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Gonzalo Pérez Ponferrada | Carne de novio

Me llamo María Madrid y me he comido a mi novio. Amé y quise a mi novio Guillermo hasta límites que rozan la indecencia. Aún así, lo reconozco: experimenté más placer alimentándome con su carne que haciendo el amor con él. Masticándolo descubrí un goce sublime.



He tardado más de un mes en comérmelo. Lo maté un lunes a las tres de la tarde con el martillo que tengo en la cocina. Fue muy duro despedirme de Guillermo. Lo decidimos entre los dos. Él me dio el martillo y yo le partí el cráneo. Me dijo: “María, dame un golpe seco por detrás, en la base de la cabeza. Si en el último momento grito, no me hagas caso. Golpéame fuerte para que no me duela mucho”.

Al principio estaba muy asustada pero cuando le di el segundo porrazo y babeó, todo fue más fácil. Me volví como loca. Le di uno, dos, tres, cuatro... hasta veinte martillazos en la cabeza. Él gimió al comienzo. Después solo se apreció el ruido acolchado del martillo destrozando sus sesos. Algo así como chof, chof.

Con su carne no tuve problemas. A lo largo del mes que he estado comiéndomelo lo he saboreado de formas muy variadas. A la plancha, guisado, y rebozado. Los huesos dieron más problemas: algunos los utilicé para el cocido; otros tuve que triturarlos hasta el punto de hacer una harina amarillenta que me recordaba al gofio canario.

Guillermo prefirió morir por mí. Disolverse entre mi saliva. Él quería ser mi digestión, entrar en mi sangre y alimentar con su esencia todas mis células. A veces pienso que debería estar muerta yo. Al principio ésa fue la única opción. Es más, yo estaba dispuesta a ser su alimento. Me hubiera dejado devorar por él. Me gustaba fantasear con la idea de ser sacrificada, de pertenecerle.

Quisimos alcanzar al amor en toda su pureza. Quizá fue por eso, cuando nos tomamos en serio aquella leyenda. Él me contó que el dramaturgo Aristófanes .que vivió allá por el año 444 a.C.- fue el que describió por primera vez esa historia de perfección. Comenzaba así:

Antaño, cuando la memoria se pierde en los confines de la creación, los seres humanos éramos andróginos. Teníamos dos caras opuestas. Una de mujer y la otra de hombre. Andábamos con cuatro piernas y teníamos cuatro brazos. Éramos tan vanidosos y peligrosos que Zeus nos partió por la mitad con un rayo. Desde entonces somos unos infelices y vagamos por la tierra buscando la otra mitad para obtener placer y descendencia.

Echo de menos sus caricias pausadas. Las uñas rozando levemente mi espalda. Los besos recorriendo toda mi geografía íntima. Nos uníamos en una comunión perfecta. El sexo para mí en aquella época se deslizaba entre las yemas de sus dedos. Me descubría en su piel todas esas sensaciones que se aprenden soñando. Estaba muy enamorada. Palpaba su alma entre mis labios.

El placer. Ése fue el único objetivo. Queríamos experimentar el verdadero éxtasis entre dos enamorados. Fundirnos en un solo ser. Volver a ser andróginos. Los dos queríamos ser uno. Disolvernos en una misma naturaleza, y la única manera de conseguirlo era que uno de los dos se comiera al otro.

"Lo de comerme a Guillermo fue un acto de amor", le comenté a Pascual, mi nuevo novio. Pascual era un chico muy sencillo, y no entendió muy bien la historia que acababa de contarle. Tardó solo unos minutos en comprenderlo todo. Fue justamente cuando le clavé en el pecho un cuchillo jamonero. Ahí, entre sus propios estertores, comenzó a atar los cabos sueltos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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