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Antonio López Hidalgo | El último viaje

Anoche preparó el equipaje. Libros, camisas, el bolso de aseo, algunas mudas. Ahora cierra la maleta. Siempre que lo hace mira en derredor por si olvida algo. Siempre olvida algo. Eso sí, pequeños detalles. Un bolígrafo, el desodorante, algún papel con anotaciones dispersas. Apaga el aire acondicionado, baja las persianas, observa hasta el último detalle. En la mesa deja una nota manuscrita. Está escrita con letra clara, grande, intencionada, con firma y fecha.


En un instante se le agolpan los recuerdos, oye voces, siente otros abrazos. Ahora tiene que partir. No sabe adónde. Solo es consciente de que esta etapa de su vida ha tocado a su fin. Acepta este hecho convencido, como quien cumple años o se levanta con premura y sin dudas para ir al trabajo. A nadie ha dicho a nada. A quién le podría importar su partida.

Desde luego, no es una decisión precipitada. Todo lo contrario. Lo lleva pensando desde hace años. Por las noches le costaba consumar el sueño. Se asomaba a la ventana y veía con precisión todo aquel mundo que desconocía y anhelaba. Vivía solo. Así lo había decidido desde que se divorció.

Desde entonces vivió una vida vulgar, con fiestas y amigos, con mujeres fáciles, con dinero sobrado. Pero a veces le faltaba el aliento, porque muchos años atrás había decidido postergar sus sueños para otra vida que nunca tendría.

Ahora, por el contrario, le sobraban todas las comodidades alcanzadas, todos los privilegios reconocidos, todos los éxitos en el trabajo. Poco a poco su vida se fue reduciendo al encuentro con él mismo y a encontrar una solución a su desasosiego: la huida.

No había otra salida. Lo había pensado tantas veces que no cabía lugar a la duda. Tenía que alejarse de la ciudad, de los demás, de él mismo. Hay huidas definitivas, sin retorno posible. No es su voluntad la que lo empuja, ni las frustraciones acumuladas en los huesos las que lo llevan a adoptar esta decisión irreversible.

Es la salud. Una enfermedad que lo consume y lo mata poco a poco, que muerde incansablemente como una hormiga sus órganos vitales. Cuenta los días que le restan por vivir, pero no le duele esa suma de los días por venir, sino aquella otra de los días ya tachados que no vivió cuando aún la salud no era tema prioritario en su calendario.

De golpe se puso a anotar todos los sueños truncados, los viajes nunca realizados, las tardes vacías de cualquier invierno indigesto, las mujeres que lo abandonaron o que él no amó lo suficiente para retenerlas durante más tiempo.

Se miró las palmas de sus manos intentando descifrar las incógnitas de su destino indeclinable, pero no halló más respuesta que un vacío inmenso que no le gustaba. Nunca lloró y tampoco lo haría ahora. Nunca buscó la tristeza o la melancolía y tampoco ahora caería en esos agujeros inevitables del corazón.

Ahora no sabía qué sueño elegir porque nunca tuvo más sueño que consumir un día detrás de otro, y le horrorizaba al final de su vida diseñar un itinerario atractivo que no compartiría con nadie.

Buscó un pasaje en Internet sin prestar atención al destino. Daba igual uno u otro país. Sentado en el asiento del avión, ojeó el periódico y percibió que la vida fluye sin nuestra autorización, se derrama por todos los costados del mundo como una lluvia clara e intensa.

Escuchaba los murmullos de los otros pasajeros, las conversaciones entrecortadas, las risas, el bullicio de la vida a su alrededor. Supo de su enfermedad cuando los resultados de la revisión médica que ofrecía la empresa no fueron los de todos los años. Se trataba de una rutina, desde luego, no de una confirmación, pero los análisis anunciaban malos presagios.

Ahora no recuerda los pormenores. Nunca sufrió dolor, ningún síntoma anunciaba que su vida se extinguiera a pasos tan agigantados. Esta vez la flecha del azar le apuntaba de frente, no le dejaba un tiempo de reflexión o de dudas para preparar este último viaje.

En ese momento los motores del avión comenzaron a perder potencia. El aparato se había elevado sobre la pista casi medio kilómetro después de lo habitual. Por cualquier circunstancia, se activó el sistema de reserva en el motor derecho, hacia el que se escoró el avión instantes después de elevarse y antes de desplomarse al suelo. Cuando el avión se estrelló y estalló en llamas, él todavía contaba los días que su enfermedad le dejaría con vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 4 de julio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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