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HG Manuel | La fotografía (IV)

Tres amplias ventanas con rejas y visillos descorridos, más unos fluorescentes fijados en el techo, alumbraban una mesa con dos ordenadores y una impresora, de traza obsoleta, arrimados a la pared del fondo; también, una escueta librería, con mucha mella en los estantes, situada en la pared de enfrente; y, en el centro, ponían brillos en el contrachapado imitación fresno de una mesa ancha y larga flanqueada por varias sillas de tablero que ocupaba la mayor parte de la espaciosa sala.

Ese andar largo y apresurado, echado hacia delante, como si llegara tarde a todos los sitios, su miopía, su desaliño…

Compartían el silencio cuatro personas: tres mujeres y un hombre, situadas en los puntos más distantes entre sí. Saludé desde la puerta y sonó como un trueno. Solo recibí el ahogo de mi propio eco y un ligero movimiento de cabeza que posiblemente imaginé; así que aproveché aquel sosiego tan propicio y clamé por el nombre que buscaba. Se alzó la cabeza, que volvió a descender; nueva figuración mía. Visto lo visto, me dije que tocaba esperar otra tanda de profesores; ésta, a todas luces, era una fuente seca.

Me chistaron a mitad del pasillo y la dueña de la cabecita inquieta se me acercó; le arropaba el cuello un bullón del arco iris transformado en bufanda, y le colgaba del hombro una bolsa de crochet con florecitas; apretaba un libro y dos carpetas contra la abertura de la amplia chaqueta de color gris topo. «Disculpe, ¿pregunta usted por Castilla, el profesor de literatura?». «¿Literatura? Me han dicho filosofía» «No, literatura».

La mujer, digamos que finaba la cincuentena, menudita, cara ovalada, nariz delicada y labios acapullados sin rastro de carmín, llevaba un vestido de falda amplia de color amarillo azafranado, con más florecitas, que moderaba el apogeo de sus caderas; mantenía el interrogante en sus ojos azulinos, irritados por el exceso de lectura o la falta de sueño. Afirmé de cabezada con un toque de silencioso misterio, lo que sublevó un poco su ingenua inquietud.

«¿Cómo está? ¿Sabe algo de él?», se recogía tras la oreja un corto y rizoso mechón de pelo ceniza. Dije que era eso, exactamente, lo que intentaba averiguar. Ella me observó un tanto ansiosa. «Si le interesa, podemos hablar, dispongo de poco más de media hora». Y así, acompañé su paso corto y ligerito hasta una cafetería al otro lado de la calle, frente al parquecito con árboles escasos y maltratados. Una jovenzuela lanzaba su pelotita contra el campizal y un perro lanudo, ingenuo él, se despepitaba por atraparla. No aguardó la profesora; ya en el trance de sentarnos me lanzó su cuarta pregunta: «Entonces, ¿ya ha empezado a buscarlo?»

Yo no salté, como el can, a responderla; contuve mi sorpresa y fingí mucho interés por el concurrido ambiente del local.

‒Usted es el detective, ¿no? ‒dejó libro y carpetas a un lado sobre la mesa y después de ella me senté yo‒. ¿Lo ha contratado Perals?

Me puse a pensarlo.

–Yo soy Elvira –insistió–, formo parte del grupo de amigos preocupados –y sí, mi reservada actitud la tenía en ascuas.

Sus ojos grandes y bonitos, ligeramente redondeados: toque ingenuo, emitían chispitas azules de entusiasmo que de pronto se apagaban; no conseguí averiguar qué tipo de sentimiento manejaba tan delicado conmutador. Tiré de rutina: hurgué en la carpeta, extraje la foto y se la mostré. La tomó y la examinó despacio, diría que con nostalgia. Llegó el camarero; ella lo saludó por su nombre y pidió lo acordado, café para dos.

‒Sí, claro, es él. Estamos en la última comida de fin de curso, a ésta sí asistió. La celebramos cada año un grupo de profesores. Ese codo que asoma por el borde –señaló el detalle– es mío. Yo he aportado esta foto a la causa porque es la más reciente que tenemos. Pero no sé si le ayudará; falta su expresión a la vez concentrada y huidiza, su despiste, su voz un poco blanda, la vehemencia de su puño para subrayar lo importante, ese andar largo y apresurado, echado hacia delante, como si llegara tarde a todos los sitios, su miopía, su desaliño… –enumeraba cualidades la profesora como si escogiera fruta– y la soledad, cómo no. Es un solitario yo diría que sin vocación; le pesa la soledad, incluso… quiero decir… él la sufre, o… no la ha resuelto… pero se refugia en ella. ¿Esto le resulta paradójico?

–¡Pche…! –expresé mi duda.

Ella dirigió su incomodidad hacia la sordina de voces, el rumor de tazas y cucharillas,

–Tuvo algún desengaño… –creí que la evocación la impulsaba a la confidencia, pero se arrepintió enseguida–. Claro, es mi punto de vista, porque a él de intimidades… y eso que nos conocemos desde hace, ¡buff!, la tira de años…

‒El director asegura que la supresión de su asignatura y endosarle la de gimnasia le resultó humillante –exageré.

‒Lo que él pueda decir… ‒me devolvió la foto como si le costara desprenderse de ella‒. Ni por un momento; se mantuvo tranquilo, indiferente. Yo sí que me indigné, incluso con él porque se iba del instituto, con todo el problemón de las asignaturas que se eliminan del plan de estudios. Nos afecta a todos porque es un reflejo: duele lo que están haciendo con la enseñanza. Los demás pasaron, cada cual a lo suyo, como siempre; sí, protestitas hubo… –nasalizó la voz–, pero nada de nada, ni el sindicato. La cultura, que es memoria, nuestra memoria –subrayó–, es una carga en esta forma tan liviana, tan tontita de vivir. Él quiso tomarlo como un reto, una experiencia exótica, y se lo reproché, a mí me dolía más. Claro, tiene sentido del humor, nunca le ha importado ser el tonto del chiste que él mismo cuenta. Se ufana ante cualquiera, por ejemplo, de leer en el retrete, como Henry Miller.

Vino el camarero y sirvió los cafés.

‒Pero pidió la excedencia –continué.

‒Sí, es verdad; y le repito: se lo reproché, le confieso; pero estaba equivocada, lo comprendí y mi reproche iba más por la jubilación, y sobre todo porque no iba a cobrar durante esos dos años, pero se llamó romántico: sufro de melancolía inútil se le ocurrió decir, como de broma. Iluso lo llamé yo por no pensar en las consecuencias. Ya sabe usted de la intimidad entre el horror y lo romántico –yo asentí como si supiera–; él es otra cosa. Un soñador… sí, bueno… –cuchareó en la taza y dio un sorbito.

Yo la imité, pero mi sorbo fue más largo.

–Un soñador… –repetí.

–Añadió que se pondría a viajar –consiguió animarse la profesora–, pero de palabra que no de obra, esto se lo aseguro yo. Nada de irse por ahí, de darse a vagar por carreteras azules… Carreteras azules, bonito, ¿verdad? –adivinó la pregunta que yo no pensaba hacer–. Es el título de una famosa novela de viaje, en ella el narrador vagabundea por carreteras secundarias, que en los mapas antiguos de Estados Unidos tenían ese color, seguro que usted la conoce –repetí mi bobino cabeceo–. Pero Castilla ni siquiera tiene carnet de conducir, ya ve. De viajar, el habría sido más bien un Javier Reverte, pero de sillón y zapatilla: todos sus viajes los ha imaginado, y si lo contradices, ya lo tienes con el morro prieto. Aparte sus destinos académicos, y ha llovido mucho, no ha pasado del clásico viaje cultural, siempre organizado, o el de veraneo, ya sea al mar o a la montaña, que le da igual. De todos modos, se lo digo aunque pienso que usaba la broma para eludir la curiosidad ajena, comentaba que disfrutaría de su excedencia en… una isla o… en algún lugar humilde y pintoresco, más tranquilo que perdido… ¿Quedan sitios así? Fantasías, puras fantasías, tiene muchas… –no las mencionó–, pero nunca se las discuto. Aunque, bueno, a lo mejor le ha hecho caso a su sueño. Si es así, yo me alegraría.

Desvió la mirada hacia el remedo de parque. Antes, la jovencita lanzaba y el perro corría; ahora, unos niños gritaban y se perseguían.

–No, Castilla no ha vuelto a pisar un instituto –confirmó mi sugerencia. Estaba segura, porque ella había hecho una pequeña gestión: conservaba una amiga en el ministerio, y no constaba que Castilla hubiera solicitado la reincorporación, y el plazo había expirado.

–¿Su estado de ánimo…?

–¡No, no, no, no! –le vino un repente que la impulsó de la silla; temblaron las tazas–. Ni lo piense ni se le ocurra –me advirtió, dedo en ristre y chisporroteo azulino–. Su ánimo era perfecto, perfecto, mejor que el mío. No siga por ahí.

No lo hice.

–¿Pero usted cuando lo vio por última vez?

Se acomodó, tomó aire, manoseó las pulseras, alejó su taza, pensó…

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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