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Moi Palmero | Mi testamento vital

Si hay algo personal, intransferible y seguro en esta vida es la muerte. Algo de lo que nos cuesta hablar abiertamente, salvo en estas fechas que celebramos el Día de Todos los Santos. Aunque lo hagamos en susurros y con mucha prudencia para no ofender a nadie o no atraer a "la bicha".


Una vez pasada esta celebración volvemos a olvidarnos del asunto, por superstición o porque nuestra educación cristiana nos la ha mostrado como un ritual triste, doloroso y muy oscuro, en la que la sensación de derrota, la pena y el llanto son los protagonistas.

Una puesta en escena que debería ser diferente si la muerte representa realmente la liberación del alma de la que nos han hablado. Pero no entraremos en temas teológicos y filosóficos porque me pierdo entre tanta palabrería (que nadie se ofenda) y porque no quiero que me cuelguen el sambenito de "hereje", que bastante tengo ya con los que me estoy ganando a diario: "resentido", "amargado" o "destructor" son los que he añadido a la lista en estos últimos siete días.

Si algo bueno tiene esta celebración es que, al menos, nos sirve para reflexionar sobre la fragilidad de la vida, del cuerpo, del tiempo finito del que disponemos y la necesidad de recordar y agradecer a los que nos precedieron de dónde venimos.

Nos enfrenta a la muerte, nos la muestra de cara, nos avisa de que tarde o temprano llegará, a veces sin avisar, sin la posibilidad de resistirnos, de despedirnos; otras, lentamente, con la oportunidad de prepararnos, de marcharnos en paz.

Si en algo coincidimos casi todos es que no le tenemos miedo a la muerte, pero sí al sufrimiento, a la enfermedad, al dolor, a la agonía, a la soledad. Nos atormenta, más que morirnos, ser un incordio para los que dejamos, un gasto extraordinario, una piedra en su zapato.

En esos últimos momentos tengo la sensación de que nos dedicamos más a pensar en cosas superfluas, en los demás, que en nuestra propia partida. Este mundo materialista, inhóspito e interesado que hemos creado no nos deja ni morirnos en paz.

Es por eso que, con mucha antelación, unos más que otros, pensamos en nuestro testamento: a quién dejaremos los bienes materiales. Tema del que no nos gusta que nos hablen, porque parece que pensar en ese momento es de agoreros, pero son tantos los quebraderos de cabeza, las disputas familiares que nos ahorramos, que es lo mejor que se puede hacer para cuando te llegue el momento: poder marcharte tranquilo, sin pensar en nadie más que en ti.

Como yo no tengo mucho que dejar, y quizás lo que deje nadie lo quiera, me preocupa más hacer el testamento vital, nombre que a muchos no les gusta y es la razón por la que en cada comunidad autónoma se llama de una manera diferente. Pero que no es otra cosa que dejar por escrito cómo quieres que te cuiden en los momentos en los que tu salud te incapacite para expresar tus deseos, y qué hacer con tu cuerpo en caso de fallecimiento.

Rellenar el documento no es nada sencillo, y no me refiero al tema meramente administrativo, sino al reflexivo, al que tienes que hacer para visualizar las diferentes posibilidades que pueden ocurrir, que son múltiples y variables.

Además, en algunas comunidades autónomas, para registrarlo y que sea válido, tienes que hacerlo de forma presencial, y te recomiendan que hables con el personal médico o enfermero que te atiende habitualmente para explicarte algunos términos y tratamientos que se nos escapan a todos.

Un proceso, este de la muerte, que no sabemos cómo ni cuándo nos llegará pero, por si sirve de algo, y aún no me ha dado tiempo a registrar mis instrucciones, no quiero que me mantengan vivo a través de máquinas si las opciones de supervivencia o de calidad de vida son mínimas. Me gustaría que la eutanasia fuese legalizada por si, llegado el momento, necesito hacer uso de ella, ya que ahora es imposible imaginarla.

Cuando fallezca (prometo no aparecerme), me gustaría donar mis órganos, de modo que todo lo que sea útil de mi cuerpo para otras personas, lo utilicen, y que el resto sea incinerado, nunca encerrado en un nicho de cemento. Que con mis cenizas hagan lo que estimen oportuno, pero que no las guarden en ningún lugar con mi nombre y, menos, que tiren la urna al fondo del mar.

Disculpen si les parezco inoportuno, desagradable o inapropiado, pero para eso celebramos el Día de Todos los Santos. Que, al menos, esta tradición no se pierda, porque lo de comer castañas y la copita de anís alrededor de la mesa camilla, con esto del cambio climático, ya no apetece. Lo bueno de estas calores es que nuestro Don Juan está más cerca del infierno por sus lujuriosos pecados; la pregunta es si Doña Inés querría rescatarlo o prefiere pegarse un baño en la apartada orilla.

MOI PALMERO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
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