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Jes Jiménez | A través del espejo (2): El doble

Si hay algo –o, mejor dicho, alguien– que nos resulta invisible a pesar de la certeza de su existencia es uno mismo, o sea, nosotros. Más exactamente, es nuestro rostro lo que nos resulta difícilmente visible en nuestro acontecer cotidiano. Constantemente vemos a otros, observamos sus rasgos y sus gestos y ellos nos ven a nosotros. Nos ven, somos observados muchísimo más de lo que nosotros podemos ver de nosotros mismos. Para cualquier persona con la que nos relacionamos con cierta frecuencia, nuestra fisonomía es mucho más familiar que para nosotros mismos.


En la mitología grecolatina encontramos un ejemplo extremo de desconocimiento del propio rostro en el mito de Narciso. Ovidio escribe en su Metamorfosis que la ninfa Liríope, madre de Narciso, consultó con el adivino Tiresias acerca del futuro de su bellísimo hijo. Tiresias predijo que Narciso tendría una larga vida siempre que no se conociera a sí mismo. Así que Narciso, si no quería tener una muerte prematura, debería permanecer ajeno a la contemplación de sus bellas facciones.

De todas maneras, Narciso sabía que era bello: sus numerosos pretendientes (de ambos sexos) así se lo corroboraban. Y como suele suceder en estos casos, Narciso, a la par que bello, era arrogante y presuntuoso. Hasta que un buen día llego a un manantial “impoluto, de nítidas ondas argénteo, que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte habían tocado, u otro ganado, que ningún ave ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama”.

Y el bueno de Narciso contempló por primera vez su bello rostro reflejado en aquella argéntea superficie. Como además de bello y engreído no parecía gozar de una regular inteligencia, o al menos de una educación básica sobre los principios de la reflexión de la luz, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en la imagen que allí veía proyectada.


Resultado: se enamoró de su imagen sin saber que era su propio reflejo. “Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita. Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas?”. Se desespera Narciso por la falta de corporeidad de la imagen en el agua y como desdén la interpreta: “Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas, o a dónde, buscado, marchas?”.

Hasta que, finalmente (ya era hora), llega a la sagaz conclusión de que ese hermoso muchacho que en el manantial contempla es su propia imagen: “Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía: me abraso en amor de mí…”. Y como Tiresias había pronosticado, Narciso muere tras haberse descubierto.

Por cierto, que la joven que aparece en la parte izquierda de la pintura es la ninfa Eco, profundamente enamorada de Narciso, y aunque rechazada por él le sigue continuamente. Tal y como su nombre indica, Eco representa, a nivel sonoro, el equivalente de los reflejos visuales.

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Edgar A. Poe, en su cuento William Wilson (1842), narra la historia de un hombre que en su infancia asiste a una escuela en la que tiene como compañero a un niño con su mismo nombre y apellido a pesar de no tener ninguna relación familiar. Este personaje aparece como un auténtico doble del protagonista del relato: tiene su misma edad y fecha de nacimiento, viste y habla de la misma manera, etcétera.

A lo largo de su vida se va haciendo más y más insoportable la omnipresencia del doble, hasta llegar a un punto culminante en Roma, durante una fiesta de Carnaval. Allí, de nuevo, se encuentra con el otro William Wilson y su rabia e ira se desatan hasta provocar un combate en el que abate a su doble: “Rápidamente, salvajemente, puse la punta de mi espada una y otra vez en su corazón”.

Repentinamente, un gran espejo aparece en el extremo de la habitación y Wilson ve allí reflejada su figura manchada de sangre, su cara pálida. “Parecía yo, pero era mi enemigo, era Wilson, que permanecía delante de mí agonizante (…). Era Wilson; pero lo que yo escuchaba era mi propia voz diciendo: «he perdido. Pero desde ahora tú también estás muerto... ¡muerto para el mundo, muerto para el cielo, muerto para la esperanza! En mí tú vivías –y en mi muerte- ves en mi cara, que es la tuya propia, como de completamente te has matado... ¡A ti mismo!»”.

El tema del espejo como generador de un doble del sujeto se puede rastrear en bastantes más obras literarias, cinematográficas e, incluso, operísticas. Por ejemplo, La historia del reflejo perdido de E.T. A. Hoffman nos narra cómo se desgaja de un espejo la imagen de Erasmo (el protagonista del relato); en la película El Estudiante de Praga (1913), el mago Scapinelli compra al estudiante Baldwin su reflejo en el espejo…

Centrándonos en Narciso y en William Wilson, observamos que en el primero, el espejo originado por las mansas aguas del manantial tiene un papel descubridor del doble del que se enamora perdidamente Narciso. En la imagen proyecta la idealización de sí mismo. Pero cuando descubre, cuando conoce que es él mismo quien aparece en la superficie del agua, cuando se produce la identificación entre el sujeto y su doble, Narciso muere.

La historia de Wilson se desarrolla a la inversa; convive de forma atormentada con su doble, hasta llegar a una lucha feroz que él vive como exterior pero que el espejo revela como una lucha interior. Ese descubrimiento del doble como parte inseparable de su integridad como individuo le lleva a la muerte.

En el mito de Narciso, el doble emana del espejo; en el relato escrito por Edgar Allan Poe, es el espejo el que aparece repentinamente “absorbiendo” al doble. Pero, en ambos casos, parece manifestarse el peligro de conocerse a sí mismo, tanto para el autoenamoramiento como para atormentarse permanentemente.

Las advertencias sobre el peligro del conocimiento profundo de uno mismo pueden parecer contradictorias con la primera máxima que, cuentan, se podía leer en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”. Pero esta frase ha tenido múltiples interpretaciones a lo largo de los siglos.

Limitándonos únicamente a Platón, podemos encontrar comentarios sobre la misma en seis de sus diálogos. En realidad, el significado que se le daba en la Grecia clásica era el de Conoce tu medida, conoce tus límites. En todo caso, me parece conveniente advertir de lo peligrosos que pueden llegar a ser los espejos...

JES JIMÉNEZ
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