Me siento sobrepasado últimamente, como desnortado por la actualidad. No acierto a comprender los tiempos en que vivimos y soy incapaz de analizar esta realidad acelerada y disruptiva que nos aturde con unos valores y normas que no son los acostumbrados de una época anterior, a la que yo pertenecía, que está extinguiéndose, abocada fatalmente a la descomposición.
Aquel mundo, el de ayer que yo conocía, está desapareciendo, dejando paso a otro que es muy distinto, pues, en vez de avanzar, sufre una regresión que destruye lo construido en ámbitos como la justicia, la igualdad, la tolerancia y los derechos.
Ni las fronteras de los países son ya seguras como antaño, cuando la soberanía e independencia de los Estados era una regla internacional inviolable. Hasta la vida humana, un bien supremo salvaguardado por todas las convenciones y leyes, incluso en períodos de guerra, cuando los ataques a civiles eran perseguidos y castigados como crímenes de guerra o de lesa humanidad, es considerada algo sacrificable y, si acaso, un daño colateral.
Ahora, no. Ahora se invaden países y se bombardea a la población sin que representen ninguna agresión u amenaza que justifique el empleo desmesurado de la fuerza. Y se hace a la vista de todo el mundo, con total descaro y desfachatez, violando cuantas leyes y tratados impedían tales atropellos.
Ucrania y Gaza son lugares en los que, ahora mismo, la gente muere por motivos espurios que nada tienen que ver ni con supuestos de seguridad ni por constituir peligro alguno para nadie, tampoco para sus agresores. Simplemente, son víctimas de los afanes expansionistas de los lunáticos que asientan sus posaderas tanto en el Kremlin de Rusia como en el Kiryat de Israel. Desde sus poltronas, esos iluminados sueñan con la Gran Rusia de las repúblicas soviéticas y el Gran Israel del pueblo elegido que solo existió en las leyendas de la Biblia. Y se emplean a ello a cualquier precio.
Ambas guerras, donde el enemigo son hombres, mujeres y niños desarmados, desprotegidos e inocentes, han trastocado un mundo basado en confianzas y certezas, el civilizado y regido por leyes y normas, para reemplazarlo por otro de salvajismos, odios y venganzas, en el que la ley del más fuerte es lo que impera, como en el pasado de imperios y reinos feudales.
Así, Putin ordena lanzar misiles y drones-bombas contra edificios de viviendas, centrales eléctricas o teatros de distintas ciudades de Ucrania con la finalidad de descuartizar el país y quedarse con parte del territorio limítrofe con Rusia.
Y Netanyahu arrasa Gaza sin piedad, como si todos los gazatíes fuesen terroristas, con la firme voluntad de expulsar a su población y anexionarse toda la Franja para convertirla, en palabras de Trump, en un resort para judíos adinerados. Y todo ello en pleno siglo XXI y con el silencio de la comunidad internacional, incapaz de frenar tales animaladas. Si así es el mundo al que nos dirigimos, prefiero bajarme.
Entre otras cosas porque, si no fuera bastante, otro energúmeno reaccionario, de aspecto anaranjado, escala a la cúspide de la primera potencia mundial para alborotarlo todo y arrodillarlo a su servicio, sin respetar leyes de comercio, acuerdos internacionales o convenios humanitarios.
Ni los Derechos Humanos ni la globalización económica frenan los pisotones del paquidermo norteamericano en la cacharrería planetaria por materializar la nostalgia de “hacer grande América otra vez”. Está convencido de ser un líder mesiánico que, con experiencia empresarial de constructor de rascacielos y casinos y sus habilidades para mentir y manipular, puede doblegar al resto de países para que se sometan a las conveniencias aislacionistas de EE. UU., ignorando que USA ha sido grande cuando se dedicaba a tejer un tapiz de relaciones multilaterales, basadas en consensos, normas, leyes, cooperación y el respeto, al menos formal, a las democracias de cualquier Estado. Era cuando se consideraba a los EE.UU. el faro del mundo que alumbraba a los países occidentales.
