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HG Manuel | La fotografía (X)

El casero se extrañó por la librería, desmontable, de esas baratas, que le ocupa casi toda la sala...Di un paseo para encajar la parrafada del profesor, editor, librero y otras cuantas cosas más. Almorcé un menú barato en una antigua fonda donde servían ensalada y puchero, comida sencilla, sin pamplinas, muy apta para la prisa, que no maltrataba al gusto ni hería el olfato, además se incluía servilleta; yo masticaba lentejas en el comedorcito, abstraído de la carcajada espontánea y el animoso roznar de mis compañeros de condumio, abandonado el ojo a su recreo con la media docena de hojas muy verdes, grandes y anchas, una especie de híbrido entre la de plátano y la de acelga, repetida en el papel pintado que agobiaba las paredes. Luego caminé hasta mi oficina, corroboré que el contestador del teléfono seguía mudo: nadie me echaba de menos, me lavé la boca, hice mis deberes en el inodoro, (¡oh, sutileza!) y regresé al centro para acudir a la cita.

El abogado, un hombre alto y flacucho que frisaba en los sesenta y aparentaba, fresco y atildado, la energía de un saltamontes, no se abstuvo de reconvenirme. Lo hizo, con palabra firme y educada, fuera de su despacho, en un desnudo cuchitril con olor insidioso a pintura fresca que falseaba el de manzana; unos archivadores, dos sillas y una mesa entre ambas, todo recién desembalado, componían el mobiliario. El incidente, así consideraba la esfumación de Castilla, había requerido mucha atención, y él le sumaba esfuerzo y la dedicaba «por completo» a sus clientes.

–Igual que yo –repliqué modosito, algo toreado, en mi correspondiente silla.

El señor Perals se acomodó el flequillo con lustre de tinte y me evaluó durante medio segundo; manos enlazadas, aposentó los antebrazos sobre el borde de la mesa y se sonrió. En lo sucesivo me atendería uno de los pasantes.

«Por abrir la boca», me dije. Y me mantuve muy atento a su resumen, hecho con breve y precisa elocución:

Él no era lo que se dice, propiamente, un amigo, «lo conozco desde niño y por eso le tengo afecto, nada más». A él lo habían «embarcado» en el asunto los otros, sobre todo los más animados: el militar, el biólogo y el farmacéutico, «Cuando se ponen pesados…». Recordaba a Castilla como alguien un tanto gris, silencioso y apartadizo en clase, pero se avenía, «especialmente», con el gracioso alborotador de turno: Hernández. En su opinión, era una especie de trasto desubicado y de poca utilidad, «aunque sacaba los cursos holgadamente, ¿eh?»; su destino era ser bibliotecario o profesor de instituto: «ese tipo de actividades que requieren poca habilidad y escasa iniciativa», las únicas que podría ejercer; le reconocía «cierta aptitud soflamera para el chascarrillo ecologista y derivados políticos» y le achacaba «Cero en liderazgo y menos que cero en elocuencia. Por eso le está vedada la pasión política, no la militancia de café y copa». En el transcurso de los años se habían tratado poco; eso no era óbice para que, por diversos cauces, algunos demasiado pelmas –enfatizó, sin aclarar–, supiera de él lo suficiente para considerarlo un solitario, y casi diría un estrafalario: «un raro», matizó despectivo, o así lo capté yo. No, no se le atribuía ilícito alguno. No, ninguna adicción, ningún trastorno depresivo, se desconocía («resulta absurdo, conociéndolo») cualquier tipo de amenaza. Y se negaba a especular sobre su desaparición. Se habían consultado hospitales, el listado de desaparecidos de la policía y la página web del ministerio del interior dedicada a tal efecto. «No padece, creo, no me consta, ninguna enfermedad crónica, salvo la de gilipollas» –le borbolló el mal humor–. Y el casero declaraba que sus recibos estaban domiciliados y los cobraba puntualmente.

‒¿Alguien ha entrado en el domicilio?

‒Castilla carece de parientes; así que se me ha nombrado defensor judicial, no ha sido fácil. Estuve yo, acompañado por el casero, obviamente. Sólo tenía que entrar y mirar, tan solo comprobar que el bobo no estaba en casa. Pero, en fin, el trato, ya de antiguo… –remolinó la mano, fina y elocuente, con labor de manicura–, trae estas cosas. Comprobamos que la cerradura no fue violentada. La vivienda estaba en orden, normal supongo, si uno está habituado a vivir así. Es pequeña y la recorrimos enseguida, se procuró no alterar ni tocar nada, así lo hallará la policía cuando tenga a bien visitarlo. Si usted se decide a ir antes, sabe de sobra qué puede o no puede hacer, ¿no?…

–Lo sé, no se preocupe –intervine.

–¿Preocuparme? –parece que se molestó–. El casero se extrañó por la librería, desmontable, de esas baratas, que le ocupa casi toda la sala; bueno, de la librería y de los anaqueles, de esos de aglomerado y metálicos, repletos de libros, sin orden me parece, porque tiene uno en el dormitorio y otro en la pequeña habitación dedicada, parece, a despacho, que también debe ser suyo, etcétera. Desde luego, nos dio la impresión de que lleva ausente un tiempo que no sabría precisarle si es mucho: hay algo de polvo en los muebles, que puede ser antiguo, y huele a cerrado o, si lo prefiere, a rancio –engurró la nariz: un reflejo–. Aunque ése puede aparecer en cualquier momento y tomarse a mal nuestras molestias –ahora, y más que menosprecio, el empleo de «ése» revelaba irritación (deterioro del trato por el uso, o abuso, de la confianza), muy contraria, creo, a la evidente indiferencia del vecino de Castilla–. Me gustaría informarle de algo más, pero eso es todo. Le toca a usted ganarse lo que pone en el contrato, y no dispone de mucho tiempo.

Casi me muerdo la lengua, pero…

–Sí, suelo hacerlo –repliqué–. ¿Sabe si el señor Castilla dispone de bienes o de dinero, suficientes como para tentar a alguien?

Me observó el abogado, no sé si meditando la respuesta o conteniéndose las ganas de mandarme a freír buñuelos. Optó por lo primero.

‒La tentación, me parece, responde a la ambición de cada uno. Los hay muy ambiciosos y los hay, simplemente, apáticos. Teniendo esto en cuenta… deduzca usted. Si nos atenemos al dato objetivo, diría que la situación de Castilla es desahogada; pero en esto, como usted sabe, interviene el aprecio de cada cual.

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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