El Partido Popular cultiva unas “amistades” sumamente peligrosas que ponen en tela de juicio su credibilidad y honorabilidad. Se trata de “amigos” que hunden la reputación de cualquiera que se relacione con ellos. Si saber escoger las amistades es lo primero que un padre enseña a sus hijos, en las formaciones políticas debiera ser una precaución tanto más rigurosa cuantos mayores sean las responsabilidades que asuman sus dirigentes. Es inconcebible que un presidente de Gobierno intercambie “mensajitos” de móvil con un delincuente en la cárcel bajo la excusa de creer en la inocencia del “amigo” apresado.
De igual modo, resulta inaudito que la máxima autoridad policial de un país reciba en su despacho oficial a otro delincuente para tratar asuntos supuestamente “personales” relativos a esa “amistad” que les une. En ambos casos, basados en hechos reales y no en suposiciones teóricas, la corrupción –económica y política– aparece como la causa que caracteriza y torna “peligrosas” a tales amistades y destruye la legitimidad de los gobernantes. Son dos ejemplos que han acontecido realmente y que evidencian claramente una forma de proceder del Partido Popular y de sus dirigentes.
Si ya Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, tuvo que dar explicaciones en el Congreso de los Diputados por sus mensajes con el que fuera tesorero y gerente de su partido, Luis Bárcenas, encarcelado a causa de una pieza separada del caso Gürtel que investiga la financiación ilegal y los sobresueldos distribuidos entre los dirigentes de la formación política, explicaciones que apenas convencieron a nadie, ahora se descubre que otro miembro del Gobierno, el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz, mantuvo una reunión “personal” en su despacho ministerial con el imputado Rodrigo Rato, al que investiga la Policía Judicial por presunto blanqueo de dinero, evasión de divisas y otros delitos fiscales.
Si Rajoy aludió en aquella ocasión a la “amistad” para mantener contacto con un delincuente encarcelado, el ministro esgrime ahora “asuntos personales” para recibir a otro delincuente en sede ministerial. A nadie se le escapa que la característica común de estos delincuentes es su pertenencia al Partido Popular y las importantes responsabilidades que asumieron en el mismo antes de ser imputados, detenidos y verse envueltos en procesos judiciales por corrupción.
Podría entenderse que una falta de prudencia y la más desbordante ingenuidad movieron a correligionarios con responsabilidades de Gobierno a conservar viejas amistades con compañeros caídos en desgracia y cuyo comportamiento delictivo es ajeno al partido en el que todos militan. Si sólo se tratara de un caso aislado, podría perdonarse el descuido. Pero ni se trata de un hecho puntual ni afecta sólo al imputado y sus manejos.
El propio presidente del Gobierno figura como receptor de “sobres” opacos en la contabilidad “b” del Partido Popular, papeles por los que se juzga al tesorero que él nombró, y el ministro que no duda en mandar a la policía a disolver manifestaciones de estudiantes y desalojar familias afectadas por un desahucio, abre las puertas de su despacho a un “compi” exministro, diseñador de la política económica neoliberal que enriquece a los ricos y empobrece a los pobres, tan experto en finanzas que es cogido haciendo trampas, para hablar de “lo que le está pasando” con este fuego “amigo” que sufre en la actualidad.
Más que la desfachatez de amparar a delincuentes “amigos” por parte del Gobierno, lo realmente grave de estos hechos es la cada vez más innegable constatación de que, detrás de esos comportamientos, la corrupción que afecta al Partido Popular es estructural, supone una forma de financiación consolidada, al margen de la legalidad, basada en adjudicaciones públicas a cambio de comisiones y “donativos”, de la que se aprovechan aquellos actores insertos en la trama y cuya avaricia es inversamente proporcional a sus convicciones éticas o morales.
Lo realmente peligroso de los casos de corrupción que afectan al Partido Popular, partido con responsabilidades de Gobierno, es el deterioro que provocan -¡ojalá que no de forma irreversible!- en la confianza ciudadana por la política, en la idoneidad del sistema democrático y en la credibilidad de las instituciones. La desafección, el hastío y el repudio que invade a los ciudadanos, al asistir impávidos a comportamientos más propios de familias mafiosas que de organizaciones políticas, abonan la aparición de fenómenos populistas, a derecha e izquierda, que germinan del descontento de la gente.
Estos “amigos” delincuentes ponen en evidencia la actitud “comprensiva” del Gobierno para con los suyos caídos en desgracia, resaltan el atropello que se comete contra el Estado de Derecho para que los “amigos” sorteen la aplicación rigurosa de la Ley y la Justicia, sin distingos ni privilegios, y ponen de manifiesto la magnitud de un mal, cual es la corrupción, que parece ser consustancial al sistema y al ejercicio de la política en nuestro país.
Rajoy con sus mensajitos y Fernández Díaz con su reunión demuestran ser asequibles a los corruptos y no muros de contención frente a los mismos. Lo malo de las amistades peligrosas es que turban la rectitud y convicciones de los que las aceptan y contagian el relativismo de su moral.
Como se le exigía a la mujer del César, el Gobierno también no sólo ha de ser honrado y honesto, cumpliendo la legalidad, sino parecerlo. Y no parece ético ni estético que los valedores de las leyes den cobijo y atiendan a los que las incumplen y las violan, aunque sean compañeros ideológicos y amigos “personales”.
En cualquier democracia de nuestro entorno, con las que nos equiparamos, un comportamiento como el del ministro del Interior, recibiendo en su despacho a un correligionario inserto en un proceso judicial, hubiera dado lugar a su inmediata destitución. Eso es lo que haría un presidente de Gobierno si no se comportara del mismo modo que su ministro y se abstuviera, él también, de atender a compañeros encarcelados. Un Gobierno, como un hijo, no puede andar con ladrones…
De igual modo, resulta inaudito que la máxima autoridad policial de un país reciba en su despacho oficial a otro delincuente para tratar asuntos supuestamente “personales” relativos a esa “amistad” que les une. En ambos casos, basados en hechos reales y no en suposiciones teóricas, la corrupción –económica y política– aparece como la causa que caracteriza y torna “peligrosas” a tales amistades y destruye la legitimidad de los gobernantes. Son dos ejemplos que han acontecido realmente y que evidencian claramente una forma de proceder del Partido Popular y de sus dirigentes.
Si ya Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, tuvo que dar explicaciones en el Congreso de los Diputados por sus mensajes con el que fuera tesorero y gerente de su partido, Luis Bárcenas, encarcelado a causa de una pieza separada del caso Gürtel que investiga la financiación ilegal y los sobresueldos distribuidos entre los dirigentes de la formación política, explicaciones que apenas convencieron a nadie, ahora se descubre que otro miembro del Gobierno, el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz, mantuvo una reunión “personal” en su despacho ministerial con el imputado Rodrigo Rato, al que investiga la Policía Judicial por presunto blanqueo de dinero, evasión de divisas y otros delitos fiscales.
Si Rajoy aludió en aquella ocasión a la “amistad” para mantener contacto con un delincuente encarcelado, el ministro esgrime ahora “asuntos personales” para recibir a otro delincuente en sede ministerial. A nadie se le escapa que la característica común de estos delincuentes es su pertenencia al Partido Popular y las importantes responsabilidades que asumieron en el mismo antes de ser imputados, detenidos y verse envueltos en procesos judiciales por corrupción.
Podría entenderse que una falta de prudencia y la más desbordante ingenuidad movieron a correligionarios con responsabilidades de Gobierno a conservar viejas amistades con compañeros caídos en desgracia y cuyo comportamiento delictivo es ajeno al partido en el que todos militan. Si sólo se tratara de un caso aislado, podría perdonarse el descuido. Pero ni se trata de un hecho puntual ni afecta sólo al imputado y sus manejos.
El propio presidente del Gobierno figura como receptor de “sobres” opacos en la contabilidad “b” del Partido Popular, papeles por los que se juzga al tesorero que él nombró, y el ministro que no duda en mandar a la policía a disolver manifestaciones de estudiantes y desalojar familias afectadas por un desahucio, abre las puertas de su despacho a un “compi” exministro, diseñador de la política económica neoliberal que enriquece a los ricos y empobrece a los pobres, tan experto en finanzas que es cogido haciendo trampas, para hablar de “lo que le está pasando” con este fuego “amigo” que sufre en la actualidad.
Más que la desfachatez de amparar a delincuentes “amigos” por parte del Gobierno, lo realmente grave de estos hechos es la cada vez más innegable constatación de que, detrás de esos comportamientos, la corrupción que afecta al Partido Popular es estructural, supone una forma de financiación consolidada, al margen de la legalidad, basada en adjudicaciones públicas a cambio de comisiones y “donativos”, de la que se aprovechan aquellos actores insertos en la trama y cuya avaricia es inversamente proporcional a sus convicciones éticas o morales.
Lo realmente peligroso de los casos de corrupción que afectan al Partido Popular, partido con responsabilidades de Gobierno, es el deterioro que provocan -¡ojalá que no de forma irreversible!- en la confianza ciudadana por la política, en la idoneidad del sistema democrático y en la credibilidad de las instituciones. La desafección, el hastío y el repudio que invade a los ciudadanos, al asistir impávidos a comportamientos más propios de familias mafiosas que de organizaciones políticas, abonan la aparición de fenómenos populistas, a derecha e izquierda, que germinan del descontento de la gente.
Estos “amigos” delincuentes ponen en evidencia la actitud “comprensiva” del Gobierno para con los suyos caídos en desgracia, resaltan el atropello que se comete contra el Estado de Derecho para que los “amigos” sorteen la aplicación rigurosa de la Ley y la Justicia, sin distingos ni privilegios, y ponen de manifiesto la magnitud de un mal, cual es la corrupción, que parece ser consustancial al sistema y al ejercicio de la política en nuestro país.
Rajoy con sus mensajitos y Fernández Díaz con su reunión demuestran ser asequibles a los corruptos y no muros de contención frente a los mismos. Lo malo de las amistades peligrosas es que turban la rectitud y convicciones de los que las aceptan y contagian el relativismo de su moral.
Como se le exigía a la mujer del César, el Gobierno también no sólo ha de ser honrado y honesto, cumpliendo la legalidad, sino parecerlo. Y no parece ético ni estético que los valedores de las leyes den cobijo y atiendan a los que las incumplen y las violan, aunque sean compañeros ideológicos y amigos “personales”.
En cualquier democracia de nuestro entorno, con las que nos equiparamos, un comportamiento como el del ministro del Interior, recibiendo en su despacho a un correligionario inserto en un proceso judicial, hubiera dado lugar a su inmediata destitución. Eso es lo que haría un presidente de Gobierno si no se comportara del mismo modo que su ministro y se abstuviera, él también, de atender a compañeros encarcelados. Un Gobierno, como un hijo, no puede andar con ladrones…
DANIEL GUERRERO