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Aureliano Sáinz | Tess Asplund

Corría el año 1955. Hacía una década que había terminado la Segunda Guerra Mundial. Sobre los escombros de los países que la habían sufrido emergió con fuerza un nuevo capitalismo, ya que la reconstrucción de esos países implicaba grandes inversiones económicas y tecnológicas. En Estados Unidos se vivía la euforia de un nuevo bienestar económico, tras el crack del 29. Por otro lado, los jóvenes comenzaban a sentirse protagonistas de su mundo, especialmente a través de la música comandada por un joven llamado Elvis Presley.



Sin embargo, en medio de esas imágenes de euforia y placidez que nos transmitían las películas que se producían en Hollywood, la discriminación racial era una de las características que definían a una sociedad con alto desarrollo económico, pero que pesaba sobre ella el lastre del racismo, como la herencia sufrida por una población que había sido arrancada de su África natal para ser llevada como meros esclavos para trabajar en las plantaciones sureñas.

Día 1 de diciembre de 1955. Una mujer negra de cuarenta y dos años, Rosa Parks, toma una decisión arriesgada: no va a admitir que se la siga considerando como un ser inferior por aquellos que tienen la piel blanca.

Se monta en el autobús. Mira y se sienta en un sitio que encuentra libre. Se le ha acercado un hombre blanco y le pide que le ceda el asiento, tal como marca la ley, y se vaya a la parte trasera, que es el lugar reservado a los negros como ella. Rosa Parks se niega. Considera que no tiene que humillarse más, tal como han estado haciendo generaciones anteriores. El hombre de raza blanca la denuncia y Rosa acaba en la cárcel.

Este gesto, que hoy nos parece tan nimio, para la mentalidad racista de la población de los Estados sureños, caso de Alabama, fue una auténtica afrenta. Sin embargo, con ese sencillo acto se rompería uno de los eslabones de la cadena que ataba a toda una población de raza negra al desprecio de los racistas sureños.

Por entonces, no hubo ninguna cámara que recogiera la instantánea de Rosa Parks negándose a levantarse. Eran tiempos en los que no existían los móviles, tan extendidos actualmente entre la población. No obstante, el nombre de una mujer pasaría a la historia de la liberación de los seres humanos por un gesto sencillo, cuyo significado supuso un paso de gigante hacia la igualdad.



1 de mayo de 2016. Otra mujer de tez oscura ocupa las portadas de los diarios impresos y digitales de todos los países del mundo. Se trata de Tess Asplund. También cuenta con 42 años, como los de Rosa Parks, cuando tiene el coraje de enfrentarse a los neonazis de su país.

Su gesto: ponerse en medio del recorrido que llevarían a cabo unos trescientos miembros del denominado Movimiento de Resistencia Nórdica en Borlänge, una pequeña ciudad de cincuenta mil habitantes no muy lejos de Estocolmo, la capital de Suecia.

Ahí está ella. Figura frágil con el puño levantado, para, con este gesto, hacer frente al odio que destilan esos racistas, rapados, con camisas blancas y corbata negra, que miran de frente con furia, como deseando expulsar de las tierras de Suecia a todos aquellos que tienen la piel oscura, como es el caso de Tess Asplund.

Es posible que estos fieros neonazis no sepan que esa mujer de piel oscura es sueca, porque María-Teresa, nombre que le pusieron sus padres adoptivos, había nacido en la localidad colombiana de Cali, siendo tomada en adopción cuando tenía tan solo siete meses.

Quizás, la protagonista tampoco llegara a imaginarse que este gesto sencillo y valiente iba a ser conocido en el resto del mundo. Lo cierto es que la instantánea que había recogido el periodista David Lagërlof se extendió rápidamente por las redes sociales, por lo que ha quedado registrada para memoria.



Posteriormente, los medios nos han informado que Tess Asplund es desde hace 26 años miembro de la asociación ‘Dalarna contra el Racismo’, por lo que sabe que, incluso en países con un alto grado de bienestar como es Suecia, existen grupos racistas y xenófobos que, bajo el paraguas del nacionalismo, están al acecho para hacerse visibles e intimidar a la población.

Es lo que tras el gesto de desafío ha logrado sentir. Ella es madre de dos niñas y desea vivir en paz, aunque sabe que todos esos que portaban tantas banderas con un logotipo que tiene semejanzas con la esvástica nazi son seres cargados de odio visceral y que no olvidan que una mujer de tez oscura se les cruzó en su camino, al tiempo que, con mirada firme, desafió a todos ellos que, cual manada, caminaban juntos pretendiendo atemorizar a la población para que se levanten murallas ante esos inmigrantes que ‘ensucian’ su patria.

Y es que la crisis económica, como la que actualmente vivimos, ha resucitado el racismo y la xenofobia: desde Grecia a Suecia; desde Francia, Austria y Alemania a los antiguos países del Este, se extiende de manera imparable. Tristemente, de nuevo, nos encontramos con el odio en estado puro hacia aquellos que huyen de las guerras y la pobreza que asolan países y se acercan a la blanca y rica Europa con el deseo de sobrevivir.

Pero el gesto de Tess Asplund, como en su día lo fue el de Rosa Parks, debe convertirse en un verdadero símbolo que alumbre y dé coraje para que rechacemos sin ambages las manifestaciones discriminatorias hacia cualquier ser humano.

AURELIANO SÁINZ
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