Octavio Ramírez, a sus 62 años, no había logrado vencer el miedo a viajar en vehículos a motor. Nunca pudo entender cómo un avión se podía mantener en el aire sin que la gravedad de la tierra o la inmensidad del cielo engulleran de un solo trago a ese artefacto que se atrevía a calificar como un insolente desafío a Dios. Por esa razón quizás no entendía la publicidad de algunas agencias de viajes: “Vuelos sin sorpresas”. Por mucho que le explicamos que la frase sólo hacía referencia a los gastos de gestión y que los vuelos aéreos eran muy seguros, él consideraba que bastante sorpresa era ya estar vivo a su edad con tanto adelanto tecnológico.
El mar tampoco era su fuerte. No entendía cómo un barco se podía mantener a flote sin volcar, pero aún más respeto le merecía la inmensidad del mar, un espectáculo que siempre admiró desde la seguridad que le proporcionaba la orilla, la playa, el acantilado.
Observar el mar, en calma o embravecido, era una escena que amaba como ninguna otra, pero que, como los toros, prefería ver desde la barrera. Sí sentía un cierto apego por las vías férreas del tren, que le proporcionaban cierta credibilidad que en modo alguno conseguía con el avión o el barco. Pero Octavio amaba los trenes del siglo XIX, aquellos artefactos empujados a trancas y barrancas a base de carbón y no estos trenes de alta velocidad que le delataban el vértigo que sentía con sólo verlos desde el horizonte.
De la carretera, mejor ni hablar. Solamente las estadísticas anuales de accidentes mortales le provocaban incontenibles náuseas. Despreciaba su estética, esos modelos aerodinámicos que rompían todo pronóstico cuando alcanzaban la velocidad del rayo, que envenenaban el aire, que abarrotaban las calles de cada ciudad y que invadían los pasos de cebra y las aceras y los parques como si se tratara de un parking propio y colectivo. Esos armatostes que hacían de las ciudades rincones infectados, incómodos y ruidosos.
En el mismo pedestal colocaba vespas, motos y ciclomotores, una copia infundada y posmoderna de la bicicleta, el único vehículo de montar que Octavio Ramírez consideraba a la altura del caballo, del burro o del camello. De hecho, le gustaba llamarlo caballo de ruedas, como el “celerífero”, un antepasado de la bicicleta que inventó el conde francés Mede de Sivrac en 1790, al que también se llama caballo de ruedas. Consistía en un listón de madera, terminado en una cabeza de león, de dragón o de ciervo, y montado sobre dos ruedas.
Para Octavio, la bicicleta, a diferencia de los otros vehículos a motor ya mencionados, era un medio de transporte gratuito y sano, ligero y ecológico. Admiraba de la bicicleta tanto el tamaño como la estética. Sabía que otros antepasados de la bicicleta se remontaban al Antiguo Egipto, aunque sólo se trataba de dos ruedas unidas por una barra; a China, aunque con ruedas de bambú; o a la cultura azteca, donde un vehículo con dos ruedas era impulsado por un velamen. Aunque con más precisión, las primeras noticias sobre un primer boceto de la bicicleta datan de 1490 y pueden verse en la obra de Leonardo da Vinci Codex Atlanticus.
Desde muy joven, Octavio Ramírez aprendió a montar en bicicleta. Las coleccionaba plegables e híbridas, de paseo y de montaña, estáticas y de carrera. Su casa era un museo y un homenaje personal a este invento de dos ruedas. Siempre presumió de no haber subido jamás a un vehículo con motor.
A pie o en bicicleta anduvo toda la vida hasta que aquel día crucial el tren de la vida se le puso enfrente. Las noticias decían, mezclando detalles innecesarios y de mal gusto, que el accidente fue una mezcla de imprudencia y mala suerte.
Eran las 15.30 horas cuando el paso a nivel de la barriada periférica de la ciudad donde vivía estaba cerrado. La policía indicó que un tren se aproximaba cuando la barrera estaba bajada, insistía, y además el semáforo estaba en rojo. Un autobús, continuó diciendo el policía, gesticulando e indicando así las dimensiones y la posición del vehículo, estaba detenido tras la barrera, de modo que anulaba la visión de Octavio Ramírez, que, como era preceptivo, viajaba montado en su bicicleta.
