Acaba de fallecer el papa Francisco, un pontífice que caía simpático y que quiso modernizar la Iglesia, como todos los anteriores, pero consiguiéndolo a medias, también como todos. Y cuando muere cualquier Papa, se multiplican sus semblanzas y los balances de su papado.
De Jorge Bergoglio, último vicario de Cristo ante la comunidad católica, se ha subrayado su bondad y su cercanía, así como la sencillez y la espontaneidad con las que huía del boato aterciopelado del Vaticano. Pero, sobre todo, se ha subrayado su empeño en combatir esa lacra de la pedofilia clerical que muchos prelados todavía intentan negar u ocultar, sus esfuerzos por que los homosexuales y los divorciados se sientan acogidos por la iglesia y por las innumerables denuncias públicas que formuló contra las guerras, las desigualdades sociales y el trato denigrante a los inmigrantes.
¿Sirvieron de algo? Para poco, pues la Iglesia como institución es un formidable dinosaurio, incapaz de cambiar y de ser domesticado. Como mucho, adecúa sus modos a los usos de cada época, conservando inalterable lo esencial de su “biología”: la tutela orgánica de la fe católica urbi et orbe.
Por eso, cuando muere un Papa y el Vaticano queda vacante, se vuelve a plantear el interrogante de cómo se elige a la persona que ha de representar a san Pedro en la Tierra, al vicario de Jesucristo, como asegura la propia Iglesia. ¿Es el Espíritu Santo quien elige con su gracia al sumo pontífice?
¿O es el Consejo de Administración de la multinacional más antigua del mundo, reunido en cónclave de cardenales electores, el que designa al nuevo CEO o gerente eclesiástico en función de las mayorías del accionariado ideológico del colegio cardenalicio? Curioso asunto para debatir en estos precisos momentos.
Porque si es la inspiración divina lo que guía las votaciones, el resultado no puede ser más arbitrario y errabundo, pues unas veces se decanta por purpurados rigoristas doctrinales y otras, por populistas reformistas. Como si el cielo no tuviera un criterio claro de lo que quiere en el mundo y, menos aun, del perfil de su representante en Roma.
Aunque los cardenales recen el Veni, Creátor Spíritus antes de cada votación para sean agraciados con la inspiración del Espíritu Santo, lo divino no ilumina sus votaciones, ni mucho menos. Y eso que la cosa ha mejorado bastante a lo largo de la historia, con un listado de 264 papas, tanto legítimos como ilegítimos, casados y célibes, de casta papal familiar (padres, hijos, sobrinos) y hasta dos papas o más simultáneamente.
Es decir, la pretendida acción de Dios actuando en los rectores de la Iglesia, encerrados “bajo llave” (cum-clavis) en la Capilla Sixtina, no ha sido todo lo pura y divina que cabía esperar. Más parece perdida entre los caminos inescrutables por los que suele transitar.
Claro que, según las Escrituras, Jesús (Dios hecho hombre según el cristianismo) sólo eligió al primer Papa, a Pedro, y a ninguno más. Los teólogos aseguran que también escogió a los primeros obispos, los apóstoles, cuando instituyó la Eucaristía y les concedió la capacidad de hacerlo en “su” Nombre. De ahí para adelante, todo es un monumental “constructo” con el que se pretende explicar y justificar una idea, una creencia y una organización, haciendo que parezcan real e incuestionables, como la Ley de la Gravedad.
Por eso ha habido cónclaves en que la elección estaba amañada o comprada de antemano, al responder a intereses no solo religiosos sino también políticos que eran capaces de mayor influencia que el Espíritu Santo sobre sus eminentísimas. Nada extraño al comportamiento humano, máxime cuando hay que designar a un sucesor , aunque sea de san Pedro, pero que es alguien que, además, es jefe del Estado Vaticano y una de las figuras políticas de más repercusión en el mundo.
