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HG Manuel | La fotografía (XXXVI)


Tan repentino, la sacó de su recreo o ensoñación parlante. Quiso acudir, se incorporó con automática brusquedad, golpeó con el vasito en la bandeja; pero desistió: «Tendría que haber puesto el cartelito. Bueno, si tiene interés, ya volverá», recuperó la postura y quiso, también, el interrumpido compás de sus recuerdos.

Sin llegar a cohete, anduve oportuno, y en un tilín proveché la interrupción para intercalar una pregunta:

–¿Dónde conoció al señor Castilla? –amagué, ágil, la confidencia.

Se inclinó hacia mí; su cuerpo generoso exhalaba un tibio aliento dulce-amargo de madera verde y naranja confitada.

–¿Castilla? ¿Conocer al señor Castilla? –rememoraba en su despiste, parada en el «señor»–. Pero, pero… vamos a ver, ya me he cansado –apretó y soltó el collarón de pedrería ámbar que adornaba su escote; después, sus manos tontearon un poco en el aire. Se retrepó severa, muy erguida, con mucha rumazón en la cara–. Cuando usted dice desaparecido, ¿a qué se refiere? ¿Lo han secuestrado?, ¿se ha fugado?, ¿ha perdido la memoria y vaga por ahí como alma en pena? Y yo –soltó un par de abanicazos con la mano– echo el ratito con usted. ¡Todo esto…!

Se levantó, plantó el pie: ya le comenzaba a tronar la tormenta, y reunió las manos, el agudo filo de sus diez uñas nacaradas.

–Tanto tiempo sin hablar conmigo. ¿Para recibir una broma, esta broma? –creo que se le agolparon unas cuantas palabrotas en la boca, y el esfuerzo por contenerlas le arrugaba la frente; pero algo, un pensamiento oportuno, le enfrió los bríos–. No, que va, él no es de bromas; Pepín, no. ¿Entonces…? –preguntaba, me urgía.

Con calma me puse a su altura; bueno, algo más alto: ella no me alcanzaba a las cejas.

–Señora –pausado, con gravedad–, la última vez que alguien habló con el señor Castilla fue el quince de marzo, por teléfono. Desde entonces nadie sabe de él. Terminó su excedencia y no se ha reincorporado. Ni amigos, ni colegas, ni vecinos han vuelto a verlo. Por eso me han contratado. Por eso estoy aquí, molestando. Le ruego que me disculpe.

Me escrutó, severa, suspicaz. Descubrió que el asunto parecía grave, cualquier broma estaba fuera de lugar. Decidió sentarse y me ordenó con un gesto que yo también lo hiciera.

–¿Lo sabe la policía?

–Lo sabe.

–¿Y usted me pregunta dónde lo conocí? –sonaba a choteo.

–Sí, entre otras cosas –mantuve la seriedad.

Ella se lo pensó: evaluaba si merecía la pena continuar la conversación, y debió de concluir que al seguirme la corriente no perdía gran cosa, sobre todo después de la peripecia que con tanta ligereza me había contado.

–Pues, bueno… –carraspeó, tomó el vasito, bebió y recobró el tono–. Nos conocimos en el Instituto Italiano, en la proyección de una película que algún crítico evocaba como secuela, yo diría rémora, del anticuado spaghetti western: «Reúne sus valores», ponía en el folleto… ¿pero qué valores?, el muy cretino, y continuaba con la faramalla de frases hechas. Yo hacía un papelito muy mono en ella: me violaba el Malo. El Bueno mataba al Malo y a veinte o treinta de sus secuaces. Yo me colgaba de su cuello, lo besaba y Fin. Acudí por Aldo, el director, un encanto, siempre tan afectuoso, que se acordó de mí… –me miró con dudas–. ¿Sigo, esto le parece…?

–Por favor –me incliné hacia delante, con el mayor interés.

