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Moi Palmero | ¿Joaquín o Pancho?

Esto de vivir en un país polarizado, donde solo se admite el blanco y el negro, el sí y el no, la tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla, es agotador. Tener que posicionarse a cada segundo me tiene las neuronas estresadas, pasando de un lóbulo a otro a velocidad de vértigo, sin poder descansar ni en la fase REM del sueño.


¿Verás el Mundial? ¿Te parece acertado Lucho como streamer? ¿Pablo Motos se merece el escarnio público? ¿Se ha pasado el Ministerio de Igualdad con el video publicitario? ¿Irene Montero debe dimitir? ¿Volverá el Emérito a casa por Navidad?

Vivimos en un perpetuo examen tipo test, en el que las respuestas parecen estar dirigidas y determinadas hacia una verdad única y absoluta. Se acabó eso de razonar tu respuesta, de los encabezados con el "pienso", "creo" o "desde mi punto de vista".

Debe ser porque ya no tenemos tiempo para alargar las sobremesas; porque nuestro cerebro se ha acostumbrado a minimizar los caracteres; porque la ciencia nos ha demostrado que buscarle tres pies al gato es perder el tiempo; o porque Google es el oráculo moderno que guía nuestros pasos.

Envuelto en esa vorágine, como buen hombre de mi tiempo, he ido contestando a todos estos sustanciales dilemas que me ha planteado la vida, o no, porque ya para entrenarme, preparo las respuestas que tarde o temprano se aparecerán como piedras en mi camino.

Sin embargo, esta semana ha habido una cuestión en la que no soy capaz de posicionarme, que me ha dejado parado sobre la línea roja, con un pie en cada una de las opciones: ¿Sabina o Varona? Hasta ahora, montaba tanto, tanto montaba, Joaquín como Pancho, pero eso se acabó, y hay que elegir entre papá o mamá.

Una cuestión que no es fácil responder porque nunca habrías imaginado que se presentaría, que remueve todo tu cuerpo y activa todos los órganos con los que tomamos las decisiones. Debería no decantarme, hacer como los niños y decir los dos –la respuesta más inteligente para vivir en paz, sin la espalda cargada de etiquetas, ni puñales, con la seguridad de que haces tu propio camino, sin seguir el sendero marcado vete a saber por quién–.

Con la edad he aprendido que nunca tenemos la suficiente información, que casi siempre decidimos con una venda o con los ojos casi cerrados, o con uno abierto y el otro con una mota de polvo, o mirando al infinito. En esta ocasión, cuando una de las partes no se ha pronunciado: solo tenemos una visión sesgada, interesada, planificada, victimista, cargada de rabia y de dolor, suavizada por el cariño, los recuerdos y la esperanza.

Cuando saltó la noticia, mi primera respuesta me la dieron mis entrañas, y salió cubierta de bilis y de rabia. Supongo que como a Varona, aunque él ya se lo veía venir por los conflictos y separación con los miembros de la banda con la que interpretaba el repertorio de Sabina –que, al fin y al cabo, es el suyo propio–. Incomprensión, dolor, vergüenza, una puñalada que sangrará mucho, pero que terminará por cerrarse, aunque su joven representante, a la que muchos culpan de la separación, quiera impedirlo metiendo el dedo en la llaga.

Luego fue mi cerebro el que intentó entender la decisión del empresario Sabina, el dueño de la marca registrada que es su nombre, el que debe recomponer su economía tras los pufos con Hacienda, que para evitar conflictos en la que se presupone su última gira –esperemos que no–, se quita de en medio al entrenador por no echar al resto de la plantilla, o al jugador veterano que siente que sus galones y experiencia lo encumbran por encima de los demás. O quizás, solo sea una cuestión artística y busca recuperar, con Leyva, la jovialidad, la juventud y la frescura perdida, sacrificando la experiencia, la rutina y los besos gastados de Varona.

Y ante la confusión, busqué la tercera opinión en mi corazón, y sentí la herida que Pancho puede tener. Esta quizás no sangrará mucho, pero duele más que ninguna, porque la traición, el abandono, la soledad, la incredulidad en la que te sume no se olvida jamás, porque es de las que te va pudriendo por dentro, la que aunque parece curada, florece en los momentos más inesperados mostrando sus pétalos, sus lágrimas, negras en esta ocasión.

No soy capaz de decantarme, los entiendo a los dos, porque aún suena mucho, mucho ruido. Tanto que ha dejado una epidemia de tristeza en mi ciudad, un nido de manzanas que se acabarán por pudrir, números rojos en la cuenta del olvido.

Qué pena, Joaquín, Pancho, con lo bien que ha sabido Pablo Milanés terminar su vida, marcharse y dejarnos solo sus canciones, de silencioso, sereno, poeta y trovador. Pero las vidas, como las muertes, no son comparables: cada uno vive como quiere, como puede o como le dejan. ¿Quién soy yo para juzgaros? Gracias por tanto.

MOI PALMERO
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