Pero con Donald Trump en la Casa Blanca, USA se parece más al precipicio que hay que evitar, pues con sus imposiciones arancelarias, las expulsiones de inmigrantes como si fueran delincuentes, las censuras, represiones y limitaciones a la libertad de expresión en la cultura y la ciencia, sus ambiciones imperialistas sobre países vecinos, su negacionismo climático y sus ataques a la sostenibilidad medioambiental, su rechazo a todo lo que recuerde el pensamiento woke, las denuncias y encarcelamientos a los que disienten y protestan, el cierre arbitrario de instituciones estatales y el despido masivo de funcionarios, con todo ello lo único que está consiguiendo es hacer América más antipática y pobre que nunca. Hasta los magnates que apoyaron al ínclito mandatario están volviéndose contra él, al descubrir a un irresponsable que actúa por impulsos viscerales, sin ningún plan elaborado racionalmente ni nada que se le parezca.
Incluso sus promesas pacifistas, aquellas con las que humilló al presidente de un país invadido ilegalmente, solo han servido para evidenciar su catadura moral, su altura intelectual y la estulticia de un engreído. Prometió resolver los conflictos en menos de 24 horas con una simple llamada de teléfono, y no lo ha logrado. Ucrania continúa en guerra por la integridad y soberanía de su territorio y su dignidad como pueblo, y la tregua en Palestina ha sido rota por un descontrolado Israel que ataca con renovada furia a una acosada población indefensa, cometiendo atrocidad tras atrocidad.
Ninguno de los 56 conflictos activos en el mundo puede resolverse de un plumazo. Menos aun con la chulería de un bocazas. En definitiva, el mundo con Trump es más peligroso e impredecible que nunca, donde los matones abusan de los débiles sin disimulo y total impunidad. Para alguien desubicado como yo, es motivo más que sobrado para apearse de él, antes que salte por los aires.
Y, para colmo, en nuestro país seguimos sin entendernos, practicando aquello tan nuestro de comunicarnos a garrotazos (políticos, judiciales o mediáticos), sin aprender nunca de los errores. Cuanta más experiencia acumulamos de vivir en democracia, peor la practicamos.
Somos incapaces de respetar a las minorías y a los distintos (de pensamiento, palabra u obra). Se nos llena la boca de libertad, igualdad y tolerancia, pero nos revienta que alguien discrepe de nuestras creencias, costumbres y opiniones.
Hasta disponemos de “torquemadas” leguleyos que condenan al fuego del banquillo las opiniones, viñetas, artículos, canciones, chistes, obras de teatro, ensayos y demás manifestaciones que consideren que ofenden supuestos sentimientos religiosos, cual talibanes cristianos. Son fanáticos que no admiten la aconfesionalidad del Estado y pretenden seguir tutelando la moral de la ciudadanía para que no se aparte del rebaño, como en tiempos del nacionalcatolicismo.
No sé por qué, pero somos reacios a valorar lo que tenemos porque aspiramos a alcanzar lo que envidiamos o percibimos como mejor o exclusivo, como buenos individualistas egoístas. Es por ello que lo público nos parece vulgar y lo privado, un privilegio elitista. Nos gusta fardar de colegios privados para nuestros hijos o de seguros sanitarios antes que de una educación o una sanidad públicas y accesibles para todos, sin condición.
Y eso, a pesar de que hace relativamente poco fuimos castigados por una pandemia que, si no fuera por lo público, en cuanto a gestión epidemiológica, la vacunación masiva y el tratamiento en hospitales, habríamos salido peor parados. Como esos 7.291 ancianos de Madrid que murieron solos, incomunicados de sus familiares y sin asistencia médica en sus asilos por obra y gracia de una normativa del Gobierno regional que prohibió su traslado a hospitales, aunque estuvieran infectados de la covid o se complicaran sus enfermedades crónicas. Un protocolo vergonzante que solo se aplicó en Madrid, haciéndola liderar el ranking europeo de mortandad por la pandemia, sin que nadie asuma responsabilidades ni pida disculpas.
