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Pepe Cantillo | Basta ya

La violencia física, verbal o psicológica se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Desde la política al deporte, pasando por la calle, en las redes sociales –con frecuencia mal-olientes–, en los medios de comunicación y, sobre todo, en las clamorosas muertes de mujeres a manos de un verdugo cruel: el macho. Asunto amargo y luctuoso, “triste, fúnebre y digno de llanto”, el panorama que nos está ofreciendo el poco tiempo que ha transcurrido de 2017.



La violencia es un estigma cruel que ha invadido nuestro entorno social, quizás porque hemos perdido el respeto más elemental a las personas; quizás porque matar o ejercer violencia no sale caro; quizás porque nos divierte vivir peligrosamente y jugar al límite. Quizás porque cada vez la pasividad es mayor –hay más mano ancha–. Muchas son las razones que se pueden aducir. ¿Transgredir las normas y ser violento puede salir gratis?

Valga de ejemplo la reducción de pena al joven que propinó una somanta de palos a su compañera. Dos escalofriantes casos relativamente recientes. No hace mucho, finales de febrero, en Argentina, “un cabreado adolescente mata al bebé de su novia porque le ha roto el móvil”. En España, “un joven apuñala al compañero de piso por roncar”. ¡Tremendo!

Alguien dirá que solo son actos puntuales y aislados. La realidad dice lo contrario a la vista del crecido número de víctimas, sobre todo femeninas, en lo que llevamos de año. Veinte son muchas para dos meses que, sumadas a años anteriores, dan un balance fatal. Según datos oficiales, desde el año 2004, han sido asesinadas más de 797 mujeres.

¿Qué hacer para reducir hasta cero esta situación? El tema es complicado por más ganas que tengamos desde las directrices que pueda sugerir el sentido común. Las heridas que deja dicha violencia son terribles. La físicas cicatrizan con el tiempo; otras, como las psicológicas, que para más inri (escarnio) no se ven, dejan huellas indelebles en lo más profundo del alma. Desde la mísera humillación a la muerte hay todo un infierno moral.

Vaya por delante que matar por amor no es tolerable. Creo que el problema tiene raíces más profundas. Somos la única especie animal que mata a la hembra sin misericordia. El macho humano despechado mata por resabios patriarcales, porque sólo eres mía, que se puede traducir en un batiburrillo entre celos, control, dominio total, saña, posesión a machamartillo, abuso físico o sexual. Un infierno que, por desgracia, no lo padece solo nuestro país, aunque eso no consuela. En Méjico, la violencia machista asesina cada día a unas siete mujeres.

La violencia sexista, subyacente en nuestro entorno, manifiesta lo bajo que hemos caído como seres racionales. Representa una mísera lacra que está pasando factura: primero, a las víctimas; segundo, a los hijos y a la familia; y, en última instancia, marca la pobreza moral de nuestra sociedad.

Cuando llegan señaladas fechas en las que recordamos el valor y la presencia de la mujer (25 noviembre, 8 de marzo), gritamos alto, proclamando el derecho a la vida, a la igualdad, en todos los ámbitos. Puede que nuestro ego se sienta gratificado porque hemos cumplido con la teoría. Unos actuarán convencidos de lo que hacen y dicen; otros arrastrados por el entorno para no señalarse; los más vociferaran desde lo políticamente correcto. Y la cuenta de muertes sigue implacable.

Incluso el bombardeo mediático alrededor del tema se hace trepidante. Como otras tantas fechas-recordatorio, gritamos indignados, lanzamos soflamas y anatemas y unos días después ocurre que “con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”, como dice la canción.

Y así todos contentos. Para muchos son solo posturas y poses porque, una vez apagadas las luces del escenario, en la tramoya todo sigue igual. La realidad del día después es tozuda. Algo falla en estos discursos como en tantos otros. Por desgracia, la historia está empedrada de buenas intenciones y mínimas o nulas acciones. En este asunto inhumano y cruel, fatídicamente no podía ser de otra manera.

Estamos ante una epidemia de nefastas consecuencias, grave, que ataca inmisericorde sembrando nuestro entorno de víctimas femeninas. ¿Aversión a las mujeres? Eso sería misoginia en el más amplio sentido de la palabra. En las circunstancias aciagas de tantas mujeres asesinadas subyace el desgraciado sonsonete de la canción “la maté porque era mía y si vuelve a nacer otra vez la mataría”. Asqueroso sentido de pertenencia.

