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Antonio López Hidalgo | Trotsky y El Caballero Audaz

El periodista montillano José María Carretero, más conocido como El Caballero Audaz, escribió que la resaca de la Primera Guerra Mundial había traído a España un gran contingente de tipos exóticos. Entre ellos, aristócratas prófugos que frecuentaban salas de juego en San Sebastián y noches galantes en la ‘Parisiana’ de Madrid, así como siniestros aventureros que buscaban refugio en el Barrio Chino de Barcelona. Y solo faltaban conspiradores políticos como Gorki, hasta que Francia extraditó a Trotsky a nuestro país. Sentado en uno de los despachos de la Dirección General de Madrid, a Carretero le sorprende que este sea un revolucionario peligroso, sino más bien un hombre de apariencia inofensiva del que se dice que es un “tremendo agitador”. Lo describe así: “De mediana edad, un poco achaparrado, vestido con cierto abandono, mira desdeñosamente por unos ojos grises y, bajo ellos, sus cejas espesas, lleva negros lentes con montura de oro. Por sus bigotes, grandes y lacios, que empiezan a grisear, se le creería un burócrata sedentario, un jefe de negociado o, mejor aún, un burgués profesor de un Liceo Francés”.


Trotsky viaja a España a fines de 1916, expulsado por el Gobierno francés, y en enero de 1917 parte para Nueva York. En 1929 publicó, por primera vez en español, Mis peripecias en España, un libro que, según escribió, debía “su origen a la casualidad”. Posteriormente, después de varias ediciones, en 2011, vio la luz con el título En España. Diario de un viaje, 1916-1917. Carretero no supo de la edición de este libro y este hecho tan simple le ha delatado después de tantos años. Aunque de su impostura ha dejado alguna huella indeleble en sus escritos.

Dos inspectores de Policía franceses acompañaron a Trotsky hasta la frontera. Curiosamente, los mismos que escoltaron a Pablo Iglesias. Al llegar a San Sebastián describe su mar severo sin malicias: gaviotas, espuma, aire, espacio. Le sorprende que las mujeres vistan con mantilla y los hombres estén tocados con boina en vez de con sombrero. Le asombran los colores y los gritos. Ve a guardias municipales, “que no tienen nada de guerreros”, con bastón. Describe también a los militares: “Los uniformes de los militares son complicados, producto, por lo que se ve, de madura reflexión; pero no dan la impresión de seriedad”.

Compara a España con Francia, que la dibuja más primitiva, más provincial, más tosca. Un país en el que se bebe vino en botijos y se habla a voces, las mujeres se ríen a carcajadas y los hombres andan envueltos en capas con forro encarnado o en chillonas mantas a cuadros con bufandas que les cubren hasta la nariz. En realidad, escribe, “se muestran habladores impenitentes”. En el tren, de camino a Madrid, describe cuanto ve: “Llanuras arenosas, colinas con matas enfermizas y arbustos enclenques. Aurora gris. Casas de piedra sin adornos. Paisaje triste. Palos de telégrafo bajos, como en ninguna parte. Por la carretera, asnos cargados de fardos. España. Pero yo, ¿para qué estaré aquí?”

En Madrid, una multitud le arrebata las maletas, le proponen limpiar sus botas, comprar periódicos, cangrejos, cacahuetes. Escribe que la ciudad deja mucho que desear desde un punto de vista sanitario, que hay mucha moneda falsa, que en las tiendas cargan los precios sin piedad y que las chinches abundan en las fondas. El ritmo de la vida es perezoso. Madrid es una ciudad provinciana, escribe. Ausencia de industria y abundancia de devoción hipócrita. En las calles, la prostitución no llama la atención como en las ciudades francesas. En los cafés hay pocas mujeres, su presencia está mal vista. Piensa que España se parece a Rumanía, o dicho mejor: “Rumania es una España sin pasado”. En las calles hay también muchos asnos cargados con grandes cestas en los costados, o sea, con serones. Su conclusión es inevitable: “Todo esto sigue absolutamente igual que en los tiempos de Dulcinea del Toboso y hasta de sus lejanos bisabuelos. Por la noche, gritos en la calle… A pesar de la devoción española, los curas fuman abiertamente en la calle”.

En Madrid conocerá la Cárcel Modelo. La policía registró sus bártulos. Le quitaron el cortaplumas, unas tijeras, el dinero. La celda era grande, tenía una alfombra en el suelo, mal olor y una cama incómoda, una sábana sospechosa, dos armarios rinconeros con vidrieras, un biombo, un sillón, una mesa con un crucifijo, todo sucio y lleno de escupitajos. Al día siguiente le contaron que en esa cárcel había celdas de pago y celdas gratuitas. Su celda era de pago. Cuenta que la prensa en España inició una campaña a su favor. No habla de Carretero. En la cárcel, para tener electricidad hasta la una de la madrugada, tenía que pagar dos pesetas y media. Esta frase de Trotsky define a la perfección, no solo la cárcel en la que se hospedaba, sino el corazón del país: “Esta cárcel de Madrid es verdaderamente admirable. Aquí todo se puede tener: un buen cuarto, cerveza, vino, tabaco, luz hasta hora avanzada de la noche; basta solo pagar. Este liberalismo carcelario está sin duda fundado en motivos de orden fiscal. Al alquilar estas ‘habitaciones amuebladas’ a sus inquilinos más pudientes, el Estado economiza en los gastos carcelarios, y, tomando en cuenta el déficit permanente del presupuesto español, esta cuestión no deja de tener su importancia…”.

