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Carta de despedida

Estimado D. José Ignacio Wert:

Ahora que usted ha decidido anticiparse al cierre de la legislatura y marcharse a París, he de reconocer que verdaderamente es un incomprendido genio. De entrada, quisiera manifestarme en contra de todos aquellos que han escrito diciendo que es un desertor y que debía continuar al frente de la ley que sacó adelante solo con el apoyo de su partido.



Nada de deserción; usted ha sido fiel a los principios que recibió en sus años de juventud en aquel selecto colegio, sito en los aledaños del Parque del Retiro de Madrid: reválidas, rezos, misas dominicales, espíritu patriótico y un largo etcétera que abrevio para no aburrir a los lectores.

Como ha comprobado a lo largo de estos casi cuatro años, después de ser nombrado para llevar adelante el cargo de ministro de Educación, Cultura y Deportes, los niños y los jóvenes en la actualidad caminan sin rumbo, están absolutamente perdidos, sin saber lo que es bueno y lo que es malo; todo el santo día enganchados a los móviles pendientes de tonterías y chismorreos. ¡Un auténtico desastre!

Ya nos advirtió de la deriva en la que nos encontrábamos cuando, sin pelos en la lengua, nos dijo que era necesario “españolizar a los niños catalanes”. Esto solo fue un pequeño ejemplo de lo que estaba ocurriendo con las nuevas generaciones, por lo que no le tembló el pulso cuando, tras profundas reflexiones, llegó a la conclusión de que en algún momento de nuestra reciente historia de la educación hubo un punto de inflexión totalmente erróneo en el recto camino, por lo que lo mejor era retornar a ese mismo punto.

Era, pues, necesario mirar hacia atrás e iniciar una nueva andadura en la enseñanza como si no hubiera transcurrido el tiempo. De este modo, ni corto ni perezoso, se sacó de la manga una valiente y sólida ley educativa que acabó conociéndosela por el acrónimo de LOMCE.

¿Y a quién se le podía ocurrir una apuesta tan arriesgada? Pues únicamente a un verdadero quijote, a un auténtico genio a la altura de Galileo Galilei, quien se atrevió, contra viento y marea, desafiar el orden cósmico imperante a comienzos del siglo XVII.

Pero en este caso, y diferencia de aquella mente privilegiada que estuvo a punto de conocer cómo se las gastaba la Santa Inquisición, la Conferencia Episcopal española aplaudió entusiasmada y sin reservas el que los niños volvieran a recibir catequesis en las escuelas públicas y que tuviera el mismo valor académico que las matemáticas, por ejemplo.

Era de esperar que ante tan magnífica ley, toda la chusma, empezando por esas mareas verdes y acabando por el profesorado seudoprogre, comenzara a cuestionar su revolución copernicana educativa, que, atravesando el túnel del tiempo hacia atrás, nos situó en ese punto central a partir del cual se inició el desastre.

Como los grandes espíritus de la historia, caso de Leonardo da Vinci, usted es tan versátil que daba lo mismo que fuera ministro de tantas cosas juntas que embajador de la OCDE en París o, por ejemplo, presidente de cualquiera de las empresas que hacen perforaciones en el Atlántico en busca de petróleo. Sin lugar a dudas, su enorme talento le capacita para dirigir los más dispares proyectos.

Por otro lado, ¿qué decir de ese maravilloso encuentro con la persona amada, nada menos que en París, ciudad romántica por antonomasia?

Todo un auténtico relato de amor, digno de las mejores páginas de Romeo y Julieta, en la versión de William Shakespeare; o de esas imágenes de despedida de la película Casablanca que a todos nos conmovieron; o, también, de la historia que se desarrolla en Love Story, para que la gente de hoy entienda bien su idilio.

Lástima que el enlace no se produjera en la catedral de Notre Dame de París, ya que es lo menos que se merecían ambos. Pero entiendo que, dada su natural modestia, no quisiera que las más importantes cadenas televisivas se llenaran con ese evento.

Ahora que reside en uno de los barrios más selectos de la capital gala, sé que el tiempo hará justicia con usted y acallará las lenguas viperinas que no hacen más que cuestionar su gran aportación al desarrollo de este triste país que menosprecia a sus mejores hijos.

Pasados los años, se le reconocerán sus innegables méritos. Se comprenderá que tenía toda la razón cuando nos dejó esa joya llamada LOMCE. Por lo pronto, quien le ha suplido en su cargo sigue la misma senda que usted ha marcado, sabiendo que vamos por buen camino.

De todos modos, al escribir esta carta de despedida, cierta tristeza me embarga el alma, por lo que espero que sea una despedida provisional y que, alguna que otra vez, lo veamos por estos lares con su serena sonrisa y su docta inteligencia que no hemos sabido aprovechar.

Con todo, desde las tierras hispanas, deseo que sea muy feliz en su nueva etapa, al tiempo que le ruego acoja estas modestas líneas de una incondicional y ferviente admiradora suya.

Firmado: Curri Venezuela

AURELIANO SÁINZ
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