El hecho de vivir con los demás no es camino cómodo. Un ejemplo muy simple y con doble cara. Normalmente circulamos por la derecha (no hay intencionalidad política), tanto en el tráfico de vehículos como en el de personas. El motivo de ello, supongo que no hay dificultad en admitirlo, viene regido por la utilidad.
Lo que puede estar asumido en el tráfico rodado, por motivos de seguridad, por simple comodidad o por miedo a sanciones, podría parecernos una memez aplicado al tránsito de las personas. ¿De personas? Caminar por la derecha tiene su sentido y razón de ser. Por ejemplo, para no tropezar con los demás y de paso no entorpecer la marcha, tanto propia como ajena. ¿Ajena?
El ejemplo que aduzco puede ser ilustrativo y no es una invención literaria. “Cada cual va por donde quiere…, la calle es de todos”, le contestaban a una señora joven que, con el carrito del bebé, pretendía circular por el lado derecho de la acera para no ir chocando y sorteando obstáculos a cada trecho.
“Yo soy de izquierdas” (intencionalidad política), contestaba la persona interpelada; en este caso otra mujer joven (mera casualidad). Falta de educación cívica (y vial), fue la respuesta. Efectivamente la educación, en ese estricto sentido con-vivencial, no es ni de izquierdas ni de derechas, es de sentido común. Pero ya se sabe que el sentido común es el menos común de todos los sentidos.
Durante tiempo se nos dijo que la buena educación, las buenas maneras, el respeto o el ponerse en el lugar del otro era un hito a mantener. El objetivo de una buena educación sería enseñar a vivir bien para lo cual hace falta saber vivir con uno mismo y saber vivir con los demás desde una relación solidaria. No perdamos de vista que la sociedad no es justa. Desde el momento en que cada cual va a la suya se hace necesario luchar contra la injusticia. ¿Cómo? El gran y eterno desafío está en el aire.
Victoria Camps, en su libro Los valores de la educación, se pregunta “cómo enseñar a vivir”. La persona madura que ha adquirido una conciencia cívica, y de paso moral, escoge libremente sus principios y sabe responder de su comportamiento social en base a razonar, argumentar y justificar el porqué de las propias acciones.
En primer lugar hay que responder (dar y darse respuesta) ante uno mismo, luego ante la familia, los amigos y, en última instancia, ante la sociedad y eso implica ser responsable y consecuente. Responsable es el sujeto capaz de responder de sus acciones y asumir las consecuencias emanadas de las mismas. ¿Para qué y por qué?
Nuestro desafío es con-vivir, día a día, con otra serie de personas que, como decimos en plan coloquial, “cada una es de su padre y de su madre” y, por lo tanto, cada cual marcha por la vida con sus ideas, sus gustos, preferencias, manías, fobias y con sus “quereles” (sentido amplio). Lamentablemente, no todos sabemos –más bien no queremos– convivir porque, aunque necesitemos de los demás, nuestro ego es tozudo. Supongo que “el para qué y el por qué” pueden estar claros, aunque otro cantar sea ponerlos en práctica.
¿Problema? Estamos faltos de inteligencia social, una categoría de inteligencia que nos capacita para convivir, que nos posibilita para escoger la mejor alternativa a la hora de relacionarnos con los demás. Convivir obliga a poner en circulación una serie de valores que tienen su cara egoísta (sentido positivo) porque salimos beneficiados todos; primero yo y, por ende, también el otro.
Aunque el gran filósofo Aristóteles decía que el hombre es un ser social por naturaleza, sin embargo no nacemos enseñados para convivir. Razón: hay que admitir que somos egoístas por naturaleza (sentido negativo). A convivir se aprende con la práctica, entre otras razones porque es fundamental para la misma organización social. Y aquí está el intríngulis (la complicación) de ese deber-ser social. La paradoja es que siendo artífices de nuestra propia vida, somos, sin embargo, los animales que más dependen del medio en el que viven.
Indudablemente, hay que pagar un peaje que pasa por reconocer al otro y respetarlo, por llegar a acuerdos después de hacernos oír mutuamente, para encontrar soluciones y no precisamente a mamporro limpio. Para convivir medianamente bien hay que aprender a ponerse en el lugar del otro (en la piel del otro) lo que posibilita que seamos capaces de comprenderlo, aceptarlo y llegar a tolerarlo. Lo dicho anteriormente bien podría ser la gran puerta para la empatía como valor de conexión, si realmente sintonizamos con los sentimientos ajenos. ¿Sólo sintonizamos cuando nos interesa?
Llegados a este punto estaríamos preparados para compartir sentimientos, experiencias, vivencias y ello, qué duda cabe, posibilitaría una sociedad menos agresiva, sin tener que renunciar a ideas propias. El truco reside en respetar las ideas de los demás que, a priori, son tan válidas como puedan serlo las propias. Es el desafío de la libertad.
Pero ser libre no es fácil, hay que aprender a serlo siendo capaces de distinguir el hasta dónde de la libertad para poder elegir. La libertad bien entendida no es ir por libre. El mundo no va solo: necesita que le echemos una mano desde un convivir solidario donde la justicia busque el equilibrio de la balanza para que la desigualdad no se trague al personal, para que la pobreza no nos hunda aún más en el abismo y el mundo se haga inhabitable. Ése sigue siendo el reto.