Decidió cruzar en aquel momento. Cuando vio el tren, la bicicleta ya volaba por los aires, y él también, pero sin paracaídas, otro invento que no amaba en absoluto, aunque éste, como la bicicleta, no necesitaba motor en sus descensos al paraíso del cual el tren lo había expulsado para siempre.
El mar tampoco era su fuerte. No entendía cómo un barco se podía mantener a flote sin volcar, pero aún más respeto le merecía la inmensidad del mar, un espectáculo que siempre admiró desde la seguridad que le proporcionaba la orilla, la playa, el acantilado.
Observar el mar, en calma o embravecido, era una escena que amaba como ninguna otra, pero que, como los toros, prefería ver desde la barrera. Sí sentía un cierto apego por las vías férreas del tren, que le proporcionaban cierta credibilidad que en modo alguno conseguía con el avión o el barco. Pero Octavio amaba los trenes del siglo XIX, aquellos artefactos empujados a trancas y barrancas a base de carbón y no estos trenes de alta velocidad que le delataban el vértigo que sentía con sólo verlos desde el horizonte.
De la carretera, mejor ni hablar. Solamente las estadísticas anuales de accidentes mortales le provocaban incontenibles náuseas. Despreciaba su estética, esos modelos aerodinámicos que rompían todo pronóstico cuando alcanzaban la velocidad del rayo, que envenenaban el aire, que abarrotaban las calles de cada ciudad y que invadían los pasos de cebra y las aceras y los parques como si se tratara de un parking propio y colectivo. Esos armatostes que hacían de las ciudades rincones infectados, incómodos y ruidosos.
En el mismo pedestal colocaba vespas, motos y ciclomotores, una copia infundada y posmoderna de la bicicleta, el único vehículo de montar que Octavio Ramírez consideraba a la altura del caballo, del burro o del camello. De hecho, le gustaba llamarlo caballo de ruedas, como el “celerífero”, un antepasado de la bicicleta que inventó el conde francés Mede de Sivrac en 1790, al que también se llama caballo de ruedas. Consistía en un listón de madera, terminado en una cabeza de león, de dragón o de ciervo, y montado sobre dos ruedas.
Para Octavio, la bicicleta, a diferencia de los otros vehículos a motor ya mencionados, era un medio de transporte gratuito y sano, ligero y ecológico. Admiraba de la bicicleta tanto el tamaño como la estética. Sabía que otros antepasados de la bicicleta se remontaban al Antiguo Egipto, aunque sólo se trataba de dos ruedas unidas por una barra; a China, aunque con ruedas de bambú; o a la cultura azteca, donde un vehículo con dos ruedas era impulsado por un velamen. Aunque con más precisión, las primeras noticias sobre un primer boceto de la bicicleta datan de 1490 y pueden verse en la obra de Leonardo da Vinci Codex Atlanticus.
Desde muy joven, Octavio Ramírez aprendió a montar en bicicleta. Las coleccionaba plegables e híbridas, de paseo y de montaña, estáticas y de carrera. Su casa era un museo y un homenaje personal a este invento de dos ruedas. Siempre presumió de no haber subido jamás a un vehículo con motor.
A pie o en bicicleta anduvo toda la vida hasta que aquel día crucial el tren de la vida se le puso enfrente. Las noticias decían, mezclando detalles innecesarios y de mal gusto, que el accidente fue una mezcla de imprudencia y mala suerte.
Eran las 15.30 horas cuando el paso a nivel de la barriada periférica de la ciudad donde vivía estaba cerrado. La policía indicó que un tren se aproximaba cuando la barrera estaba bajada, insistía, y además el semáforo estaba en rojo. Un autobús, continuó diciendo el policía, gesticulando e indicando así las dimensiones y la posición del vehículo, estaba detenido tras la barrera, de modo que anulaba la visión de Octavio Ramírez, que, como era preceptivo, viajaba montado en su bicicleta.
Decidió cruzar en aquel momento. Cuando vio el tren, la bicicleta ya volaba por los aires, y él también, pero sin paracaídas, otro invento que no amaba en absoluto, aunque éste, como la bicicleta, no necesitaba motor en sus descensos al paraíso del cual el tren lo había expulsado para siempre.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO