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Antonio López Hidalgo | La fragilidad de la belleza

Cada verano, durante muchos veranos, los ancianos propietarios de estas sillas plegables las abrían al sol y al descanso buscado y merecido, y en ellas se sentaban a parlotear del tiempo que se fue, de la juventud extraviada en las venas, de los momentos fatídicos que cualquier biografía conlleva. Ellos y ellas, con tantos años a las espaldas, con la mirada desvaída y la piel descolgada y acaso también disfrutada desde la adolescencia, abrían estas sillas metálicas y las situaban cada día con la misma simetría, con la distancia medida entre ellas, pero sin medirla, con esa precisión que dan los días trasnochados, las tardes largas e inabarcables de cada verano.


Ya fueron abuelos y abuelas. La silla pequeña da fe de que alguno o alguna se sienta frente al mar en compañía del nieto o la nieta. Hablan de aquella vida que ya se les agota. En cualquier caso, en sus miradas, en sus tertulias serenas donde no tiene cabida la crispación ni el punto de vista encontrado, la palabra burla los escondrijos del infortunio, las calles vacías de una soledad que cualquiera de ellos rechaza. Beben cerveza muy fría, ríen sin escándalo del ingenio doméstico con el que amañan un futuro sin sorpresas.

Al mediodía, abandonan este campamento fútil. Y las sillas, por sí solas, cobran una vida que les es propia. Las he mirado cada día, durante años, a esa hora en que el sol castiga a los bañistas con una imposición propia de estas latitudes. Durante años, todos los días, a media mañana, estos ancianos bajan a la arena con su logística del descanso. En el mismo lugar vuelven a colocar las sillas, a la misma distancia, con una negligencia estudiada más propia de la precisión que del descuido. Pero ahí están: desvencijadas, diferentes, usadas. Cabe preguntarse cuántas jornadas esconden en su estructura simple y precaria y cuántas más les quedan para servir de infraestructura a estos ancianos que miran la vida cada tarde hasta que el sol declina y las gaviotas, mansas y esquivas, como gatos domésticos, buscan la carroña del dispendio, los retazos de aquello que sobra o que no gusta, o que ya no tienta cuando el exceso impone sus medidas.

En cualquier caso, este verano las sillas ya no estaban. Los ancianos tampoco. La pandemia esquiva algunas vidas, pero también cambia los paisajes. En esta ausencia que muerde una playa salvaje, hay ahora un vacío que no es de nadie. Nadie sabe si la pandemia pulverizó esta excursión de ancianos, aunque presumiblemente no vivían en residencias. Eran matrimonios con décadas de vida en común, con nietos que se abrían a la vida. Y mientras los niños jugaban en la arena o chapoteaban entre olas vencidas, ellos recordaban las tardes en que la sangre les bullía con prisa en las venas y el mero hecho de respirar se les antojaba el milagro más verdadero que nunca vieron.


Basta recordar el orden de este campamento fortuito, la ausencia de estos cuerpos cansados y cada día más extintos, delgados, decrépitos, también obsoletos para correr y amar con la urgencia de otros días, y también con la entrega y el ardor de entonces, de cuando la vida se miraba a largo plazo, como si fuera eterna, como también la esperanza lo era, y el error todavía podía suplir al esfuerzo y a cualquier dificultad que nunca hubo. Estas sillas, simétricamente dispuestas, en una simetría imprecisa y elegante, en una belleza vulgar que viste el paisaje de otros colores, suplen la ausencia de estos ancianos cuando ellos no están, porque, sin estar, han dejado la huella de sus manos quebradas, el índice de unos días cada vez más desvaídos.

La vida acaso sea solo esta disposición orquestada de unas cuantas sillas metálicas que el mar no atropella, pero sí esquiva el desaliento de los años, la terraza portátil del descanso estival, del merecido jubileo cuando la vida laboral se extingue con sus fiestas obligadas y sus horarios advenedizos y esa monotonía que mata los sueños rotos y los juguetes perdidos de una niñez olvidada. Hay en estas sillas desvencijadas una armonía pictórica pensada, frágil, huidiza, que permanecerá cada verano, aunque no estén aquí donde siempre las disponían sus dueños, dominando las distancias de un tiempo finito que se apagaba desde entonces, desde el primer día en que estos metales cobraron la belleza del efímero arte del que nadie se percata. Es por esta razón que, ahora, cuando el verano no está, tampoco importa que estas sillas no estén. Pero pronto, cuando los turistas desempaqueten su mal gusto y sus préstamos, y los turoperadores notifiquen sus ofertas sin saldo, habrá un espacio sin sillas y sin ancianos, y sin una respuesta a la pregunta qué fue de ellos, a dónde se van las vidas truncadas, quién se sentará en estas sillas que ya no son ni sillas ni soportarán el peso de cualquier otro usuario, heredero de otra vida también prestada.

Mirando desde estos árboles y desde la memoria, este paisaje se asemeja demasiado al tiempo de la felicidad: frágil, esquivo, nuestro.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ
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