–Ya… Ejem… Mi importancia, en aquel acto, se agigantó porque fallaron los protagonistas: si uno estaba achacoso, el otro ya nos dejó para siempre. Pero, en fin, allí estaba yo y allí lo encontré, al buen señor que usted busca: un tímido que se atrevió a decirme que lo único reseñable de aquella película era yo. ¡Imagine! Semejante piropo era, directamente, un insulto. En vez de botarlo de mala manera, resulta que a la tonta aquella le gustó. Lo hallé tan culto, tan ponderado y tan… lamentable; iba tan a juego, ¡qué guapísima estaba yo!, con mi engreída insignificancia… que me fascinó. A él le fascinó, no mi fama, no mi belleza, no mis curvas, no el modelo exclusivo que me costó un dineral; a él lo fascinó que yo fuera ¡licenciada en historia del arte! Acompañaba al director de fotografía, muy amigo suyo y amigo también de Aldo, que tuvo con él una paciencia… Era tan, tan, tan detallista ese hombre que seguiríamos rodado todavía aquella lamentable película. A lo que Aldo veía con el ojo el otro le ponía una lupa; entraba en filigranas, en detalles que solo él veía, y la discusión resultaba interminable, de una pesadez… A mí me dijo algo que me agradó mucho, era un hombre curioso, siempre reconcentrado; tuve un aparte con él, quería explicarme… a ver si me acuerdo, que al girar la cara yo debía… le interesaba la cantidad de luz que absorbe un parpadeo cuando el sujeto a fotografiar la refleja en movimiento, o rareza parecida, no paraba de discutir con el segundo operador, bueno, y con todos los que dependían de él, no le entendí nada. ¡Ah!, y me dijo: «La luz se complace en tu cara, ofrécele tu expresión». Entre sus muchas indicaciones, casi todas incomprensibles, esta la consideré una delicadeza, me gustó y por eso la recuerdo, creo. Aldo, que es muy culto, admiraba el sentido estético de aquel individuo, lo consideraba un técnico excelente; pero lo impacientaba su minuciosidad repleta de pejigueras, ¡nunca terminaba de preparar la escena! Hasta que Aldo perdía la paciencia y lo voceaba como a un niño; entonces el amigo de Pepín ya era otra persona: disciplinado, competente, muy profesional… Soltaba su frase, «No estoy de acuerdo, pero tú respondes», y era mágica: ningún retraso, ya dirigía al equipo de carrerilla, sin ningún problema. Debo decirlo: película muy del montón, fotografía estupendísima.

–¿Cómo se llamaba el amigo?

–¡Para olvidarlo! Hernández, se llamaba Hernández. Por aquella época salía con una chica imponente, puertorriqueña, creo. No he vuelto a verlo.

–¿El señor Castilla le habla de él?

–¿Por qué? ¿Tendría que hacerlo?

–Son amigos, usted lo ha dicho.

Eran amigos, si lo siguen siendo no lo sé. Pero yo no le hablo de los míos.

–Entonces, ustedes se conocieron…

–¿Quiere que lo repita? Pues lo hago. En el Instituto Italiano de Cultura.

–Y hace de esto…

–¿No se lo he dicho? Ahondaré en la herida: más de quince años. Y ya puestos, sigo; porque usted es detective, ¿no?, y discreto, supongo, y quiere saber. Bien, pues tuvimos nuestro affaire: un espejismo. Yo enviudé bastante antes de conocerlo, mi marido murió muy joven, era arquitecto; y Pepín tenía, y lo conserva, un amor imposible: platónico, otra forma de viudez. Descubrimos que él guarda su esperanza para un imposible y la guardo yo para el más allá. ¿Advierte la broma, su perspicacia da para tanto? –ideé comprensivo el origen de su sarcasmo y me mantuve obsecuente, dispuesto a colaborador–. Pue eso. Lo comprendimos, nos entendemos y somos amigos, muy amigos. Aunque, hay veces, ¡me da una conversación!, yo le cruzaría la cara. La vida es inercia, pura inercia imaginada, según él. Yo coincido en «inercia», discrepo en «imaginada»… –de una palmada se cogió las manos y ponderó con ellas. Yo aparenté que una mosca se me plantaba delante y hacía piruetas. Ella me señaló–: ¿Usted se imagina charlitas y más charlitas de sustancia semejante? Pues la hemos repetido, con muchas variantes, porque, ¿sabe?, tiene razón. Yo creo que es la pérdida del cariño, los dos lo sufrimos. Porque lo que tuvimos mantiene su realidad en la caída, en el seguir cayendo dentro de nosotros, lo dice él y yo lo comparto, y no añado más. Enseguida lo sentí ingenuo, como desvalido, muy perjudicado por esos pensamientos, y me dio ternura, a mí, la otra pata suelta. Pero no se lo puse fácil, le hice sudar la gorda –suspiró

HG MANUEL

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