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HG Manuel | La fotografía (XXIX)


Abrió los brazos y se levantó Alatorre; se aproximó al antepecho de cristal, tabaleó con los nudillos en el barandal de madera y se arqueó estirándose con los puños hincados en los riñones. Aspiró hondo la fuerte brisa, estuvo distraído en un camarero que caminaba con dos cestas de mimbre por el borde del muelle sorteando los noráis, y tornó a sentarse. Se sirvió una copa y me echó una ojeada: pensaba en algo.

Y pensaba yo si merecía la pena seguir allí; por eso me sorprendió cuando le oí decir:

‒Se le nota a usted en los ojos, centra la mirada –estiró hacia mí los brazos y emparejó los índices–, señal de ataque, sí señor, me gusta. Este hombre encontrará a Castilla –anunció a los otros.

–Me lo tengo filado, comparto tu observación –se repasaba don Mariano el bigote–. Apunta, se le ve clase.

No quise responder, lo acepté como algo que lindaba con la broma; tenía que asimilar la comparación, así lo entendí, con la casta de un toro de lidia. Torneaba yo el ejemplo pero intervino don Fernán.

‒Con naturalidad, por reacción espontánea, hemos formado la pandilla de los Castellae ‒con los dientes entrecerrados, le silbaban las eses, ‒, todo un experimento para nosotros…

–Anda que si no da el clarinazo Elvirita… –lo corregía don Mariano.

–…Gracias, gracias, Elvirita –alzó la mano y saludó al cielo–. Usted ‒a mí‒, si mantiene este órgano ‒se tocó la cabeza‒ sano, y con el ejercicio especializado de su oficio, confirmará sin equívoco la aventura, porque no es otra cosa, del tonto feliz que es Castilla. Se deshará la función de este grupo improvisado; pero él no se librará del escarnio feroz y del pago a tocateja del siguiente banquete, se va a enterar. Por ahora no tenemos ni idea si le sigue el paso de baile a alguna ninfa…

–O le ha dado un síncope y perdió su flaca memoria. O se ha metido en un lío que agravaremos nosotros entrando donde nadie nos llama ‒terció el arquitecto‒. De eso ya nos advirtió Perals; pero, bueno, ya lo arreglará él.

–Mucha fe le tienes tú… y también yo –coincidió don Fernán.

–Es práctico, es el mejor. Quién si no, se sabe todas las leyes.

–Y si le hace falta, añade otra –soltó campechano el señor Alatorre.

–¡No digas eso, por favor! –reprochó dolido el arquitecto.

–Vale, Hugo, es broma. Perals es muy competente, el mejor, un sabio. ¡El muy gilipollas no ha querido venir hoy!

–No ha podido, ya lo explicó –justificaba don Hugo–. Mira el mar, como un plato. Deberíamos ir saliendo.

–Sí –convino–, pero donde manda Gerardo… y acabo de ver a uno de sus porteadores. El señor abogado otra vez se lo pierde.

Volvió el camarero y distribuyó unos platitos con salpicón de marisco y quisquillas que fueron muy celebrados. Agotó en mi copa la botella de blanco con burbuja moribunda; destaponó otra, fresca, espumeante, y la fue sirviendo con hábil esguince de muñeca.

Me entraron ganas de estropearle la pajarita; pero mantuve mi actitud contemplativa.

–Bécquer fue su ídolo juvenil, hasta la tisis le habría copiado –tornó a Castilla el señor Alatorre–. De jovenzuelo, era un romántico –se dirigía a mí, como si diera una clave.

Pinzó una quisquilla. Le siguieron los otros.

‒Ni caso ‒terció don Fernán–. Castilla era un friki de los Rolling y luego del heavy metal, y no es compatible. Así que, lo que dices…

–Sí, se dejó barba, parecía un nido de caracoles –aportó don Mariano–. Todavía la lleva –me informó, y lo hacía en serio.

–El pasado fin de curso, sí –corroboré.

Le sorprendió mi respuesta y quedó observante, acariciaba su copa entre admirado y mosca. Estuve a punto de decirle, también a los otros, que el señor Castilla aún se llamaba romántico; pero no quise provocar otro inútil debate.

‒Eso fue después, puñeta –continuó el señor Alatorre–. Todos cambiamos. –Bebió, se lamió los labios untados de marisco–. Pero padecía de una gran vida interior; un cordón de vida espiritual lo unía a la idea de Dios… –escogió un tenedor y apañó una rodaja de pulpo– …hasta inspirarle el sacrificio: dedicar la vida a la gloria misionera… –masticó y tragó–. Después, con la muerte de su madre, ella tuvo una agonía larga y dolorosa…

–¡Este fraile nos jode el día! –protestó don Hugo, cabeza de crustáceo en ristre.

–…ese cordón, me consta, se rompió. Se quebró su espíritu, se sintió culpable de acudir tarde, de no haberla atendido tanto como… Oye, no se va a joder nada, ¿vale?… En él brotó algo que no… Congeniamos mucho en aquella época, yo había tenido un accidente… –echó al platito el rebujo de la servilleta y se masajeó una rodilla–. Pero él entró en un torbellino, creo, del que me fui separando y ya no tuve, o apenas, noticia de su intimidad ‒concluyó la frase con cierta prisa‒. Pasa el tiempo, nos ignoramos sin tomar conciencia de que la vida, esa infiel casquivana, no espera, te va dejando… –vertió su mirada al agua, que rielaba con fuertes destellos metálicos–. Por cierto, se celebra un concierto de música sacra en la catedral y…

–¿Quién? ‒interrogó rápido el militar; quizá quería disipar el fastidio que poco a poco venía llegando.

–Palestrina, Gaztambide, Hilarión Eslava… –comenzó a recitar el señor Alatorre.

–¡Me apunto! –se entusiasmó don Mariano.

‒¡Vade retro! –rechazó don Hugo, que pinchó un gajo de mejillón y lo masticaba con desgana.

‒Sí, os repartís la pelmada ‒apoyó don Fernán.

‒¡Infieles al buen gusto distinto al de la panza! Carecéis de oído, para la música y la poética palabra –sermoneó cantarín: recuperaba su buen humor el señor Alatorre–. ¡Castilla tenía alma de artista!

–¡Y buen ojo! –completó don Hugo–. Resolvía a ojímetro aquellos problemillas de dibujo técnico. Trazaba las rectas y circunferencias sin regla ni compás, ¡con el pulso que tenía! ¿No os acordáis?

–¿Y tú no te acuerdas? –le reprochaba don Fernán, con la boca llena de salpicón–. Glaucoma. O de niño tuvo un accidente. Le saltó una esquirla de vidrio en un ojo.

–¡Ya, ya! De quien me acuerdo es de don Ricardo: Ya sabe, señor Castilla, que tiene usted un cero –ahuecó la voz don Hugo–, y se reía.

HG MANUEL

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