El Gobierno español traslada a Trotsky a Cádiz y después a Barcelona, donde partirá para Nueva York. En su viaje al sur, describe el paisaje. Ya cerca de Córdoba, escribe: “Olivos. ¡El Sur! El suelo es suavemente ondulado. Tranquila variedad. Casitas blancas. Edificios árabes, sin techo. El Mediodía español”. En el tren, los vendedores de lotería no le dejan en paz. Le sorprende el espacio que ocupa la lotería en la vida social. Descubre y describe el Guadalquivir: “Aquí, en sus orígenes, es un riachuelo estrecho y sucio, de agua amarillenta, pantanosa, que parece inmóvil, al menos hasta Córdoba… Cactos enormes, sin vida, impasibles al sol. Aquí y allá altos abedules, acacias, olivos, encinas. Un castillo vetusto en lo alto de unas peñas, reparado hace poco y habitado por un duque”. Dice que los españoles son amables y sociables, pero también sucios, escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos. Y del sombrero cordobés sugiere que es fuerte, con anchas alas redondas y, por esta razón, “produce un gran efecto”.

Trotsky no solo ve paisajes y celdas. También ve mujeres. De las sevillanas ha oído que son “un dechado de belleza” y de las andaluzas, en general, que son dignas de toda atención. Ya en Cádiz, el sol quema y el aire de otoño es agradable, el cielo es azul. Pasea por las calles de Cádiz, mal cuidadas y con los olores de España –a aceite y comidas picantes, vino, ajo y pobreza humana–, balcones, ancianos durmiendo en los bancos, barberos, limpiabotas, mujeres en el umbral de la puerta y en los balcones, soldados, guitarras, juego de dominó en los talleres, mucha pobreza, muchos colores, mucho ruido.

Me encanta la visión de Trotsky de nuestro país, la capacidad de dibujar en tan pocas páginas un mapa étnico tan singular para él, sin desprenderse de su humor inteligente, como lo hace en este párrafo donde todos reconocemos el país en el que vivíamos y en el que tal vez todavía vivimos: “ Un poco de estadística social: durante media hora que he pasado en el café, los chicos me han ofrecido doce veces el ABC, diario madrileño ilustrado; cuatro individuos me asediaron con billetes de lotería; tres pordioseros me pidieron limosna; tres vendedores ambulantes pasaron ofreciéndome cangrejos cocidos; dos trataron de venderme dulces misteriosos, y si los limpiabotas no vinieron a ofrecerme sus servicios, fue porque uno de ellos ya estaba lustrándome los zapatos desde que entré en el establecimiento”.

De Cádiz partirá para Barcelona, donde se embarcará para América. Le interesa más el Ebro que el Guadalquivir, con su corriente rápida de aguas turbias. Y llega a Barcelona, ciudad de tipo hispanofrancés, extraviada en un infierno de fábricas, humos y llamaradas, pero también de flores y frutas, ciudad industrial de tipo moderno. Describe Cataluña como la región más emprendedora de España, que aún conserva sus tendencias separatistas. En el buque que lo llevará a Nueva York ha embarcado también un sobrino de Oscar Wilde, exboxeador, pero con nombre cambiado, y en parte también escritor francés, por su procedencia de línea materna.

Como ya me esperaba, Trotsky, en este librito singular y curioso, no habla del periodista montillano. No me sorprende. Y eso que alude en determinados momentos a la prensa española. Pero ni huella de El Caballero Audaz. Siempre tuve la sospecha de que Carretero se había inventado alguna que otra entrevista. De hecho, en su día ya lo acusaron de haber imaginado la falsa entrevista realizada al pretendiente al trono de España don Jaime de Borbón, primo de Alfonso XIII. El propio Galdós asegura que este coloquio es “una obra maestra”, pues narra este encuentro con una serie de detalles que “supera la realidad”.

Si Carretero hubiese conversado con Trotsky, con toda seguridad que el revolucionario ruso hubiese dejado constancia de esta conversación en un libro tan minucioso y exquisito como este en el que narra sus peripecias por España. En cualquier caso, poco importa. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la entrevista es el género más utilizado para la ficción desde tiempos inmemoriales del periodismo. Y, además, sorprende que alguien que alcanzó a entrevistar a figuras destacadas de la vida española como Unamuno, Pío Baroja, Galdós, Valle-Inclán, Pablo Iglesias, Alfonso XIII y tantos otros, necesitara completar su galería de personajes históricos y reconocidos con entrevistas imaginadas.

Me gusta la descripción que Carretero esboza de Trotsky. La entrevista la recoge en el volumen cuarto de Galería, publicada en 1948, pero yo no la hallé en ninguna publicación periódica del momento, ni diario ni revista. Tampoco mi labor de campo fue tan rigurosa como para asegurar, a pies juntillas, que no la publicó en aquellos días de finales de 1916. Pero si alcanzó a entrevistarlo, tampoco se entiende que se guardara la primicia en un bolsillo del gabán. A fin de cuentas, da igual. Ya sabemos a estas alturas que la ficción también es una herramienta útil en el periodismo. Quién lo diría.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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