Es por esto, y muchas otras cosas, que el mundo me parece incomprensible, inhumano e hipócrita, porque cuando aplaudíamos desde los balcones durante el confinamiento a los sanitarios que no dejaron de hacer su trabajo, condenamos a morir sin atención médica a los más vulnerables, a los que aquella orden trataba como un estorbo porque suponían una carga o gasto, a esos ancianos madrileños recluidos en asilos a espera de la muerte.
Y porque entonces asegurábamos salir de la pandemia más unidos que nunca, trabajar colectivamente por un futuro mejor que preste atención a lo que de verdad importa: las personas (nosotros y los otros), y lo primero que hicimos fue volvernos más individualistas, descerebrados negacionistas, necios antidemócratas y deliberadamente insolidarios que se dejan idiotizar por brujos populistas que irradian sus conjuros a través de las redes sociales, mediante un relato nostálgico y profundamente reaccionario sobre una España idealizada que jamás existió. Y lo aceptamos porque es más cómodo echar las culpas a los demás que asumir la responsabilidad de nuestros males.
Ahora, en este mundo “moderno” tan veloz y “light”, somos fácilmente manipulables y tremendamente crédulos, cual niños ingenuos e inocentes, a causa de la desigualdad económica, la desconfianza en las instituciones y una polarización política que contribuye a crear imágenes sesgadas, estereotipadas y hasta falseadas de la realidad, lo que socava la calidad democrática del país.
No es de extrañar, por tanto, que no sepamos detectar verdaderas boutades, como las del arzobispo de Oviedo, que consideraba, en un artículo destacado en ABC, que la enorme cruz del Valle de los Caídos era un símbolo exento de toda ideología, cuando en realidad es la enseña de un lugar elegido por un dictador para enterrar a sus muertos mártires de la Cruzada, según decreto del mismísimo Franco.
Si tal mendacidad con nuestra historia reciente ni se rebate y sirve, encima, de munición para la confrontación, es que hemos perdido todo juicio crítico. Y que este mundo de mentiras y engaños es lo que realmente merecemos, por volubles y maleables. Pero a mí no me gusta en absoluto porque me hace sentir desplazado. Así que, lo siento, prefiero bajarme en la próxima.
Aquel mundo, el de ayer que yo conocía, está desapareciendo, dejando paso a otro que es muy distinto, pues, en vez de avanzar, sufre una regresión que destruye lo construido en ámbitos como la justicia, la igualdad, la tolerancia y los derechos.
Ni las fronteras de los países son ya seguras como antaño, cuando la soberanía e independencia de los Estados era una regla internacional inviolable. Hasta la vida humana, un bien supremo salvaguardado por todas las convenciones y leyes, incluso en períodos de guerra, cuando los ataques a civiles eran perseguidos y castigados como crímenes de guerra o de lesa humanidad, es considerada algo sacrificable y, si acaso, un daño colateral.
Ahora, no. Ahora se invaden países y se bombardea a la población sin que representen ninguna agresión u amenaza que justifique el empleo desmesurado de la fuerza. Y se hace a la vista de todo el mundo, con total descaro y desfachatez, violando cuantas leyes y tratados impedían tales atropellos.

Ucrania y Gaza son lugares en los que, ahora mismo, la gente muere por motivos espurios que nada tienen que ver ni con supuestos de seguridad ni por constituir peligro alguno para nadie, tampoco para sus agresores. Simplemente, son víctimas de los afanes expansionistas de los lunáticos que asientan sus posaderas tanto en el Kremlin de Rusia como en el Kiryat de Israel. Desde sus poltronas, esos iluminados sueñan con la Gran Rusia de las repúblicas soviéticas y el Gran Israel del pueblo elegido que solo existió en las leyendas de la Biblia. Y se emplean a ello a cualquier precio.
Ambas guerras, donde el enemigo son hombres, mujeres y niños desarmados, desprotegidos e inocentes, han trastocado un mundo basado en confianzas y certezas, el civilizado y regido por leyes y normas, para reemplazarlo por otro de salvajismos, odios y venganzas, en el que la ley del más fuerte es lo que impera, como en el pasado de imperios y reinos feudales.
