Estoy cansada de soportar el peso de mis ideas. A veces es tan fuerte que el cuello me duele y la mandíbula se me contrae. Para aliviar esta carga he decidido escribir este diario. Quiero volcar aquí mis frustraciones, penas, alegrías, momentos brillantes... Pero, sobre todo, lo que quiero dejar aquí escrito son esos pensamientos que han decidido montarse en un carrusel de movimiento perpetuo, que giran y giran sin que quieran bajarse de mi cabeza.

Hace ya tiempo que sé que soy una equilibrista: sé que vivo sobre un alambre. A veces, soy capaz de guardar el equilibrio y estar en paz; y, a veces, demasiadas veces, me tambaleo en esta cuerda que es la vida.
Quería haber empezado a escribir hace tiempo, pero las últimas sacudidas me han hecho pendular tanto que casi pierdo el equilibrio para siempre. He visto el abismo, ese sitio negro en el que es fácil caer si te enredas en ideas oscuras y falsamente premonitorias de males y desgracias. Sé que soy muy aprensiva y que dentro de mí hay una hipocondriaca enfermiza.
Aún no entiendo por qué a una parte de mí, o de mi cerebro, le gusta castigarme. No quiere que yo avance. El psicólogo me dice que todos tenemos esa parte gelatinosa, negruzca y fría en nuestra cabeza que nos manda mensajes funestos para paralizarnos.
Cuando me sumerjo en esa piscina ponzoñosa soy incapaz de ver la claridad y, además, mis ojos solo sirven para decirme que “los otros son más felices”. Yo creo que se han quedado con el título del libro de Laura Freixas, pero no son la moraleja del mismo.
Nos empeñamos en mirar y no ver. Solo vemos el exterior de las personas y, si las vemos sonreír, nos parecen más felices, con menos problemas y más adaptadas a esta sociedad cambiante, que a menudo se vuelve depredadora. Si la gente mira a la Marta que va por la calle verán a una chica pelirroja de ojos color ámbar y piel bastante morena, con aspecto desenfadado y que desprende seguridad. Ellos no ven a mí. Seguramente Marta no es un nombre para una equilibrista. Pero yo no lo elegí.

Hace ya tiempo que sé que soy una equilibrista: sé que vivo sobre un alambre. A veces, soy capaz de guardar el equilibrio y estar en paz; y, a veces, demasiadas veces, me tambaleo en esta cuerda que es la vida.
Quería haber empezado a escribir hace tiempo, pero las últimas sacudidas me han hecho pendular tanto que casi pierdo el equilibrio para siempre. He visto el abismo, ese sitio negro en el que es fácil caer si te enredas en ideas oscuras y falsamente premonitorias de males y desgracias. Sé que soy muy aprensiva y que dentro de mí hay una hipocondriaca enfermiza.
Aún no entiendo por qué a una parte de mí, o de mi cerebro, le gusta castigarme. No quiere que yo avance. El psicólogo me dice que todos tenemos esa parte gelatinosa, negruzca y fría en nuestra cabeza que nos manda mensajes funestos para paralizarnos.
Cuando me sumerjo en esa piscina ponzoñosa soy incapaz de ver la claridad y, además, mis ojos solo sirven para decirme que “los otros son más felices”. Yo creo que se han quedado con el título del libro de Laura Freixas, pero no son la moraleja del mismo.
Nos empeñamos en mirar y no ver. Solo vemos el exterior de las personas y, si las vemos sonreír, nos parecen más felices, con menos problemas y más adaptadas a esta sociedad cambiante, que a menudo se vuelve depredadora. Si la gente mira a la Marta que va por la calle verán a una chica pelirroja de ojos color ámbar y piel bastante morena, con aspecto desenfadado y que desprende seguridad. Ellos no ven a mí. Seguramente Marta no es un nombre para una equilibrista. Pero yo no lo elegí.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