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HG Manuel | La fotografía (XVI)

Próximo al traspié, subí a un taxi. El humo del día, sus franjas se adensaban en los negros deslices del asfalto y acá se venían, con halos y chispas de faros y escaparates, contra el fino traqueteo de la ventanilla.
“…pensaba en alguien, alguna vez: la hermosa distancia que pasearon mis dedos…”.

Mantenernos a flote… Mi mano entrando en tu pelo… Sonaban en enredo las voces de un tal Drexler y una tal Lafourcade, y le pedí al taxista que elevara el volumen. Se sonrió el hombre. «Hermoso, ¿verdad?». Le di la razón (pensaba en alguien, alguna vez: la hermosa distancia que pasearon mis dedos…), y miraba las calles: ¡Joder, qué día!, me sulfuré. Terminó la canción y llamé para fijar cita al día siguiente, la tontera del vermú así lo aconsejaba; pero el tal Flores, catedrático universitario, académico y «arqueólogo» precisó cuando hablamos, tenía distintos compromisos y un viaje; así que, si quería entrevistarlo, me daba la oportunidad en el Casino, sito en tal y tal: era la dirección de un hermoso edificio romántico sobradamente conocido, una hora más tarde (añadió media, «como máximo», tras un corto regateo). Así que, subí a casa, me di una ducha, me tomé un par de vasos de agua y un café largo con dos galletas y acudí a la última cita –así lo presumía– de la jornada.

Desconocía yo que la sede del Círculo para la Protección y Cuidado del Patrimonio, una asociación con mucho prestigio por su notable actividad, estuviera en el Casino. Y llegué, en punto: 60 minutos.

No lo dijo, pero me dio la impresión de que me estaba esperando. Vistosa chaqueta azul cielo, pelo amarillo de alazor, atirantado por un moño alto y bien prieto, cutis alabastrino por donde cabalgaban contrarios, a mandoble muy vivo, afeites y años, la amable señora, catedrática de historia antigua, según oí nombrarla con arrumaco a uno de los que deambulaban por allí, me abonanzó con su aroma de jardín tierno cuando vino a inquirir por mi presencia. Yo respondía y ella me encandilaba con el agudo aguamarina de sus ojos, algo intensos, y la sonrisa fácil, humedecida por el brillo de los labios, muy dibujados con el rosa damascena del carmín. Tenía un modo de conversar tan cercano que rozaba la intimidad; tras meditarlo un poquito, ya me conducía engarabatado por el codo: un vivaz celeste fulgía en sus largas y pulidas uñas, y colmaba mi desinterés con los pormenores del acto que se iba a celebrar; al tiempo, buscaba, observaba, saludaba, soltaba un dicho o nombraba a este o aquel entre los que nos íbamos cruzando; también le explicó a un despistado la importancia de exigir en fecha el pago de unas cuotas; de modo que tuvo sus garambainas llegar hasta el salón de techo artesonado con cajetones de escayola, y paredes vainilla sin más adorno que cuatro enormes jarrones con relieve policromado, apostados como centinelas en las altas hornacinas de las esquinas, donde me abandonó, pidiéndome (o quizá lo exigió) que aguardara «al presidente» a la vera de una gran lámpara de pie, de estilo morisco, creo, que proyectaba su calado de luces y sombras en la pared.

Permanecí quietecito, con mucha formalidad; afortunadamente, no había nada que beber, ni catedrática o similar que me diera la tabarra; no obstante, un zumbidito me rebotaba en el cráneo. Al cabo de un momento, ni dos minutos, el «señor Flores»: mediana estatura, aspecto aseado, gafas metálicas con patillas de pasta, pelo canoso bien cortado y media sonrisa entre pícara y simpática, apareció por allí, oteó un momento en la amplia soledad de la sala y se acercó garboso.

–Usted es el detective, ¿no?

Afirmé.

Me estrechó con distraída flojedad la mano.

–Me encanta El sueño eterno, un clásico del cine. Usted es más joven que el de la película –me sonreí, pero no entendió por qué–. Creo… Perals no ha concertado esta entrevista, ¿o sí?

Negué.

Un veterano con galones dorados en la bocamanga terminaba de abrir la otra hoja de la altísima doble puerta y comenzaba a entrar la gente acicalada, de porte finolis, que me había cruzado antes.

–Cada cual aportó lo que sabía, en el informe que supongo le ha dado se recoge, al menos yo lo hice. Lo habrá leído –dije que sí, mientras rememoraba sin éxito–. Bueno, pues usted dirá. Sea breve, por favor, la conversación termina cuando nos avisen.

Así que, sin preámbulo, le pregunté por Castilla: cualquier recuerdo de su vida, incluidos proyectos y percances, también amistades, podría servir. Con pausa, gastando modales, el rumor entraba en la estancia; siseo, remilgo de voces, escandalizó inesperado un hipo de risa.

–Uf, usted me pide, nada menos, la etopeya del bueno de Castilla. Por dónde… –se rascó un par de veces la cabeza en tanto resolvía sus dudas entretenido en los que llegaban, y ofrecía ora media sonrisita aquí, ora una levantadita de ceja allá, ora un «¡hola!» insinuado acullá–. Mire, si le parece, nos sentamos allí –señalaba hacia un apartado grupo de sillones que rodeaban a una mesita vigilados por otra lámpara morisca, sextuplicada.

Y eso hicimos, nos alejamos del ceremonioso ruido que crecía y tomamos asiento; me ofreció con abusona cortesía los dibujitos de sombra en la pared, y reservó para él la amplia perspectiva del salón.

–Cómo le diría… –el señor Flores repasaba los dedos por las comisuras de los labios–. Castilla es Castilla, quiero decir que tiene sus cosas, que es muy particular. Él y yo hemos sido muy amigos, y empleo el pretérito si se entiende la amistad como ejercicio, en nuestro caso concreto variada y largamente detenido por los distintos azares y circunstancias de la vida, ¿no? Porque, además de estudiar en universidades distintas, él se marchó a vivir fuera, impartió clases en… Maryland, me parece recordar, y yo entretanto me fui a Egipto, años de formación y descubrimiento, ¡apasionantes!, de nuevas amistades, de inquietudes nuevas…. –se repantingó en el sofá, cogió un codo y llevó la otra mano a la mejilla para acompasar con sus movimientos lo que refería–. Así que, perdimos el contacto; hay lagunas inmensas entre nosotros. Ocasionalmente hemos asistido a algún acto cultural o compartido alguna cena, en intervalos de meses, incluso de años, ¿eh?, y muy poco más. Cuando nos vemos se recobra el latido y hablamos con naturalidad, grosso modo nos ponemos al día… –se ladeó sobre uno de los brazos del sillón, alzó la barbilla hacia los pequeños grupos que ya se venían formando–. Comprenda que Castilla y yo nos conocemos desde el bachillerato –prosiguió, monótono, untado por un remoto hastío–. Venía a jugar a casa y mi madre nos daba la merienda; en cambio, yo nunca fui a la suya y nunca conocí a sus padres. Es curioso, jamás se me ocurrió pensar en este detalle, y lo hago ahora porque un desconocido llega y me hace preguntas –se me quedó mirando, como si me achacara una falta que aún no sabía precisar–. Toda una vida sin la menor curiosidad… –se volvió a rascar la coronilla; desvelaba, a medias, una sorpresa inocente, inevitable. Yo rumiaba si soportar la cuarta o quinta tabarra del día. Y de repente:

HG MANUEL
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ

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