Así, Putin ordena lanzar misiles y drones-bombas contra edificios de viviendas, centrales eléctricas o teatros de distintas ciudades de Ucrania con la finalidad de descuartizar el país y quedarse con parte del territorio limítrofe con Rusia.
Y Netanyahu arrasa Gaza sin piedad, como si todos los gazatíes fuesen terroristas, con la firme voluntad de expulsar a su población y anexionarse toda la Franja para convertirla, en palabras de Trump, en un resort para judíos adinerados. Y todo ello en pleno siglo XXI y con el silencio de la comunidad internacional, incapaz de frenar tales animaladas. Si así es el mundo al que nos dirigimos, prefiero bajarme.

Entre otras cosas porque, si no fuera bastante, otro energúmeno reaccionario, de aspecto anaranjado, escala a la cúspide de la primera potencia mundial para alborotarlo todo y arrodillarlo a su servicio, sin respetar leyes de comercio, acuerdos internacionales o convenios humanitarios.
Ni los Derechos Humanos ni la globalización económica frenan los pisotones del paquidermo norteamericano en la cacharrería planetaria por materializar la nostalgia de “hacer grande América otra vez”. Está convencido de ser un líder mesiánico que, con experiencia empresarial de constructor de rascacielos y casinos y sus habilidades para mentir y manipular, puede doblegar al resto de países para que se sometan a las conveniencias aislacionistas de EE. UU., ignorando que USA ha sido grande cuando se dedicaba a tejer un tapiz de relaciones multilaterales, basadas en consensos, normas, leyes, cooperación y el respeto, al menos formal, a las democracias de cualquier Estado. Era cuando se consideraba a los EE.UU. el faro del mundo que alumbraba a los países occidentales.
Pero con Donald Trump en la Casa Blanca, USA se parece más al precipicio que hay que evitar, pues con sus imposiciones arancelarias, las expulsiones de inmigrantes como si fueran delincuentes, las censuras, represiones y limitaciones a la libertad de expresión en la cultura y la ciencia, sus ambiciones imperialistas sobre países vecinos, su negacionismo climático y sus ataques a la sostenibilidad medioambiental, su rechazo a todo lo que recuerde el pensamiento woke, las denuncias y encarcelamientos a los que disienten y protestan, el cierre arbitrario de instituciones estatales y el despido masivo de funcionarios, con todo ello lo único que está consiguiendo es hacer América más antipática y pobre que nunca. Hasta los magnates que apoyaron al ínclito mandatario están volviéndose contra él, al descubrir a un irresponsable que actúa por impulsos viscerales, sin ningún plan elaborado racionalmente ni nada que se le parezca.

Incluso sus promesas pacifistas, aquellas con las que humilló al presidente de un país invadido ilegalmente, solo han servido para evidenciar su catadura moral, su altura intelectual y la estulticia de un engreído. Prometió resolver los conflictos en menos de 24 horas con una simple llamada de teléfono, y no lo ha logrado. Ucrania continúa en guerra por la integridad y soberanía de su territorio y su dignidad como pueblo, y la tregua en Palestina ha sido rota por un descontrolado Israel que ataca con renovada furia a una acosada población indefensa, cometiendo atrocidad tras atrocidad.
Ninguno de los 56 conflictos activos en el mundo puede resolverse de un plumazo. Menos aun con la chulería de un bocazas. En definitiva, el mundo con Trump es más peligroso e impredecible que nunca, donde los matones abusan de los débiles sin disimulo y total impunidad. Para alguien desubicado como yo, es motivo más que sobrado para apearse de él, antes que salte por los aires.
Y, para colmo, en nuestro país seguimos sin entendernos, practicando aquello tan nuestro de comunicarnos a garrotazos (políticos, judiciales o mediáticos), sin aprender nunca de los errores. Cuanta más experiencia acumulamos de vivir en democracia, peor la practicamos.
Somos incapaces de respetar a las minorías y a los distintos (de pensamiento, palabra u obra). Se nos llena la boca de libertad, igualdad y tolerancia, pero nos revienta que alguien discrepe de nuestras creencias, costumbres y opiniones.

Hasta disponemos de “torquemadas” leguleyos que condenan al fuego del banquillo las opiniones, viñetas, artículos, canciones, chistes, obras de teatro, ensayos y demás manifestaciones que consideren que ofenden supuestos sentimientos religiosos, cual talibanes cristianos. Son fanáticos que no admiten la aconfesionalidad del Estado y pretenden seguir tutelando la moral de la ciudadanía para que no se aparte del rebaño, como en tiempos del nacionalcatolicismo.
No sé por qué, pero somos reacios a valorar lo que tenemos porque aspiramos a alcanzar lo que envidiamos o percibimos como mejor o exclusivo, como buenos individualistas egoístas. Es por ello que lo público nos parece vulgar y lo privado, un privilegio elitista. Nos gusta fardar de colegios privados para nuestros hijos o de seguros sanitarios antes que de una educación o una sanidad públicas y accesibles para todos, sin condición.
Y eso, a pesar de que hace relativamente poco fuimos castigados por una pandemia que, si no fuera por lo público, en cuanto a gestión epidemiológica, la vacunación masiva y el tratamiento en hospitales, habríamos salido peor parados. Como esos 7.291 ancianos de Madrid que murieron solos, incomunicados de sus familiares y sin asistencia médica en sus asilos por obra y gracia de una normativa del Gobierno regional que prohibió su traslado a hospitales, aunque estuvieran infectados de la covid o se complicaran sus enfermedades crónicas. Un protocolo vergonzante que solo se aplicó en Madrid, haciéndola liderar el ranking europeo de mortandad por la pandemia, sin que nadie asuma responsabilidades ni pida disculpas.

Es por esto, y muchas otras cosas, que el mundo me parece incomprensible, inhumano e hipócrita, porque cuando aplaudíamos desde los balcones durante el confinamiento a los sanitarios que no dejaron de hacer su trabajo, condenamos a morir sin atención médica a los más vulnerables, a los que aquella orden trataba como un estorbo porque suponían una carga o gasto, a esos ancianos madrileños recluidos en asilos a espera de la muerte.
Y porque entonces asegurábamos salir de la pandemia más unidos que nunca, trabajar colectivamente por un futuro mejor que preste atención a lo que de verdad importa: las personas (nosotros y los otros), y lo primero que hicimos fue volvernos más individualistas, descerebrados negacionistas, necios antidemócratas y deliberadamente insolidarios que se dejan idiotizar por brujos populistas que irradian sus conjuros a través de las redes sociales, mediante un relato nostálgico y profundamente reaccionario sobre una España idealizada que jamás existió. Y lo aceptamos porque es más cómodo echar las culpas a los demás que asumir la responsabilidad de nuestros males.
Ahora, en este mundo “moderno” tan veloz y “light”, somos fácilmente manipulables y tremendamente crédulos, cual niños ingenuos e inocentes, a causa de la desigualdad económica, la desconfianza en las instituciones y una polarización política que contribuye a crear imágenes sesgadas, estereotipadas y hasta falseadas de la realidad, lo que socava la calidad democrática del país.

No es de extrañar, por tanto, que no sepamos detectar verdaderas boutades, como las del arzobispo de Oviedo, que consideraba, en un artículo destacado en ABC, que la enorme cruz del Valle de los Caídos era un símbolo exento de toda ideología, cuando en realidad es la enseña de un lugar elegido por un dictador para enterrar a sus muertos mártires de la Cruzada, según decreto del mismísimo Franco.
Si tal mendacidad con nuestra historia reciente ni se rebate y sirve, encima, de munición para la confrontación, es que hemos perdido todo juicio crítico. Y que este mundo de mentiras y engaños es lo que realmente merecemos, por volubles y maleables. Pero a mí no me gusta en absoluto porque me hace sentir desplazado. Así que, lo siento, prefiero bajarme en la próxima.
DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM

