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Sueños para una hija

Desde mucho antes que sus padres sospecharan seriamente en ser padres, Graciela Urbano ya tenía nombre. La madre eligió el nombre de pila, después concibió a la hija y en último lugar definió su perfil y estructuró su vida con el solo aliento del padre, que a duras penas soportaba la inflación de vocación maternal de la esposa.

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Eran un matrimonio al uso. Vivían sin amor y sin problemas aparentemente, apenas viajaban, eran correctos con el vecindario y con la Iglesia, pagaban sus impuestos religiosamente y no tenían otra aspiración que educar a la hija como si fuera una princesa.

Cuando nació, la madre imaginó otro rostro más agraciado, pero bastó tomarla en sus brazos para verla como la niña más bella del mundo. A partir de ese momento comenzó a construir el castillo de naipes que bailaba en su cabeza desde antes de conocer a su marido.

La niña tampoco era graciosa. Baste decir con esto que era fiel reflejo de su madre. Del padre heredó más bien poco. Ni su capacidad de trabajo, ni su discreción, ni su impersonalidad acomodaticia a cualquier vendaval. Sabía que con su matrimonio había firmado la hipoteca de mayor costo de su vida. Pero él era feliz en los ratos libres que ella le dejaba, y así se acostumbró a llevar una doble vida tan bien aprendida como si fuese la de un espía doble.

La niña tampoco era simpática ni inteligente. Tenía mal oído para la música y mal carácter para el teatro. No entendía de números ni de letras. Era más o menos como su madre, pero en tamaño pequeño. Y con una gran diferencia: la avaricia de la madre desbordaba cualquier cálculo posible. En eso, la hija, pobrecita, se parecía al padre.

La niña era, como se suele decir, un ángel. No porque fuera encantadora o tuviera alas, sino porque era medio boba y siempre andaba por el suelo. Tropezaba más que un borracho en retirada.

Pese a sus contados encantos, la madre le diseñó una vida de princesa. Sería modelo y después actriz. Buscó en los reinos occidentales y orientales un principado vacante donde ubicar a su polluela. Pero antes debía aprender varios idiomas y adquirir algunos conocimientos de protocolo.

Cuando Graciela Urbano cumplió cinco años tenía una agenda más apretada que la de un alcalde. Entre el colegio y las clases de danza, inglés, flauta y natación, la niña empezó a olvidar que existían las meriendas y los dibujos de animación.

La verdad es que realizar los sueños de la madre era una empresa más que imposible, pero uno nunca desea mal a nadie. Aquel día, desde luego, el castillo de naipes se le cayó cascote a cascote. Eran sobre las nueve de la mañana. La madre conducía a Graciela Urbano al colegio. Iban a cruzar ya la calle para entrar en el centro educativo cuando en ese instante pasó un coche, lo que las obligó a acercarse a la acera.

Fue entonces cuando una esquirla procedente de la parte superior del edificio contiguo se precipitó sobre la menor. Antes de que la madre fuera consciente de lo que había ocurrido, encontró a la hija enterrada entre cascotes y polvo procedentes del derrumbe controlado de un edificio. El Servicio de Emergencia 112 trasladó a la niña al hospital, donde ingresó cadáver.

Graciela, desgraciadamente, pasó a mejor vida. La madre, por el contrario, vivió enterrada entre los cascotes de su castillo de naipes. Poco a poco se volvió más silenciosa y solitaria, pero sobre todo maldijo cada día la vida que había ideado para una hija que perdió tan joven.

El padre, por el contrario, lloró a la hija ese día y todos los demás días. Ahora ya no necesitaba una segunda vida. Se sentaba en el sofá del salón con la televisión encendida y su botella de coñac. Parecía que miraba la pantalla, pero no, tenía la mirada vacía. Sólo alcanzaba a ver su vida apagada, sus días perdidos en aquella casa asfixiante.

De vez en cuando se le escapaba una lágrima y alguna que otra vez pronunciaba su nombre: ¡Graciela! La llamaba, no para que volviera, sino para no sentirse tan solo. Ahora sabía que la soledad era eso. Estar tendido esperando que llegara la muerte.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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