Me he despertado esta mañana y me he visto reflejada en el espejo de mi cuarto, como si yo no fuera yo, como si la que mira desde dentro del espejo sea otra que me juzga y me abofetea con mi situación real. "Marta, tienes ya 32 años y ninguna estabilidad laboral", me dice mientras me recuerda que no he aprobado las oposiciones a la Biblioteca Nacional y que se aleja mi sueño de verme rodeada de libros antiguos llenos de vida e historias.
El piso que heredé de mis abuelos no lo tengo alquilado y mis ingresos se reducen a dar clases a los hijos de mis vecinos. No puedo trabajar de camarera porque la situación está difícil y solo tengo en mi haber un título de licenciada en Biblioteconomía. ¿Vuelvo a mi antigua ciudad y vivo en mi piso renunciando a la gran urbe y a la cercanía de mi amor? "Maldito parné", por su culpita, mi independencia se ve atacada y mi vida pende de un hilo.
Mi madre murió hace tiempo víctima de una educación elitista –solo la enseñaron a ser un adorno– y mi padre aún sigue con sus problemas financieros. La verdad es que nunca he podido contar con ellos. Yo fui el fruto único de una ansia por perpetuar la especie, por dejar un apellido sin más cariño, ni cuidado. Los internados fueron mis casas oscuras y mi única familia fueron mi abuela y mi prima. Con el tiempo he ampliado la familia con amigos de verdad. Es una familia elegida y no impuesta por la naturaleza.
Tengo qué pensar qué hacer con mi vida. Hablo cuatro idiomas, soy luchadora y trabajadora. Algo conseguiré. Eso es lo que le digo a la desconfiada del espejo. Me tengo que mover: el título universitario y la buen formación no dan de comer, ni pagan el alquiler.
Fantaseo con qué podría hacer: profesora de Secundaria, secretaria de un embajador, traductora en algún organismo internacional... Luego caigo de golpe a la realidad que me circunda y no me queda otra que echar currículum hasta que dé con la puerta adecuada. "Algo saldrá, Marta". Ese es mi mantra desde la mañana hasta la noche.
El piso que heredé de mis abuelos no lo tengo alquilado y mis ingresos se reducen a dar clases a los hijos de mis vecinos. No puedo trabajar de camarera porque la situación está difícil y solo tengo en mi haber un título de licenciada en Biblioteconomía. ¿Vuelvo a mi antigua ciudad y vivo en mi piso renunciando a la gran urbe y a la cercanía de mi amor? "Maldito parné", por su culpita, mi independencia se ve atacada y mi vida pende de un hilo.
Mi madre murió hace tiempo víctima de una educación elitista –solo la enseñaron a ser un adorno– y mi padre aún sigue con sus problemas financieros. La verdad es que nunca he podido contar con ellos. Yo fui el fruto único de una ansia por perpetuar la especie, por dejar un apellido sin más cariño, ni cuidado. Los internados fueron mis casas oscuras y mi única familia fueron mi abuela y mi prima. Con el tiempo he ampliado la familia con amigos de verdad. Es una familia elegida y no impuesta por la naturaleza.
Tengo qué pensar qué hacer con mi vida. Hablo cuatro idiomas, soy luchadora y trabajadora. Algo conseguiré. Eso es lo que le digo a la desconfiada del espejo. Me tengo que mover: el título universitario y la buen formación no dan de comer, ni pagan el alquiler.
Fantaseo con qué podría hacer: profesora de Secundaria, secretaria de un embajador, traductora en algún organismo internacional... Luego caigo de golpe a la realidad que me circunda y no me queda otra que echar currículum hasta que dé con la puerta adecuada. "Algo saldrá, Marta". Ese es mi mantra desde la mañana hasta la noche.
MARÍA JESÚS SÁNCHEZ