Es lo que explica que haya habido papas de todos los colores (dentro de la gama tolerada por la Iglesia). Que yo recuerde –pues uno tiene su edad y ¡ay! memoria–, Pablo VI parecía amable, pero era rigorista; Juan Pablo I no tuvo tiempo de manifestar su tendencia (murió al mes de ser nombrado) aunque parecía bonachón.
Juan Pablo II parecía y actuaba como un populista mediático, pero encubrió la pederastia eclesial y la mafia económica vaticana. Benedicto XVI era rigorista acérrimo, como buen prefecto que fue de la Doctrina de la Fe (antigua Inquisición), y su sucesor recién fallecido, Francisco, un populista equidistante al que las derechas extremas siempre han criticado (“Por fin nos ha dejado”, escupió Federico Jiménez Losantos por el micrófono al poco de fallecer el pontífice) porque sermoneaba contra de la desigualdad, los genocidios y las injusticias y exclusiones sociales. Hasta Milei, compatriota y presidente de su país lo tachó de “representante del Maligno” por estar a favor de la justicia social.
¿Qué toca ahora? Nadie lo sabe, ni siquiera el Espíritu Santo. Pero, puestos a especular como hacen todos los opinadores del planeta, es posible que toque el turno a un rigorista doctrinal, ya que la geopolítica del cargo –como comenta Rosa María Artal en elDiario.es–, a los fascistas que campan crecidos por distintos gobiernos del mundo les interesa tener a uno de los suyos sentado en el Vaticano.
Yo, sin embargo, prefiero un vaticinio menos lógico y más imaginativo, al tratarse de algo que escapa a la comprensión humana, cual es el tema religioso y sus tejemanejes. Y para ello me remito al siglo XVI, cuando Nostradamus predijo la llegada de un “papa negro” que sería elegido tras la muerte de un pontífice anciano.
Cosa que no sería imposible, pues entre los cardenales candidatos hay un arzobispo africano, verbalmente duro contra la homosexualidad. Pero si yo fuera el Espíritu Santo, me mantendría todo lo que pudiera alejado de un cónclave al que le afectan tantos intereses... mundanos y divinos. Como siempre y por toda la eternidad. Amén.
De Jorge Bergoglio, último vicario de Cristo ante la comunidad católica, se ha subrayado su bondad y su cercanía, así como la sencillez y la espontaneidad con las que huía del boato aterciopelado del Vaticano. Pero, sobre todo, se ha subrayado su empeño en combatir esa lacra de la pedofilia clerical que muchos prelados todavía intentan negar u ocultar, sus esfuerzos por que los homosexuales y los divorciados se sientan acogidos por la iglesia y por las innumerables denuncias públicas que formuló contra las guerras, las desigualdades sociales y el trato denigrante a los inmigrantes.
¿Sirvieron de algo? Para poco, pues la Iglesia como institución es un formidable dinosaurio, incapaz de cambiar y de ser domesticado. Como mucho, adecúa sus modos a los usos de cada época, conservando inalterable lo esencial de su “biología”: la tutela orgánica de la fe católica urbi et orbe.
Por eso, cuando muere un Papa y el Vaticano queda vacante, se vuelve a plantear el interrogante de cómo se elige a la persona que ha de representar a san Pedro en la Tierra, al vicario de Jesucristo, como asegura la propia Iglesia. ¿Es el Espíritu Santo quien elige con su gracia al sumo pontífice?

¿O es el Consejo de Administración de la multinacional más antigua del mundo, reunido en cónclave de cardenales electores, el que designa al nuevo CEO o gerente eclesiástico en función de las mayorías del accionariado ideológico del colegio cardenalicio? Curioso asunto para debatir en estos precisos momentos.
Porque si es la inspiración divina lo que guía las votaciones, el resultado no puede ser más arbitrario y errabundo, pues unas veces se decanta por purpurados rigoristas doctrinales y otras, por populistas reformistas. Como si el cielo no tuviera un criterio claro de lo que quiere en el mundo y, menos aun, del perfil de su representante en Roma.
Aunque los cardenales recen el Veni, Creátor Spíritus antes de cada votación para sean agraciados con la inspiración del Espíritu Santo, lo divino no ilumina sus votaciones, ni mucho menos. Y eso que la cosa ha mejorado bastante a lo largo de la historia, con un listado de 264 papas, tanto legítimos como ilegítimos, casados y célibes, de casta papal familiar (padres, hijos, sobrinos) y hasta dos papas o más simultáneamente.

Es decir, la pretendida acción de Dios actuando en los rectores de la Iglesia, encerrados “bajo llave” (cum-clavis) en la Capilla Sixtina, no ha sido todo lo pura y divina que cabía esperar. Más parece perdida entre los caminos inescrutables por los que suele transitar.
Claro que, según las Escrituras, Jesús (Dios hecho hombre según el cristianismo) sólo eligió al primer Papa, a Pedro, y a ninguno más. Los teólogos aseguran que también escogió a los primeros obispos, los apóstoles, cuando instituyó la Eucaristía y les concedió la capacidad de hacerlo en “su” Nombre. De ahí para adelante, todo es un monumental “constructo” con el que se pretende explicar y justificar una idea, una creencia y una organización, haciendo que parezcan real e incuestionables, como la Ley de la Gravedad.
Por eso ha habido cónclaves en que la elección estaba amañada o comprada de antemano, al responder a intereses no solo religiosos sino también políticos que eran capaces de mayor influencia que el Espíritu Santo sobre sus eminentísimas. Nada extraño al comportamiento humano, máxime cuando hay que designar a un sucesor , aunque sea de san Pedro, pero que es alguien que, además, es jefe del Estado Vaticano y una de las figuras políticas de más repercusión en el mundo.

Es lo que explica que haya habido papas de todos los colores (dentro de la gama tolerada por la Iglesia). Que yo recuerde –pues uno tiene su edad y ¡ay! memoria–, Pablo VI parecía amable, pero era rigorista; Juan Pablo I no tuvo tiempo de manifestar su tendencia (murió al mes de ser nombrado) aunque parecía bonachón.
Juan Pablo II parecía y actuaba como un populista mediático, pero encubrió la pederastia eclesial y la mafia económica vaticana. Benedicto XVI era rigorista acérrimo, como buen prefecto que fue de la Doctrina de la Fe (antigua Inquisición), y su sucesor recién fallecido, Francisco, un populista equidistante al que las derechas extremas siempre han criticado (“Por fin nos ha dejado”, escupió Federico Jiménez Losantos por el micrófono al poco de fallecer el pontífice) porque sermoneaba contra de la desigualdad, los genocidios y las injusticias y exclusiones sociales. Hasta Milei, compatriota y presidente de su país lo tachó de “representante del Maligno” por estar a favor de la justicia social.
¿Qué toca ahora? Nadie lo sabe, ni siquiera el Espíritu Santo. Pero, puestos a especular como hacen todos los opinadores del planeta, es posible que toque el turno a un rigorista doctrinal, ya que la geopolítica del cargo –como comenta Rosa María Artal en elDiario.es–, a los fascistas que campan crecidos por distintos gobiernos del mundo les interesa tener a uno de los suyos sentado en el Vaticano.

Yo, sin embargo, prefiero un vaticinio menos lógico y más imaginativo, al tratarse de algo que escapa a la comprensión humana, cual es el tema religioso y sus tejemanejes. Y para ello me remito al siglo XVI, cuando Nostradamus predijo la llegada de un “papa negro” que sería elegido tras la muerte de un pontífice anciano.
Cosa que no sería imposible, pues entre los cardenales candidatos hay un arzobispo africano, verbalmente duro contra la homosexualidad. Pero si yo fuera el Espíritu Santo, me mantendría todo lo que pudiera alejado de un cónclave al que le afectan tantos intereses... mundanos y divinos. Como siempre y por toda la eternidad. Amén.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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