Lo que puede estar asumido en el tráfico rodado, por motivos de seguridad, por simple comodidad o por miedo a sanciones, podría parecernos una memez aplicado al tránsito de las personas. ¿De personas? Caminar por la derecha tiene su sentido y razón de ser. Por ejemplo, para no tropezar con los demás y de paso no entorpecer la marcha, tanto propia como ajena. ¿Ajena?
El ejemplo que aduzco puede ser ilustrativo y no es una invención literaria. “Cada cual va por donde quiere…, la calle es de todos”, le contestaban a una señora joven que, con el carrito del bebé, pretendía circular por el lado derecho de la acera para no ir chocando y sorteando obstáculos a cada trecho.
“Yo soy de izquierdas” (intencionalidad política), contestaba la persona interpelada; en este caso otra mujer joven (mera casualidad). Falta de educación cívica (y vial), fue la respuesta. Efectivamente la educación, en ese estricto sentido con-vivencial, no es ni de izquierdas ni de derechas, es de sentido común. Pero ya se sabe que el sentido común es el menos común de todos los sentidos.
Durante tiempo se nos dijo que la buena educación, las buenas maneras, el respeto o el ponerse en el lugar del otro era un hito a mantener. El objetivo de una buena educación sería enseñar a vivir bien para lo cual hace falta saber vivir con uno mismo y saber vivir con los demás desde una relación solidaria. No perdamos de vista que la sociedad no es justa. Desde el momento en que cada cual va a la suya se hace necesario luchar contra la injusticia. ¿Cómo? El gran y eterno desafío está en el aire.
Victoria Camps, en su libro Los valores de la educación, se pregunta “cómo enseñar a vivir”. La persona madura que ha adquirido una conciencia cívica, y de paso moral, escoge libremente sus principios y sabe responder de su comportamiento social en base a razonar, argumentar y justificar el porqué de las propias acciones.
En primer lugar hay que responder (dar y darse respuesta) ante uno mismo, luego ante la familia, los amigos y, en última instancia, ante la sociedad y eso implica ser responsable y consecuente. Responsable es el sujeto capaz de responder de sus acciones y asumir las consecuencias emanadas de las mismas. ¿Para qué y por qué?
Nuestro desafío es con-vivir, día a día, con otra serie de personas que, como decimos en plan coloquial, “cada una es de su padre y de su madre” y, por lo tanto, cada cual marcha por la vida con sus ideas, sus gustos, preferencias, manías, fobias y con sus “quereles” (sentido amplio). Lamentablemente, no todos sabemos –más bien no queremos– convivir porque, aunque necesitemos de los demás, nuestro ego es tozudo. Supongo que “el para qué y el por qué” pueden estar claros, aunque otro cantar sea ponerlos en práctica.
¿Problema? Estamos faltos de inteligencia social, una categoría de inteligencia que nos capacita para convivir, que nos posibilita para escoger la mejor alternativa a la hora de relacionarnos con los demás. Convivir obliga a poner en circulación una serie de valores que tienen su cara egoísta (sentido positivo) porque salimos beneficiados todos; primero yo y, por ende, también el otro.
Aunque el gran filósofo Aristóteles decía que el hombre es un ser social por naturaleza, sin embargo no nacemos enseñados para convivir. Razón: hay que admitir que somos egoístas por naturaleza (sentido negativo). A convivir se aprende con la práctica, entre otras razones porque es fundamental para la misma organización social. Y aquí está el intríngulis (la complicación) de ese deber-ser social. La paradoja es que siendo artífices de nuestra propia vida, somos, sin embargo, los animales que más dependen del medio en el que viven.
Indudablemente, hay que pagar un peaje que pasa por reconocer al otro y respetarlo, por llegar a acuerdos después de hacernos oír mutuamente, para encontrar soluciones y no precisamente a mamporro limpio. Para convivir medianamente bien hay que aprender a ponerse en el lugar del otro (en la piel del otro) lo que posibilita que seamos capaces de comprenderlo, aceptarlo y llegar a tolerarlo. Lo dicho anteriormente bien podría ser la gran puerta para la empatía como valor de conexión, si realmente sintonizamos con los sentimientos ajenos. ¿Sólo sintonizamos cuando nos interesa?
Llegados a este punto estaríamos preparados para compartir sentimientos, experiencias, vivencias y ello, qué duda cabe, posibilitaría una sociedad menos agresiva, sin tener que renunciar a ideas propias. El truco reside en respetar las ideas de los demás que, a priori, son tan válidas como puedan serlo las propias. Es el desafío de la libertad.
Pero ser libre no es fácil, hay que aprender a serlo siendo capaces de distinguir el hasta dónde de la libertad para poder elegir. La libertad bien entendida no es ir por libre. El mundo no va solo: necesita que le echemos una mano desde un convivir solidario donde la justicia busque el equilibrio de la balanza para que la desigualdad no se trague al personal, para que la pobreza no nos hunda aún más en el abismo y el mundo se haga inhabitable. Ése sigue siendo el reto.
PEPE CANTILLO