En los últimos años, Francia se ha acostumbrado a ser un foco de sustos de diferente naturaleza. Por suerte, esta vez no hemos tenido que lamentar la existencia de víctimas mortales. Notre-Dame es un símbolo francés, así como del imaginario europeo. Muchos occidentales se han volcado en redes sociales e, incluso, han donado dinero para su reparación. Todo estupendo.
Ahora bien, hay desastres mucho más graves en otros lugares del mundo que no tienen la misma repercusión. No vamos a entrar en moralinas pueriles sobre si es correcto o moral que un español se preocupe más de lo que ocurra en Australia que en Nigeria. Pero sí nos llama más la atención el hecho de que la globalización tenga unos límites tan evidentes.
La globalización se ha abierto paso como proceso natural y necesario del sistema capitalista. La libre circulación de personas —o lo que es lo mismo, tener un mercado laboral más amplio por parte de los dueños del Capital—, sumado a la hipercompetitividad impuesta por la supresión o reducción de aranceles —con las evidentes ventajas para los países con menos gastos laborales, o sea, con peores condiciones para sus trabajadores—, han impuesto un nuevo modelo de vida.
Este modelo de vida, facilitado por las mejoras en las tecnologías de telecomunicaciones y transporte, se sustenta en el aumento de las relaciones líquidas, como predijo Zigmunt Bauman, en la incertidumbre y en otros efectos negativos. Sin embargo, a pesar de que el Capital ya es global, todavía las mentalidades no lo son.
Si mañana hubiera una avalancha en la Meca y murieran cientos de personas, lo más probable es que nos enteráramos en cuestión de minutos. Sin embargo, un atentado terrorista con un par de fallecidos en Francia nos afectaría muchísimo más.
Pero vamos más allá. El país más orgulloso de su sistema económico capitalista, Estados Unidos, está en debate por el convencimiento de parte de su población de que es necesario poner muros físicos a emigrantes y ampliar los muros económicos, los aranceles, a sus competidores.
Sacamos de estos ejemplos dos conclusiones lógicas. La primera es que la globalización puede afectar a la concepción del mundo, pero tiene influencia limitada en la conformación de la identidad, por muy difusa que esta sea. La segunda, que la globalización es un arma de doble filo: aporta grandes beneficios, sin duda, pero está llevando al límite al sistema capitalista, que en su versión más liberal es incompatible, ya no solo con la vida —que es lo que menos les importa a quienes nos gobiernan—, sino con la propia sostenibilidad del sistema político-social.
Si se mantiene la versión de que el incendio de la Catedral de Notre-Dame ha sido un accidente, quedará como una mera anécdota. Sin embargo, en un momento en el que nos toca repensar sobre nuestra realidad y el proyecto de futuro de Occidente, este incendio nos da la oportunidad de reflexionar.
Ahora bien, hay desastres mucho más graves en otros lugares del mundo que no tienen la misma repercusión. No vamos a entrar en moralinas pueriles sobre si es correcto o moral que un español se preocupe más de lo que ocurra en Australia que en Nigeria. Pero sí nos llama más la atención el hecho de que la globalización tenga unos límites tan evidentes.
La globalización se ha abierto paso como proceso natural y necesario del sistema capitalista. La libre circulación de personas —o lo que es lo mismo, tener un mercado laboral más amplio por parte de los dueños del Capital—, sumado a la hipercompetitividad impuesta por la supresión o reducción de aranceles —con las evidentes ventajas para los países con menos gastos laborales, o sea, con peores condiciones para sus trabajadores—, han impuesto un nuevo modelo de vida.
Este modelo de vida, facilitado por las mejoras en las tecnologías de telecomunicaciones y transporte, se sustenta en el aumento de las relaciones líquidas, como predijo Zigmunt Bauman, en la incertidumbre y en otros efectos negativos. Sin embargo, a pesar de que el Capital ya es global, todavía las mentalidades no lo son.
Si mañana hubiera una avalancha en la Meca y murieran cientos de personas, lo más probable es que nos enteráramos en cuestión de minutos. Sin embargo, un atentado terrorista con un par de fallecidos en Francia nos afectaría muchísimo más.
Pero vamos más allá. El país más orgulloso de su sistema económico capitalista, Estados Unidos, está en debate por el convencimiento de parte de su población de que es necesario poner muros físicos a emigrantes y ampliar los muros económicos, los aranceles, a sus competidores.
Sacamos de estos ejemplos dos conclusiones lógicas. La primera es que la globalización puede afectar a la concepción del mundo, pero tiene influencia limitada en la conformación de la identidad, por muy difusa que esta sea. La segunda, que la globalización es un arma de doble filo: aporta grandes beneficios, sin duda, pero está llevando al límite al sistema capitalista, que en su versión más liberal es incompatible, ya no solo con la vida —que es lo que menos les importa a quienes nos gobiernan—, sino con la propia sostenibilidad del sistema político-social.
Si se mantiene la versión de que el incendio de la Catedral de Notre-Dame ha sido un accidente, quedará como una mera anécdota. Sin embargo, en un momento en el que nos toca repensar sobre nuestra realidad y el proyecto de futuro de Occidente, este incendio nos da la oportunidad de reflexionar.
RAFAEL SOTO