Ir al contenido principal

La Madrastra

No sé si en la actualidad los más pequeños conocen el cuento de la Cenicienta; posiblemente sí, dado que es un relato con raíces tradicionales que autores de distintos países se encargaron de popularizar al reescribir la historia que se transmitía de forma oral. De este modo, en Francia, sería Charles Perrault el que daría precisamente el nombre de Cenicienta a esa historia, aunque la versión más conocida sería la que realizarían en alemán los Hermanos Grimm.



También, los estudios de Walt Disney se han encargado de popularizar versiones cinematográficas, de manera que el breve relato se convierte en una película que los niños ven por la televisión, o el cine cuando sus padres los llevan a las salas grandes.

Si en este relato la Cenicienta representa los buenos y ejemplares valores para los pequeños, como en cualquier cuento de hadas, también aparece un personaje malvado que encarna todo lo opuesto. Hay que comprender que los más pequeños entienden las cosas sin matices intermedios, por lo que la Madrasta es la figura que se gana a pulso el rechazo de la chiquillería.

Por otro lado, conviene tener en consideración que los cuentos contienen un fondo moral que sirve de guía para explicar a las nuevas generaciones cómo es, de modo muy sencillo, la vida de los mayores, sus conductas, sus afanes, sus ambiciones y las actuaciones que llevan a cabo para conseguir sus objetivos. Y todo ello adobado de suspense, misterio, alegría, risas y, en muchas ocasiones, sustos y miedos, pero que finalmente acaban todos muy bien con el “colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

El gran problema es que la vida real no es cuento y que no tiene un fin que cierre las historias. Esta es una de las grandes diferencias que existe con respecto a los relatos que encandilan a niños y niñas. Ahora, los finales son provisionales, inciertos y con cierto tinte agridulce, pues lograr esos trozos de alegría que la vida nos depara, la mayor parte de las veces, cuesta mucho esfuerzo alcanzarlos.

¿Y todo esto a cuento de qué viene? Pues que deseo proponer a algún avispado escritor que podría alcanzar un gran éxito realizando una nueva versión del popular relato y adaptarlo a la realidad que vivimos en el viejo continente. Voy a explicarles.



No sé si habrán caído en la cuenta de que en Europa ya tenemos una Madrasta rubia, seria, severa, adusta, pelo corto, algo entrada en carnes y con nombre angelical. Habla una lengua muy extraña, llena de jotas y sonidos guturales por todos los lados, pero que todo el mundo, en gran medida, la entiende porque el lenguaje de los gestos que emplea es universal.

Sin temblarle el pulso, apunta firme y de malas maneras con el dedo a los que forman la nueva Cenicienta del siglo veintiuno: las naciones periféricas del Sur europeo, aquellas que están destinadas a limpiar, barrer y servir las exquisitas viandas en mesas con cubertería de plata a sus privilegiadas hermanastras del Centro y del Norte, que viven en el tranquilo y holgado bienestar que, en gran medida, obtienen de la pobre Cenicienta.

Como todos sabemos, la Madrasta tenía un marido: el padre de la pobre Cenicienta, que acabó compartiendo los hábitos de su nueva esposa. El de ahora, para más inri, porta un nombre y un apellido impronunciables.

La pasión de la nueva Madrastra es humillar a la pobre Cenicienta por todos los métodos perversos que encuentra a su alcance; la de su marido es el dinero: tiene un auténtico afán por sacar dinero de donde sea. Y dada su gran tenacidad, ha llegado a ser el ministro teutón de Finanzas, nada más y nada menos.

Confieso que esta pareja no se anda con chiquitas con la desconsolada Cenicienta. A la única vez que se le ocurrió hacer una leve protesta, dado que había consultado a los ratoncillos que salían de sus escondrijos para tomar las raspas de queso que les guardaba de los restos de comida que dejaban sus estiradas hermanastras, la condenaron a un severo castigo: pan y agua hasta que pidiera perdón.

El único consuelo que le quedaba a nuestra desdichada protagonista era ver, de vez en cuando, algún programa de la tele en la que salía la dueña de la casa. Con todo, no siempre le alegraba el corazón, pues se daba cuenta que su triste vida iba a durar mucho.

Es lo que sucedió recientemente, cuando desconsolada se echó sobre su camastro con una pena que no le dejaba dormir.

Les cuento: resulta que vio por la tele uno de esos programas en los que aparecía su Madrastra, rodeada de un auditorio que, tras escucharla, cualquiera del mismo le podía hacer alguna pregunta.

Así pues, una niña palestina que vivió en los campos de refugiados del Líbano y en un perfecto alemán, dado que sus padres llevaban cuatro años en Alemania, le rogó que a su padre le concedieran algún trabajo para que pudieran ser acogidos como asilados, para que, de este modo, ella pudiera cumplir sus sueños de estudiar en la universidad.

La Madrastra, ni corta ni perezosa, y con la dureza que le dictaba su frío corazón le espetó: “Mi querida jovencita, entiendo lo que estás diciendo, pero la política es dura a veces. Hay miles y miles de palestinos refugiados en Líbano, y si les decimos que se acerquen a Alemania, y a los que vienen de África también, no podremos con todos”.

La Cenicienta no daba crédito a lo que veía. Las lágrimas empezaron a acompañar a las que se deslizaban por el rostro de la niña palestina. No comprendía el duro corazón de su Madrastra, cuando ella había comprobado, por esos programas de la tele, que países con muy escasa economía, como Líbano, Jordania y Turquía, acogían a miles y miles de refugiados, fueran palestinos o sirios que huían del horror de la guerra.

No comprendía que en esos países se ofreciera asistencia a tantos refugiados y la riquísima Alemania, junto a las naciones de la Europa desahogada, y que ahora eran sus hermanastras, despreciaran tanto a los desdichados que buscaban y se esforzaban por crearse un futuro digno para su familia.

Lo cierto es que esa noche, Cenicienta con gran pesadumbre comprobó que, incluso en el nuevo relato, no iba a encontrar a un bello y apuesto príncipe que, tras el milagro de las doce campanadas, la llevara a una vida feliz, como solía suceder en los cuentos antiguos, y, lo peor de todo, que los cuentos, finalmente, eran cuentos. Y colorín colorado…

¡Ay! Perdón, perdón... Se me olvidaba algo importante. Quisiera decirles que la nueva Madrasta de la que he hablado tiene, como decía, el nombre angelical de Angela y su marido el impronunciable apellido de Schaüble, y creo que de nombre Wolfgang.

AURELIANO SÁINZ
© 2020 Baena Digital · Quiénes somos · montilladigital@gmail.com

Designed by Open Themes & Nahuatl.mx.