida que la que me robas cuando respiras profundamente y te metes en mis pulmones como el mismo aire que respiro.
Quiero habitar tu cuerpo con mi cuerpo cuando abres los ojos, cuando todavía la luz del sol ignora si alumbrará un nuevo día. Entre penumbras buscas la mirada que te interroga, las manos que te llenan, los pies que juegan con tus pies siempre que me amas a esa hora en que el mundo duerme.
Quiero entrar en tu cuerpo y quedarme adentro para siempre, y desde allí abandonar la otra vida que tuve antes de conocerte, y decir adiós a los cielos que nuca más volaré, porque ahora tu cuerpo es el único paraje que quiero conquistar a cada instante, es el único paraíso que quiero explorar de punta a punta, empezar por tus orejas de espía y tu pelo de algas negras, avanzar por tu nariz viciada de adivinar el aroma de los vinos y tu boca especializada en besar labios no deseados, y moldear tu cuello de jirafa doméstica hasta desembocar en tus hombros atléticos y allí encontrar tus pechos de sirena que me zambullen en el océano del delirio, y agarrarme a tu cintura para no deslizarme por tus piernas antes de haber naufragado en tu sexo limpio y claro, abierto y jugoso como una breva madura y dulce.
Ahí me quiero quedar hasta que amanezca y cuando amanezca cerraré los ojos para no ver la luz del sol, porque no hay otro desayuno que supla con su pulpa esta naranja que he tomado de tu cuerpo prestado para siempre.
Quiero entrar en tu cuerpo como quien entra en una habitación que ya conoce y cerrarla porque no hay intención de volver atrás, porque aquí dentro el mundo no existe ni tiene sentido.
Me quiero quedar dentro de tu cuerpo hasta que la noche nos encuentre agotados de mordernos los ojos, exhaustos de absorber cada poro de la piel. No quiero pisar otra tierra que esté dos centímetros más allá de tu cuerpo, porque el mundo, lejos de tu piel, huele a monte quemado y a vainilla sin canela, y yo me he acostumbrado a los días con lluvia, a la tierra mojada que pisas cuando vuelves a casa, a tu pelo empapado de bailar bajo la lluvia, cuando ya nada importa sino abrazarte en mitad de la tempestad y beber el agua de la lluvia desde tu boca en cualquier tormenta.
Tu cuerpo es mi pasaporte y mi viaje, mi ciudad completa, la botella que bebo cada día, el libro que siempre tengo entre las manos y abro como si fuera un día nuevo o la posibilidad de cambiar todo por estar a tu lado, porque el mundo desde que te conozco tiene fronteras sinuosas y océanos abiertos al azar, pero yo me siento observando tu espalda mientras escribo estas palabras, te veo tendida en la cama esperando otro momento único y afuera las calles se diluyen, y las ciudades se tornan ríos intransitables, y los ascensores se detienen sin destino a mitad de su trayecto.
Alguien llama a la puerta o al teléfono, recibo cartas que indican claramente mi dirección y quién es el destinatario, pero allá afuera no conozco a nadie desde que vivo dentro de tu cuerpo, como un huésped que se ha apoderado de tu vida y ha perdido su propia vida entre tus piernas entregadas. No quiero apagar la luz, porque mis ojos sólo ven un cuerpo en el que vivo libremente atrapado.
Tu cuerpo es la casa que habito incluso cuando no estás. Cuando sueñas vigilo tus ojos cerrados que esconden un mundo inexplorado, conservo tus manos incrustadas en las mías como piezas creadas para encontrarse y adherirse las unas en las otras en su justa medida.
No puedo navegar por tus sueños cuando duermes a mi lado, porque despierto y observo tu cuerpo perfecto y ondulado, amoldado a mi cuerpo cansado de caminar sin rumbo, pero aquí recostado no necesito más calma que tu boca, ni más vida que la que me robas cuando respiras profundamente y te metes en mis pulmones como el mismo aire que respiro.
Quiero habitar tu cuerpo con mi cuerpo cuando abres los ojos, cuando todavía la luz del sol ignora si alumbrará un nuevo día. Entre penumbras buscas la mirada que te interroga, las manos que te llenan, los pies que juegan con tus pies siempre que me amas a esa hora en que el mundo duerme.
Quiero entrar en tu cuerpo y quedarme adentro para siempre, y desde allí abandonar la otra vida que tuve antes de conocerte, y decir adiós a los cielos que nuca más volaré, porque ahora tu cuerpo es el único paraje que quiero conquistar a cada instante, es el único paraíso que quiero explorar de punta a punta, empezar por tus orejas de espía y tu pelo de algas negras, avanzar por tu nariz viciada de adivinar el aroma de los vinos y tu boca especializada en besar labios no deseados, y moldear tu cuello de jirafa doméstica hasta desembocar en tus hombros atléticos y allí encontrar tus pechos de sirena que me zambullen en el océano del delirio, y agarrarme a tu cintura para no deslizarme por tus piernas antes de haber naufragado en tu sexo limpio y claro, abierto y jugoso como una breva madura y dulce.
Ahí me quiero quedar hasta que amanezca y cuando amanezca cerraré los ojos para no ver la luz del sol, porque no hay otro desayuno que supla con su pulpa esta naranja que he tomado de tu cuerpo prestado para siempre.
Quiero entrar en tu cuerpo como quien entra en una habitación que ya conoce y cerrarla porque no hay intención de volver atrás, porque aquí dentro el mundo no existe ni tiene sentido.
Me quiero quedar dentro de tu cuerpo hasta que la noche nos encuentre agotados de mordernos los ojos, exhaustos de absorber cada poro de la piel. No quiero pisar otra tierra que esté dos centímetros más allá de tu cuerpo, porque el mundo, lejos de tu piel, huele a monte quemado y a vainilla sin canela, y yo me he acostumbrado a los días con lluvia, a la tierra mojada que pisas cuando vuelves a casa, a tu pelo empapado de bailar bajo la lluvia, cuando ya nada importa sino abrazarte en mitad de la tempestad y beber el agua de la lluvia desde tu boca en cualquier tormenta.
Tu cuerpo es mi pasaporte y mi viaje, mi ciudad completa, la botella que bebo cada día, el libro que siempre tengo entre las manos y abro como si fuera un día nuevo o la posibilidad de cambiar todo por estar a tu lado, porque el mundo desde que te conozco tiene fronteras sinuosas y océanos abiertos al azar, pero yo me siento observando tu espalda mientras escribo estas palabras, te veo tendida en la cama esperando otro momento único y afuera las calles se diluyen, y las ciudades se tornan ríos intransitables, y los ascensores se detienen sin destino a mitad de su trayecto.
Alguien llama a la puerta o al teléfono, recibo cartas que indican claramente mi dirección y quién es el destinatario, pero allá afuera no conozco a nadie desde que vivo dentro de tu cuerpo, como un huésped que se ha apoderado de tu vida y ha perdido su propia vida entre tus piernas entregadas. No quiero apagar la luz, porque mis ojos sólo ven un cuerpo en el que vivo libremente atrapado.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO