Al contrario que Sócrates, que no evitó el suicidio por cumplir la ley, en este país de sofocos y entuertos nadie con poder hace esfuerzos por respetar las leyes y mostrar un comportamiento ético. El que puede, prevarica y malversa o directamente roba. Y, si no, incumple promesas, modula o modifica convicciones y delega la honestidad a los tímidos y temerosos que se avergüenzan de elevar la voz. Pocos, poquísimos, sólo un puñado, son dignos de toda dignidad, modélicos de honradez y coherentes o consecuentes con lo que predican y piensan.
Si todos los que incumplieran la ley tuvieran que tomar cicuta como castigo, como se le hizo ingerir al filósofo, la fábrica de ese veneno sería la industria más boyante del país, mucho más que cualquier embotelladora de refrescos de colas, pues apenas daría abasto de satisfacer la demanda. Pero siendo como somos, pendencieros que preferimos que se envenenen los griegos y se pudran en su “corralito”, tal fábrica acabaría en la quiebra, como tantas otras, porque nadie adquiriría cicuta para quitarse de en medio: sobraría cicuta por un tubo.
Viene esto a cuento porque en Mérida, en el impresionante marco de su Teatro Romano, se ha estado representando la obra de Mario Gas y Alberto Iglesias, Sócrates, Juicio y Muerte de un Ciudadano, interpretada y verbalizada con poderosa voz por José María Pou, al que acompaña un reparto lleno de grandes figuras, como Carles Canut, Guillem Motos, Pep Molina, Amparo Pamplona y otros.
Han tenido el detalle, tan oportuno como solidario, de dedicar la obra al pueblo griego, fundador y símbolo de la democracia pero víctima de las leyes (del mercado), del poder (económico) y de la falta de moral y ética (de gobernantes propios y ajenos), y que no deja de estar presente en la mente de los espectadores cuando escuchan a Sócrates reflexionar sobre el escenario acerca de lo que es la democracia, el conocimiento del hombre y la virtud como objetivo de toda sabiduría.
Con el pueblo heleno en el pensamiento, sobrecoge a los asistentes del espectáculo la carencia en la actualidad de pensadores críticos e inconformistas que cuestionen el conocimiento, la política, las costumbres y la religión, como hizo hace siglos el filósofo que, sin dejar nada escrito para la posteridad, tuvo como discípulo nada menos que a Platón.
Precisamente esa actitud descreída, con la que afirmaba que sólo sabía que no sabía nada y que para conocer a los demás hay que empezar por conocerse a uno mismo, fue la que lo llevó a ser considerado un peligro para la sociedad, poco menos que corruptor de jóvenes, no por llevárselos a la cama sino por intentar que pensaran sin anteojeras, y blasfemo de la religión por centrar su pensamiento en el ser humano, único responsable de sus desgracias y de su fortuna. Aquella democracia no podía tolerar sus acusaciones sobre la corrupción en Atenas (¿les suena?) y del papel supersticioso y manipulador de la religión oficial (¿también les suena de algo?).
Tronaba la voz de Pou entre las ruinas del Teatro romano de Mérida como si Sócrates viviera en un tiempo, el presente, aún más desdichado que el que le tocó vivir. Tronaba sobre la democracia invitándonos a pensar si en realidad participamos de ella o seguimos eligiendo a nuestros gobernadores por sorteo.
Tronaba frente a los que le juzgaban y asistíamos al juicio como testigos de una infamia a la que de buen grado contribuiríamos para que radicales como él no nos hagan avergonzar de nuestra cómoda y útil ignorancia. Su mayeútica, desplegada en el ágora emeritense, nos alcanzaba hasta hacernos plantear la cuestión moral del conocimiento y la virtud de nuestras instituciones. Y asistimos a su suicidio como supremo acto de coherencia de un hombre digno y cabal, que acató una sentencia a pesar de su evidente injusticia.
Abandonamos las piedras del foro romano sin poder dejar de comparar las injusticias que continúan cometiéndose en nombre de la democracia para satisfacer al mercado y los poderes establecidos, sin que exista entre nosotros un Sócrates que señale tantos atropellos y descubra la osadía soberbia de los ignorantes que creen saberlo todo porque disponen de la vida y hacienda de los demás. Aquí sobraría cicuta, como sobran caraduras, mediocres y golfos.
Si todos los que incumplieran la ley tuvieran que tomar cicuta como castigo, como se le hizo ingerir al filósofo, la fábrica de ese veneno sería la industria más boyante del país, mucho más que cualquier embotelladora de refrescos de colas, pues apenas daría abasto de satisfacer la demanda. Pero siendo como somos, pendencieros que preferimos que se envenenen los griegos y se pudran en su “corralito”, tal fábrica acabaría en la quiebra, como tantas otras, porque nadie adquiriría cicuta para quitarse de en medio: sobraría cicuta por un tubo.
Viene esto a cuento porque en Mérida, en el impresionante marco de su Teatro Romano, se ha estado representando la obra de Mario Gas y Alberto Iglesias, Sócrates, Juicio y Muerte de un Ciudadano, interpretada y verbalizada con poderosa voz por José María Pou, al que acompaña un reparto lleno de grandes figuras, como Carles Canut, Guillem Motos, Pep Molina, Amparo Pamplona y otros.
Han tenido el detalle, tan oportuno como solidario, de dedicar la obra al pueblo griego, fundador y símbolo de la democracia pero víctima de las leyes (del mercado), del poder (económico) y de la falta de moral y ética (de gobernantes propios y ajenos), y que no deja de estar presente en la mente de los espectadores cuando escuchan a Sócrates reflexionar sobre el escenario acerca de lo que es la democracia, el conocimiento del hombre y la virtud como objetivo de toda sabiduría.
Con el pueblo heleno en el pensamiento, sobrecoge a los asistentes del espectáculo la carencia en la actualidad de pensadores críticos e inconformistas que cuestionen el conocimiento, la política, las costumbres y la religión, como hizo hace siglos el filósofo que, sin dejar nada escrito para la posteridad, tuvo como discípulo nada menos que a Platón.
Precisamente esa actitud descreída, con la que afirmaba que sólo sabía que no sabía nada y que para conocer a los demás hay que empezar por conocerse a uno mismo, fue la que lo llevó a ser considerado un peligro para la sociedad, poco menos que corruptor de jóvenes, no por llevárselos a la cama sino por intentar que pensaran sin anteojeras, y blasfemo de la religión por centrar su pensamiento en el ser humano, único responsable de sus desgracias y de su fortuna. Aquella democracia no podía tolerar sus acusaciones sobre la corrupción en Atenas (¿les suena?) y del papel supersticioso y manipulador de la religión oficial (¿también les suena de algo?).
Tronaba la voz de Pou entre las ruinas del Teatro romano de Mérida como si Sócrates viviera en un tiempo, el presente, aún más desdichado que el que le tocó vivir. Tronaba sobre la democracia invitándonos a pensar si en realidad participamos de ella o seguimos eligiendo a nuestros gobernadores por sorteo.
Tronaba frente a los que le juzgaban y asistíamos al juicio como testigos de una infamia a la que de buen grado contribuiríamos para que radicales como él no nos hagan avergonzar de nuestra cómoda y útil ignorancia. Su mayeútica, desplegada en el ágora emeritense, nos alcanzaba hasta hacernos plantear la cuestión moral del conocimiento y la virtud de nuestras instituciones. Y asistimos a su suicidio como supremo acto de coherencia de un hombre digno y cabal, que acató una sentencia a pesar de su evidente injusticia.
Abandonamos las piedras del foro romano sin poder dejar de comparar las injusticias que continúan cometiéndose en nombre de la democracia para satisfacer al mercado y los poderes establecidos, sin que exista entre nosotros un Sócrates que señale tantos atropellos y descubra la osadía soberbia de los ignorantes que creen saberlo todo porque disponen de la vida y hacienda de los demás. Aquí sobraría cicuta, como sobran caraduras, mediocres y golfos.
DANIEL GUERRERO