Se lucha por educar en la igualdad aunque ésta, en la práctica, esté aún por conseguirse. No nos engañemos: un cambio de lenguaje, por desgracia, no reemplaza las actitudes de dominio de un sexo sobre el otro, ni evita muertes. La igualdad de la mujer y el hombre estriba en cambios de mentalidad mucho más profundos, esenciales y necesarios. Nos jugamos mucho, sobre todo vidas que quedan vilmente asesinadas a la vera del camino.

Seamos realistas. Pasó la fase de emitir folletos informativos que ya tenemos muchos y suelen terminar en la papelera. Hay que actuar de forma contundente desde la justicia. ¡Leyes! para cumplirlas a rajatabla y caiga quien caiga. “Quien a hierro mata a hierro muere”, dice el refrán. No estoy abogando por la pena de muerte, pero sí porque el peso de la ley caiga sobre los maltratadores.

Por cierto, el mejor servicio que podemos hacer y ofrecer a cualquier víctima no es un “funeral de Estado” como se viene apuntando, sino prevenir, proteger ante su situación de peligro. Impedir que se las carguen y condenar a todas las penas legalmente posibles a los agresores. Politizar el tema, para salir en la foto, queda muy sugerente y al final se convertiría en algo rutinario. Las mujeres muertas no quieren honores patrios. Desde la tumba claman contra dichos dislates. Quieren justicia y no más víctimas. ¡Qué listos son los padres de la patria!

Traducido a la pura realidad. Desde todos los ángulos se nos está bombardeando con promesas, leyes, consignas, palabras, incluido este artículo si, a la postre, se queda en “otro discurso más”. Cada cual que tome el toro por los cuernos… Basta de palabrería y vamos a los hechos.

El tema atañe a todos y cada uno de nosotros como personas. El hombre (¿macho?) es quien más puede hacer para atajar esta epidemia, puesto que es el mayor depredador. Estamos ante un desafío general en el que todos, hombres y mujeres, tenemos que arrimar el hombro. Hombres aprendiendo respeto, mujeres denunciando agresiones.

Desciendo al terreno que más nos debe preocupar porque marcará, en el mismo o en distinto color, el futuro de nuestra sociedad: la juventud. Tristeza, rabia, dolor, amargura es lo que produce leer que la violencia machista ha aumentado entre nuestros jóvenes.

Según datos de distintas fuentes, las chicas entre 12 y 14 años prefieren a chicos más mayores, posiblemente porque se sienten mayores también y alagadas, envidiadas y pueden que estén aceptando como normal que él las domine. Quiero dejar claro que no pretendo culpabilizar a las chicas y sí marcar esa diferencia de edad como, quizás, un agravante de la odiosa violencia, por aquello de que no hemos desterrado el estereotipo de que el hombre es el fuerte y la mujer, la débil.

Años de lucha en pro de una educación en igualdad hombre-mujer y esfuerzos de padres, docentes e instituciones se hacen añicos ante una realidad abrumadora que muestra cómo no solo no ha disminuido dicha violencia sino que en los últimos años ha aumentado y ya no son solo los adultos que quizás, me atrevo a decir, vivieron en una sociedad cerrada, castradora, los que están a la greña, sino los más jóvenes. Esa juventud que teóricamente ha recibido mejor educación, que ha tenido mejores medios informativos y muchas más mano ancha.

La educación es la clave de un futuro más humano, más justo, si queremos ahorrarnos contratiempos, sustos y disgustos. Educación con mayúscula que esté más allá y por encima de intereses capantes, maniqueistas, mercantilistas, sectarios o partidistas.

Pero dicha educación está en manos de los políticos, para desgracia de todos. Y así nos luce el pelo. Ni la derecha tiene zorra idea de cómo educar globalmente, ni la izquierda quiere una educación crítica o integral. Solo parece que buscan montar bulla mientras la escuela pública se hunde por las goteras que tiene. Entre tanto, los políticos de todos los colores mandan a sus retoños a estudiar fuera del país o a centros elitistas. Claro, diréis, es lógico que quieran lo mejor para sus hijos.

Cierro estas líneas con unas palabras de Isadora Duncan, referidas a la mujer: “Ya fuiste usada. No permitas ser dominada”. Quede claro que nadie es propiedad de nadie y todos somos necesarios. La mujer exige igualdad y respeto; el sentido común, también. ¡Basta de muertes ignominiosas!

PEPE CANTILLO
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