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Aureliano Sáinz | Miedo a preguntar en las aulas

Después de muchos años impartiendo docencia en las aulas universitarias compruebo que existe un problema crónico que no se ha resuelto y que, mucho me temo, continuará sin que nadie se atreva a ponerle remedio. Se trata del miedo a hablar, preguntar o debatir en esos espacios que están destinados a la formación de los estudiantes en los que una de sus funciones debería ser la de saber expresarse públicamente.


Se ha afianzado, como si fuera un método inalterable, el que el profesor expone la parte correspondiente a su materia, mientras que el alumnado, con la mirada puesta en su figura, le escucha (o hace que le escucha, puesto que los móviles ya han entrado en escena) y escribe manualmente o en el ordenador aquello que recoge como apuntes que le servirán como resumen de lo que considera importante.

En algunas ocasiones, quien protagoniza el ritual académico puede pararse y, tras una breve pausa, preguntar en voz alta si hay alguna duda; a lo cual, lo más probable sea que el incómodo silencio colectivo asome como respuesta, es decir, que no hay ninguna duda, o, mejor dicho, que nadie se atreve a levantar la mano por miedo a hacer el ridículo. “Bien, veo que ha quedado meridianamente claro lo que he explicado, por lo que sigo”, quizás sea la expresión que dé continuidad al discurso monocorde que nació desde el comienzo de la clase.

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Puede que el docente no esté muy convencido de que todo vaya sobre ruedas y se lance, con una mirada inquietante, hacia alguno o alguna que ha osado sentarse en las primeras filas. “Usted, señorita, podría decirme si la filosofía nació en la antigua Grecia o, en realidad, fueron los babilonios los que creyeron que la Tierra no estaba sostenida por un grupo de elefantes apoyados en tortugas gigantes, tal como creían en la remota India”. La víctima, maldiciendo para sus adentros, evitará decir “no sé” y rebuscará cualquier respuesta que evite ser condenada al grupo de los ineptos para el resto del curso.

Y es que, a pesar de todas las propuestas innovadoras sobre las que se ha reflexionado y a los avances tecnológicos incorporados a las aulas, sigue afianzado el esquema del profesor que todo lo sabe y del alumnado, poco ilustrado, como receptor de conocimientos, por lo que su función es la de seguir las explicaciones y la de saber tomar apuntes. Queda, por tanto, muy lejos del proceso de aprendizaje el saber expresarse y hablar con corrección y pertinencia, algo que tendría que estar presente en los distintos niveles educativos.

Estas ideas que he expuesto renacen (puesto que siempre lo he pensado) tras la lectura de un informe dirigido por Emma Rodero, catedrática de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en el que se nos dice que el 77,5 por ciento de los estudiantes universitarios no ha recibido ninguna clase de oratoria en cualquiera de las etapas educativas que han superado, al tiempo que el 93 por ciento de ellos considera que la oratoria debería ser una materia obligatoria.

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Una vez expuestos estos claros porcentajes, cabe hacerse las siguientes preguntas: “Si el saber expresarse bien públicamente de manera oral es considerado por la casi la totalidad de los estudiantes como una necesidad dentro de la actual sociedad de la comunicación, ¿por qué apenas no se ha modificado esa metodología obsoleta de enseñanza?, o, ¿por qué no existen asignaturas de oratoria en las que se les prepare y adquieran confianza en sus capacidades y pierdan esa inseguridad crónica que da lugar a que nunca pregunten?”.

Puesto que el debate en el aula siempre me ha parece necesario, no solo como formación para el pensamiento crítico, sino también como forma de afianzar la capacidad comunicativa de los alumnos, de manera habitual lo he llevado en mis asignaturas, por lo que rehúyo del modelo de profesor que va exponiendo unos contenidos, como saberes inapelables, y que al alumnado acoge como si fueran dogmas que tiene que aceptar porque vienen dados “desde arriba”.

Bien es cierto que para que estos posibles debates puedan fluir con normalidad, en mi caso, suelo aprenderme sus nombres. Así, cuando pregunto, me dirijo de una manera personal, de forma que quien he citado entiende que me he tomado el interés de saber quién es y que no lo considero uno más inserto en el anonimato del conjunto de la clase.

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De esta manera, cuando compruebo que han comprendido la dinámica que vamos a llevar camina por una senda distinta a la convencional y responden con cierta confianza ante las interrogantes que les expongo, el aula se puede convertir en un placentero lugar de aprendizaje; no en un espacio en el que se memorizan conceptos que la mayor parte de las veces acaban olvidados al poco tiempo.

Y es que, a fin de cuentas, el disfrute de enseñar y el goce por aprender es lo que le da sentido a esa larga tradición que es la transmisión de conocimientos y saberes que siempre ha estado presente en las distintas culturas.

AURELIANO SÁINZ
FOTOGRAFÍA: AURELIANO SÁINZ

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